21/5/19


DANIEL BENTANCOURT

EL VIENTO DE LA DESGRACIA


(SIDA + VIDA)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018


Edición y prólogo: Hugo Giovanetti Viola


VIGESIMOSEXTA ENTREGA



PARTE 1



10 (2)



El dueño de la cantina, Héctor, era nuevo en la ciudad. Se lo presenté y nos sentamos en una mesa contra la pared. Abrí el menú, aunque me lo sabía de memoria.


-¿Son los mismos platos de antes?


-Los mismos, caballero -dijo Héctor, el paño cubriéndole el brazo como si fuera un mozo de verdad.


-Cambió la firma -dije- pero las recetas son iguales. Por ejemplo, este bife a la parmesana con puré es el mismo que comimos siempre.


-No como carne, ya te dije. Mejor pido el plato preferido de los viejos tiempos-


-Lasagna a la Romanesca -y sonreímos.


-Pan italiano, manteca y aceitunas -dijimos juntos, riéndonos.


Cuando nos quedamos solos Ángel me preguntó qué había pasado con el dueño anterior de la cantina.


-¿Benítez? No se sabe muy bien -dije. -Se le murió la mujer y se fue a otra ciudad. Me contaron que estuvo por pegarse un tiro, porque todo lo que había en este pueblo le hacía acordar a la mujer y no podía soportarlo. Hasta que un día vendió todo y desapareció.


-Se sintió abandonado. Él aquí y la mujer dos metros bajo tierra.


-Bueno, ¿qué es lo que se pretende? ¿Qué la mujer se muera y él se muera con ella?


-Sí, creo que tenés razón. ¿Qué es lo que se pretende? -se sacó los lentes de sol y los dejó al lado del plato. -Sobre lo que comentaste en la plaza: es verdad, estuve enfermo. Una gripe terrible, cuando llegó el frío a fines de abril. No se lo dije a nadie para no preocuparlos. Quería aprovechar estas vacaciones, justamente, para recuperarme del todo.


-Entonces era eso. ¿Y ya está totalmente curada?


-Totalmente.


No paramos de conversar hasta que terminamos dos tandas de pan italiano y cuatro porciones de manteca. Recordamos episodios antiguos, nos reímos, nos preguntamos dónde estarían los viejos personajes de los que no sabíamos nada hacía mucho tiempo.


-Y el viejo Agustín -me preguntó.


-Hace mucho que no lo veo. Debe seguir vendiendo piezas de autos viejos, qué sé yo.


Y podía estar un poco más flaco o más pálido, como se quisiera, pero en aquel momento fue el Ángel de siempre y uno podía creer que el tiempo no había pasado. Aunque aquella misma semana conoceríamos otro Ángel que nos demostraría con pruebas suficientes y convicción absoluta por qué había regresado. O para qué.


Cuando llegó el plato principal ya estábamos con la barriga llena y no alcanzamos ni a terminarlo. Él comió la misma cantidad que yo, sin apuro, masticando bien y tomando de vez en cuando un trago del vino tinto que estábamos compartiendo pero que prácticamente me liquidé yo solo. Al final nos miramos satisfechos y saciados, y yo ya estaba riéndome de bobadas y pensando en lo bueno que sería poder irme a dormir una buena siesta.


-¿Qué vas a hacer ahora?


-Tengo que volver al escritorio y quedarme como hasta las seis o las seis y media, cuando Barrios vuelve de distribuir la mercadería. ¿Vos qué vas a hacer?


-No sé -abrió los brazos bostezando. -A lo mejor me doy una vuelta por el parque.


La luminosidad de la plaza oscilaba a través del polvo de la cantina. Tomamos nuestro ya célebre café con crema, cada cual se sirvió dos o tres cucharadas y después cumplimos con el ritual de pelearnos en broma por el resto de la crema. En determinado momento Ángel me preguntó la hora y me dijo que precisaba ir al baño. Yo entrecerré los ojos y apoyé la cabeza en la pared. Terminé de despabilarme pensando que estaba durmiéndome sentado igual que don Alfredo, don Antonio y los demás viejos. Ángel volvió del baño y no aceptó que yo pagara todo: yo subí la cabeza y contemplé la entrecruzada geometría de la vegetación encima nuestro, los nudos negros y apretados que se deslizaban de poste en poste hacia los altoparlantes que nos observaban con sus reflejos metálicos.


-Y aquí estamos otra vez -comenté. -Es como si el tiempo no hubiera pasado.


-Pasó, Diogo. Pasó. Aunque no nos guste reconocerlo.


-Pero por lo menos somos los mismos. ¿O no?


-No sé. Cada uno tiene que dar su respuesta. Y las respuestas no van a ser iguales, con toda seguridad.


Lo miré y por primera vez le descubrí una enorme vena saltada al lado de la frente. Y en las manos se le destacaban, blancas y bien gordas, las que se abrían en abanico sobre los dedos que sujetaban los lentes. Entonces me acordé de lo que me habían dicho don Víctor y Miriam y sentí que podía ser verdad, que algo terrible estaba pasando con Ángel y que tal vez ni él mismo lo supiera todavía.

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