11/2/19


MAITE VILLALOBOS DESPIDE A SAÚL IBARGOYEN


especial desde México



CRÓNICA POST MORTEM



Entré en un autobús con olor a esencia de abandono, las alfombras eran un periódico mural de los ácaros que ya no respiraste y que ya no incluiste en un otro libro de poesía, repleto de esa estética escatológica en la que invertiste tantos años. Al sentarme alcancé a sentir insectos exonerados en los pliegues del asiento, y respiré un extenso aire de alas desintegradas. Me senté del lado de la ventana para evitar el vacío del pasillo, y había una cortina de huellas de la lluvia de los dos días anteriores. 


Cómo es que tu muerte es un escenario. 


Cuando miré el boleto, brilló en negritas el destino: Mexico City. Disfrutaba de oírte decir Mexico City, porque parecía ser una ciudad desconocida, deshabitada de costumbre. No aquella en la que había crecido, la que reconocía envuelta en rollos de papel de china, de colores, y con tizne en las orillas. No la que se me derretía durante mayo sobre los conos de helado. En tu boca mi ciudad no sabía a mi saliva. Mexico City tenía calles innombrables, con un sonido de adoquines que no reconocía la memoria de mis suelas ni de mi bicicleta. Seguro tendría esquinas que no nos pertenecieron jamás.   


Anoche tu vida de largo aliento paró.  Al morir cerraste la boca, como para amordazar el olor de la muerte y su discurso caótico. Fue una verdadera paradoja cerrar la palabra, que usabas siempre en un ejercicio de bautismo y acto ontológico en el mundo. Eras un profundo defensor de la locura como la única vía del arte, creías que en este ejercicio de desequilibrio mental se centraba el motor evolutivo que nos había convertido en Homo Sapiens. La locura, no el arte. Te supuse tanto en la muerte, que sigo despersonalizada de todos tus heterónimos; incluso de aquellos con los que me habitué a hablar más que contigo mismo. Sé lo mucho que te molestaría esta escritura no poética. Estoy segura de que me dirías que estás decepcionado de que decidiera dejar de ser una puta fiel a la poesía, para comenzar a escribirte en una prosa sosa con eco y resonancia. 


Decidiste combatir de modo abierto con la morfina, te negabas a la cobardía. Me gritabas antes de que te sedaran que eras un cobarde. Como si la poesía te hubiera hecho inmune al dolor, resistente, inmortal como todas tus musas. Casi caballeresco saliste a punta de rima, en tu delirio, peleaste con todos los idiomas sobre los labios; tu lengua se adjudicó todas las formas posibles. Tu garganta dejaba salir alientos de otras vidas hasta que comenzase a hablar en idiomas desconocidos, recién inventados, diseñados ex profeso para tu muerte.  Junto a ti, a tu costado, observaba que tejías nuevas voces desde el vientre de demiurgo que con arenas confecciona la palabra. 


Gritabas con un dolor, un sólo dolor; como si se tratara de tu apellido. Y tus gritos hacían remolinos dentro del té; en las aguas que avanzaban por los lavabos llevándose las ultimas barbas blanquecinas que te quitaste de encima; en una mañana en la que decidiste ya no cerrar los versos nunca más con la rabia de la esdrújula.  


Me he cansado de invocar a todos los dioses y a todas las musas, me dijiste.


En ese momento sentí la ruptura de un Homero que nos había engañado a los dos.


Canto a ti oh diosa la cólera del pélida poeta 


Nadie responde


Pensé en ese Platón que aseguraba que los poetas eran tipos de cuidado que amaban la copia y la simulación como si veneraban la verdad; así Homero. También pensé que morías como Sócrates y por las mismas causas, con idénticas acusaciones. Cuando menos a mi, hace 24 años sí me pervertiste; cuando menos sí escuché las veces en las que negabas la existencia de los dioses y ni decir de cuestionar las costumbres de la ciudad; para un botón, tu exilio.  


Luego me dijiste que “ya fue suficiente de esperar las respuestas que nunca llegan”, no sé por qué te sorprendía que no respondiera un dios que sabías de antemano que no existía. Me recordaste a aquel alumno que me pedía que le diera las frases, las claves, las palabras secretas de cada religión ante los posibles juicios finales; él sugería aprenderlos todos. Precavido intentaba adelantarse a una jugarreta religiosa.  


Y de pronto surgió entre nuestro espacio el miedo. Porque los dos percibíamos que aquella vieja muerte que salió a buscarte el día de tu nacimiento, ya estaba bajando del uber, en la puerta de la casa.  Tuve miedo de que en un exceso de Lorca murieras a las cinco de la tarde y yo no resistiera. 


Preferiste esperar la caída de las cucharas en el eco de las siete treinta, dejar que la taza que remontaba el color del asiento del té que bebiste por última vez, se quedara sobre la mesita de noche con su desencanto de lenguas ásperas. 


Y aquí estoy sentada de frente a ti, a tu horizontalidad. La sala del velatorio con pisos de mármol silente con cráteres y ríos de lava invisible. Y pienso en cómo te estarías burlando de ser velado en un espacio tan elegante, en tus palabras: tan burgués. Sobre este mausoleo camino y mis pasos hacen el eco de tu paladar en encabalgamiento. 


Tu nieto te espera dentro de tu hija, espera que le grites “ninio”. Ya no sucederá. 


Lloro únicamente para hacerte enojar, porque sé lo mucho que me reclamarías. Anticipo las miradas punitivas sobre mis manifestaciones emocionales. Se me oscurecen imágenes de vientres, tus caminos de piel, músculo, sudor y grasa con los que abrías cerros a través de tu nariz inflexible. Todo me brota en los ojos cerrados, y los abro para que la escena de tu féretro detenga el bombardeo onírico.  


Tu funeral está lleno de la música que elegiste, tangos y lirismo puro, que a veces se detiene por un comercial impertinente; y no sé llorar así, en medio de tus cantos cadenciosos. Es un acto obsceno. Por qué no simplemente me dejaste llorar. 


Y en medio de mis pensamientos más sublimes sobre tí y sobre tu muerte; aparece una mujer con falla de oído, que al hablar informa a las tres salas continuas, y dice que se siente contenta cuando se da su bañito de asiento. Y se me escapan las carcajadas en tu velorio, por los dos, porque sé que si lo supieras, no perdonarías la asfixia que emerge de la hilaridad pura. Durante muchos años me he sorprendido por los velorios en este digno país, llenos de tanto absurdo. Recuerdo uno en el que era tanta la pena que alguien llegó con charolas repletas de pan dulce y galletas en colección de desfile, y desapareció todo en menos de diez minutos. Así es la muerte, da hambre. En el tuyo, el halo de tu cadáver extendía la expresión de lo prohibido, de lo que se debe mantener oculto.


Te lo tenía que contar como parte de la crónica post mortem.


Cuándo dejarás de doler. 


Tu velorio es un oxímoron perfecto, redondo con la redondez que te cabía en las manos, y con la redondez de las Venus que aún no han sido extraídas de la tierra, con su piel de piedra; sobre las que correrás como niño que patea la osadía en tu vida próxima.

No hay comentarios: