CLARISSA
PINKOLA ESTES
EL
JARDINERO FIEL
DECIMOSEXTA ENTREGA
Durante mucho
tiempo -pues los árboles madereros tardan mucho en crecer-, se fue desarrollando
un bosquecillo y un espeso sotobosque, con mucha paja para la creación de
defensas contra la nieve, con rincones secretos para los juegos infantiles y
pequeños y moteados claros que podían servir como lugares de oración y descanso
para toda suerte de caminantes y viajeros. Aquel bosque se convirtió en el
hogar viviente de las oropéndolas negras y anaranjadas, los cardenales
escarlata y los azulísimos arrendajos azules; a todos ellos los llamábamos «las
joyas del bosque de Dios». Allí acudían también las mariposas, que se posaban
con un levísimo y tenue rumor sobre las delicadas hierbas, haciendo que las
largas hojas apenas se estremecieran bajo su ingrávido peso.
Además, a primera
hora de la mañana, justo durante unos pocos minutos si te levantabas lo
suficientemente temprano, podías ver cómo el rocío orlaba todas las formas del
bosque hasta donde alcanzaba la vista.
Cual minúsculas
sartas de luces, el rocío humedecía todos los espinos, todas las pelusillas,
todos los dentados bordes de todas las largas hierbas, todos los puntos de cada
una de las hojas. Se aferraba a todos los ásperos bordes de la corteza de los
árboles, a todos los tallos, a todos los juguetes infantiles abandonados en el
bosque.
Con las primeras
luces del alba, el campo antaño vacío y convertido ahora en bosque resplandecía
como un palacio donde todas las formas recibían luz y nos la devolvían multiplicada
por mil. Mi tío y yo teníamos la certeza de encontrarnos en el Edén, el grandioso
jardín de Dios.
Cuarenta y cinco
años pasaron por nosotros. Mi tío aún vivió muchos años y yo creo que su larga
vida se puede atribuir a esa fiel e inmutable fuerza que empuja a todos los
seres humanos hacia una nueva vida, cualquiera que sea el fuego que los haya
abatido.
A lo largo de los
años, junto con todos los campos reales que él nos ayudó a sembrar, hubo unos
campos en barbecho que él volvió a sembrar en su interior. Su fuerza vital
adquirió impulso y volvió a penetrar en la tierra. Surgió de las cenizas que
cubrían el campo baldío de su interior.
Yo fui testigo de
la recuperación en su interior de una pequeña parcela del Edén. Sé que fue así. Lo vi con
mis propios ojos.
Cuando estuvo
finalmente preparado para abandonar este mundo, se desplomó como uno de esos
altos y viejos árboles del bosque. Y, como un gran árbol caído, aunque no separado
de sus raíces, su existencia se prolongó a lo largo de muchas otras estaciones
y, durante algún
tiempo, siguió echando valientemente hojas aquí y allá. Y una noche, en medio de
un vendaval de la clase que era de esperar, los últimos retazos de su vieja
leña se partieron y él fue finalmente libre.
Lloré la pérdida
entonces y la sigo llorando ahora, no simplemente por la desaparición de un ser
sino por la de dos: por mi queridísimo y anciano tío, y por el amado y fidelísimo
ser a quien llamábamos Este Hombre.
Todas las
lecciones de mi tío, las lecciones relacionadas con las arboledas del viejo
país, las lecciones del
campo en barbecho de nuestros cuentos forjados por la guerra, el hambre y la esperanza,
permanecen esplendorosamente vivas en espíritu, en mí y, a través de mí, en mis
hijos y en los hijos de mis hijos, y espero que también en los hijos de éstos.
Siento que el
espíritu de Zovár sigue vivo. Los muchos relatos del viejo país -y del nuevo país-
que protagonizó Este Hombre perduran en todos los campos baldíos, en todos y
cada uno de los que
asumen el papel de anfitriones y esperan con paciencia, fielmente, a que llegue
la nueva semilla y haga fructificar en ellos una generosa cosecha, tal como sin
duda será.
Estoy segura de
que en todas las tierras en barbecho, una nueva vida está a la espera de renacer.
Y, lo que es más sorprendente todavía, que la nueva vida llegará tanto si uno
quiere como si no. Por mucho que cada vez se la intente arrancar, cada vez
volverá a echar raíces y a reimplantarse. La nueva semilla volará con el viento
y seguirá llegando y ofreciendo múltiples ocasiones para el cambio del corazón,
el regreso del corazón, el restablecimiento del corazón, y para volver a optar
finalmente por la vida... de todo eso estoy segura.
¿Qué es aquello
que jamás puede morir? Es aquella fuerza fiel que nace en nuestro interior, la
que es más grande que nosotros, la que atrae la nueva semilla hacia los lugares abiertos,
maltrechos y estériles de tal manera que pueda volver a arraigar en nosotros.
Esta fuerza, en su
insistencia, en su lealtad a nosotros, en su amor por nosotros, en su acción
casi siempre misteriosa, es mucho más grande, mucho más majestuosa y mucho más
antigua que cualquier otra fuerza que jamás se haya conocido.
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