11/2/19



CLARISSA PINKOLA ESTES

EL JARDINERO FIEL



DECIMOSEXTA ENTREGA



Durante mucho tiempo -pues los árboles madereros tardan mucho en crecer-, se fue desarrollando un bosquecillo y un espeso sotobosque, con mucha paja para la creación de defensas contra la nieve, con rincones secretos para los juegos infantiles y pequeños y moteados claros que podían servir como lugares de oración y descanso para toda suerte de caminantes y viajeros. Aquel bosque se convirtió en el hogar viviente de las oropéndolas negras y anaranjadas, los cardenales escarlata y los azulísimos arrendajos azules; a todos ellos los llamábamos «las joyas del bosque de Dios». Allí acudían también las mariposas, que se posaban con un levísimo y tenue rumor sobre las delicadas hierbas, haciendo que las largas hojas apenas se estremecieran bajo su ingrávido peso.



Además, a primera hora de la mañana, justo durante unos pocos minutos si te levantabas lo suficientemente temprano, podías ver cómo el rocío orlaba todas las formas del bosque hasta donde alcanzaba la vista.


Cual minúsculas sartas de luces, el rocío humedecía todos los espinos, todas las pelusillas, todos los dentados bordes de todas las largas hierbas, todos los puntos de cada una de las hojas. Se aferraba a todos los ásperos bordes de la corteza de los árboles, a todos los tallos, a todos los juguetes infantiles abandonados en el bosque.


Con las primeras luces del alba, el campo antaño vacío y convertido ahora en bosque resplandecía como un palacio donde todas las formas recibían luz y nos la devolvían multiplicada por mil. Mi tío y yo teníamos la certeza de encontrarnos en el Edén, el grandioso jardín de Dios.


Cuarenta y cinco años pasaron por nosotros. Mi tío aún vivió muchos años y yo creo que su larga vida se puede atribuir a esa fiel e inmutable fuerza que empuja a todos los seres humanos hacia una nueva vida, cualquiera que sea el fuego que los haya abatido.


A lo largo de los años, junto con todos los campos reales que él nos ayudó a sembrar, hubo unos campos en barbecho que él volvió a sembrar en su interior. Su fuerza vital adquirió impulso y volvió a penetrar en la tierra. Surgió de las cenizas que cubrían el campo baldío de su interior.


Yo fui testigo de la recuperación en su interior de una pequeña parcela del Edén. Sé que fue así. Lo vi con mis propios ojos.


Cuando estuvo finalmente preparado para abandonar este mundo, se desplomó como uno de esos altos y viejos árboles del bosque. Y, como un gran árbol caído, aunque no separado de sus raíces, su existencia se prolongó a lo largo de muchas otras estaciones y, durante algún tiempo, siguió echando valientemente hojas aquí y allá. Y una noche, en medio de un vendaval de la clase que era de esperar, los últimos retazos de su vieja leña se partieron y él fue finalmente libre.


Lloré la pérdida entonces y la sigo llorando ahora, no simplemente por la desaparición de un ser sino por la de dos: por mi queridísimo y anciano tío, y por el amado y fidelísimo ser a quien llamábamos Este Hombre.


Todas las lecciones de mi tío, las lecciones relacionadas con las arboledas del viejo país, las lecciones del campo en barbecho de nuestros cuentos forjados por la guerra, el hambre y la esperanza, permanecen esplendorosamente vivas en espíritu, en mí y, a través de mí, en mis hijos y en los hijos de mis hijos, y espero que también en los hijos de éstos.


Siento que el espíritu de Zovár sigue vivo. Los muchos relatos del viejo país -y del nuevo país- que protagonizó Este Hombre perduran en todos los campos baldíos, en todos y cada uno de los que asumen el papel de anfitriones y esperan con paciencia, fielmente, a que llegue la nueva semilla y haga fructificar en ellos una generosa cosecha, tal como sin duda será.


Estoy segura de que en todas las tierras en barbecho, una nueva vida está a la espera de renacer. Y, lo que es más sorprendente todavía, que la nueva vida llegará tanto si uno quiere como si no. Por mucho que cada vez se la intente arrancar, cada vez volverá a echar raíces y a reimplantarse. La nueva semilla volará con el viento y seguirá llegando y ofreciendo múltiples ocasiones para el cambio del corazón, el regreso del corazón, el restablecimiento del corazón, y para volver a optar finalmente por la vida... de todo eso estoy segura.


¿Qué es aquello que jamás puede morir? Es aquella fuerza fiel que nace en nuestro interior, la que es más grande que nosotros, la que atrae la nueva semilla hacia los lugares abiertos, maltrechos y estériles de tal manera que pueda volver a arraigar en nosotros.


Esta fuerza, en su insistencia, en su lealtad a nosotros, en su amor por nosotros, en su acción casi siempre misteriosa, es mucho más grande, mucho más majestuosa y mucho más antigua que cualquier otra fuerza que jamás se haya conocido.

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