MAITE VILLALOBOS DESPIDE A SAÚL IBARGOYEN
especial desde México
CRÓNICA POST MORTEM
Entré en un autobús
con olor a esencia de abandono, las alfombras eran un periódico mural de los
ácaros que ya no respiraste y que ya no incluiste en un otro libro de poesía, repleto
de esa estética escatológica en la que invertiste tantos años. Al sentarme
alcancé a sentir insectos exonerados en los pliegues del asiento, y respiré un
extenso aire de alas desintegradas. Me senté del lado de la ventana para evitar
el vacío del pasillo, y había una cortina de huellas de la lluvia de los dos
días anteriores.
Cómo es que tu
muerte es un escenario.
Cuando miré el
boleto, brilló en negritas el destino: Mexico City. Disfrutaba de oírte decir
Mexico City, porque parecía ser una ciudad desconocida, deshabitada de
costumbre. No aquella en la que había crecido, la que reconocía envuelta en
rollos de papel de china, de colores, y con tizne en las orillas. No la que se
me derretía durante mayo sobre los conos de helado. En tu boca mi ciudad no
sabía a mi saliva. Mexico City tenía calles innombrables, con un sonido de
adoquines que no reconocía la memoria de mis suelas ni de mi bicicleta. Seguro
tendría esquinas que no nos pertenecieron jamás.
Anoche tu vida de
largo aliento paró. Al morir cerraste la boca, como para amordazar el
olor de la muerte y su discurso caótico. Fue una verdadera paradoja cerrar la
palabra, que usabas siempre en un ejercicio de bautismo y acto ontológico en el
mundo. Eras un profundo defensor de la locura como la única vía del arte,
creías que en este ejercicio de desequilibrio mental se centraba el motor
evolutivo que nos había convertido en Homo Sapiens. La locura, no el arte. Te
supuse tanto en la muerte, que sigo despersonalizada de todos tus heterónimos; incluso
de aquellos con los que me habitué a hablar más que contigo mismo. Sé lo mucho
que te molestaría esta escritura no poética. Estoy segura de que me dirías que
estás decepcionado de que decidiera dejar de ser una puta fiel a la poesía,
para comenzar a escribirte en una prosa sosa con eco y resonancia.
Decidiste combatir
de modo abierto con la morfina, te negabas a la cobardía. Me gritabas antes de
que te sedaran que eras un cobarde. Como si la poesía te hubiera hecho inmune
al dolor, resistente, inmortal como todas tus musas. Casi caballeresco saliste
a punta de rima, en tu delirio, peleaste con todos los idiomas sobre los
labios; tu lengua se adjudicó todas las formas posibles. Tu garganta dejaba
salir alientos de otras vidas hasta que comenzase a hablar en idiomas
desconocidos, recién inventados, diseñados ex profeso para tu muerte.
Junto a ti, a tu costado, observaba que tejías nuevas voces desde el vientre de
demiurgo que con arenas confecciona la palabra.
Gritabas con un
dolor, un sólo dolor; como si se tratara de tu apellido. Y tus gritos hacían
remolinos dentro del té; en las aguas que avanzaban por los lavabos llevándose
las ultimas barbas blanquecinas que te quitaste de encima; en una mañana en la
que decidiste ya no cerrar los versos nunca más con la rabia de la esdrújula.
Me he cansado de
invocar a todos los dioses y a todas las musas, me dijiste.
En ese momento
sentí la ruptura de un Homero que nos había engañado a los dos.
Canto a ti oh diosa
la cólera del pélida poeta
Nadie responde
Pensé en ese Platón
que aseguraba que los poetas eran tipos de cuidado que amaban la copia y la
simulación como si veneraban la verdad; así Homero. También pensé que morías
como Sócrates y por las mismas causas, con idénticas acusaciones. Cuando menos
a mi, hace 24 años sí me pervertiste; cuando menos sí escuché las veces en las
que negabas la existencia de los dioses y ni decir de cuestionar las costumbres
de la ciudad; para un botón, tu exilio.
Luego me dijiste
que “ya fue suficiente de esperar las respuestas que nunca llegan”, no sé por
qué te sorprendía que no respondiera un dios que sabías de antemano que no
existía. Me recordaste a aquel alumno que me pedía que le diera las frases, las
claves, las palabras secretas de cada religión ante los posibles juicios
finales; él sugería aprenderlos todos. Precavido intentaba adelantarse a una
jugarreta religiosa.
Y de pronto surgió
entre nuestro espacio el miedo. Porque los dos percibíamos que aquella vieja
muerte que salió a buscarte el día de tu nacimiento, ya estaba bajando del
uber, en la puerta de la casa. Tuve miedo de que en un exceso de Lorca
murieras a las cinco de la tarde y yo no resistiera.
Preferiste esperar
la caída de las cucharas en el eco de las siete treinta, dejar que la taza que
remontaba el color del asiento del té que bebiste por última vez, se quedara
sobre la mesita de noche con su desencanto de lenguas ásperas.
Y aquí estoy
sentada de frente a ti, a tu horizontalidad. La sala del velatorio con pisos de
mármol silente con cráteres y ríos de lava invisible. Y pienso en cómo te
estarías burlando de ser velado en un espacio tan elegante, en tus palabras:
tan burgués. Sobre este mausoleo camino y mis pasos hacen el eco de tu paladar
en encabalgamiento.
Tu nieto te espera
dentro de tu hija, espera que le grites “ninio”. Ya no sucederá.
Lloro únicamente
para hacerte enojar, porque sé lo mucho que me reclamarías. Anticipo las
miradas punitivas sobre mis manifestaciones emocionales. Se me oscurecen
imágenes de vientres, tus caminos de piel, músculo, sudor y grasa con los que
abrías cerros a través de tu nariz inflexible. Todo me brota en los ojos
cerrados, y los abro para que la escena de tu féretro detenga el bombardeo
onírico.
Tu funeral está
lleno de la música que elegiste, tangos y lirismo puro, que a veces se detiene
por un comercial impertinente; y no sé llorar así, en medio de tus cantos
cadenciosos. Es un acto obsceno. Por qué no simplemente me dejaste
llorar.
Y en medio de mis
pensamientos más sublimes sobre tí y sobre tu muerte; aparece una mujer con
falla de oído, que al hablar informa a las tres salas continuas, y dice que se
siente contenta cuando se da su bañito de asiento. Y se me escapan las
carcajadas en tu velorio, por los dos, porque sé que si lo supieras, no
perdonarías la asfixia que emerge de la hilaridad pura. Durante muchos años me
he sorprendido por los velorios en este digno país, llenos de tanto absurdo.
Recuerdo uno en el que era tanta la pena que alguien llegó con charolas
repletas de pan dulce y galletas en colección de desfile, y desapareció todo en
menos de diez minutos. Así es la muerte, da hambre. En el tuyo, el halo de tu
cadáver extendía la expresión de lo prohibido, de lo que se debe mantener
oculto.
Te lo tenía que
contar como parte de la crónica post mortem.
Cuándo dejarás de
doler.
Tu velorio es un
oxímoron perfecto, redondo con la redondez que te cabía en las manos, y con la
redondez de las Venus que aún no han sido extraídas de la tierra, con su piel
de piedra; sobre las que correrás como niño que patea la osadía en tu vida
próxima.
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