JUAN PABLO PEDEMONTE
para elMontevideano
PERROS
DE MI TRISTEZA
I
OBLACIÓN
DE BLANCO
A Pantuflo, Gingy,
plétora de cielo en el corazón de un animal.
El blanco puro amor. Por siempre.
A Chechi, blanca guardiana.
Desde mi piedra en blanco, déjame, solo.
César Vallejo
Hoy se me ha muerto otro perro.
Esta vez de un infarto masivo
Silvio Rodríguez
Blanco de puro blanco y pura pena.
Jorge Meretta
I
De blanco es la
noche;
de sudor blanco de
luna,
y es de blanco la
lágrima que repta en los cristales de mi voz.
Es hora enterrar las
rodillas en nuestro cuerpo
y saber sufrir cuán
de negro es.
Ya, en mi jardín,
alguien había sepultado su perro.
Su ladrido blanco
había atravesado el pan, el otoño,
los cuchillos de
noviembre. La vida ya
había guardado las
balas blancas en el placer.
Hoy es jueves, como
podría ser martes de humo.
Jueves para lavar la
culpa de la tinta
que masacra el blanco
de una hoja. Jueves
para seguir juntando
piedra negra sobre una piedra blanca.
Pero es martes y una
sombra teje su esqueleto sobre la ciudad.
¿Cómo puede ser negro
un esqueleto
en el blanco de una
sombra? ¿Cómo puede tejer
con su mano de viento
sobre las venas de los tejados?
Aquella tarde tembló
bajo la campana
del último latido del
perro; ladrido blanco.
Después,
vi la hermosa
calavera, el rebaño de moscas,
las lenguas afiladas
celebrando el cadáver.
Fueron cobardes
los gallos que
durmieron ante aquel sudor de luna.
La ciudad fue vena
abierta, piedra negra,
blanca elefanta
cicatriz
creciendo sobre el
humo del martes.
Pero la memoria no
muere; pende ahorcada
como un fruto mustio
en el árbol de la noche.
El ladrido tan de
blanco, el zumbar
sombrío de insectos,
el cuchillo ennegreciendo noviembre:
el recuerdo no duerme
como los gallos.
II
Ahora veo al perro
acorralado en mi esqueleto
como un hueso más de
este racimo que llevo.
Es miedo que ladra en
mi latido;
sombra ajena que
navega en mis cánulas
y perfora cada una de
las palabras.
No hay verbo que
conjugue el recorrido de una lágrima
que acaba abarrotada
en el esqueleto. No hay símbolo
que puedan morder los
perros del mundo
para salvar el último
ladrido de un inocente.
Sólo ladran en sus
nidos
las estrellas.
III
Cuando un ser muere
sin hacerse de su muerte;
cuando ni siquiera
puede morder el pábulo dorado del último ocaso,
ni poner guirnaldas
finales a su sombra,
entonces, la vida se
vuelve báscula de un segundo fatal de pena.
El perro no fue
siquiera dueño de su muerte.
La halló desbocándose
sobre sí y no hubo tiempo de lamento
ni el lamento del
tiempo necesario
para urdirse un
laurel
del aire para
siempre.
Lo mataron
atroz, humanamente.
IV
En su agonía hubo
ruido rajado de piedras,
un remolino de
almendras en su vientre.
En los ojos,
aspergió el dorado de
todo atardecer distante;
bebieron los bisontes
el último charco de su luz.
Después, la noche.
Un círculo silencioso
de gallos
empezó a pastar el
olvido.
Una pobrería de
huesos
fue asemejándose cada
vez más al barro.
V
¿Cuántas moscas pesa
un ladrido
a estas horas de los
huesos?
¿Cuántas lenguas
afilan el vuelo
en la noche de las
moscas?
¿Dónde se pudre
noviembre?
¿En qué corazón caben
las migas rojas de su llanto?
El tiempo aletea como
otro insecto inservible.
La respuesta es
pudrirse
sobre las preguntas.
VI
Los huesos enterrados
descuellan
como estrellas en un
cielo invertido.
Empuntan en
constelaciones que trazan
el derrotero de las
aves más oscuras.
En este pálido
noviembre de cuchillos yertos
tiene sentido perder
mientras los gallos
copulan a la sombra de los huesos.
Pueden soterrarse los
astros en la tierra entonces;
guardar su luz
en la anciana
santidad de las raíces.
VII
Acabar bajotierra
lejos de hirsutos
latidos.
De negro fue hacerme
del grito,
nacer a la mañana y
saber del muelle,
del perro, de los
gallos;
saber que diciembre
tiene su coágulo sobre mí,
que enero viene con
insectos fracturados.
Volver al ladrido
es regresar a la
cárcel;
desayunar el peso de
un cuerpo calcinado.
O caminar de espaldas
por un atolladero de
serpientes y sombras;
caer de bruces en el
patíbulo de la consciencia;
llevar la condición
de humano como una rosa crística.
VIII
Soy culpable
aunque no cargue el
cuchillo que negró noviembre
ni haya tinta blanca
mordiéndome la tierra de los pies.
¿No es también un
asesino el que lleva el ladrillo, la frente suntuosa,
el vocabulario en
manos de los otros?
¿Y el que esconde su
locura animal debajo del zapato,
no es culpable del
gesto ajeno? ¿Es de blanca su posición?
¿Puede un humano
negar el relámpago negro que le toca?
¿Puede huir más allá
de su especie?
Nunca hay blanco
suficiente
para salvarse.
IX
La culpa
de incisivos golpes
de cruz
de luz blanca,
redimitoria;
de escarmiento
animal, consagratoria,
es en el blanquísimo
puntal del resplandor,
un alma encanecida.
Es, sobre el sudor de
luna,
frente al pálido
noviembre de cuchillos
-en yerto negro-
el blanco de una
herida en flor.
X
Es de lágrima
este infierno de
finas raíces
donde el hombre
planta su úlcera y sus pies.
Es de espinas
esas manos diablas
que clavan
el cuchillo en el pan
y las espaldas.
Es de miedo
la biología
intercostal del hombre.
XI
Solo queda
tirar el negro de
piedras
al aire, al río, al
pozo de nuestra miseria.
Andar por el muelle
descalzo,
sentir el abismo en
las rodillas,
el clavo de Cristo en
la garganta
y gritar.
O rezar como un perro
desnudo de blanco en
la noche,
cargar el ladrido de todas
las moscas,
dejar las piedras a
voluntad de las olas
y hundirse.
XII
Quedarán gallos de
traje sombra
y guantes huesudos
arañando el ocaso.
Lóbregos gallos
abriendo las venas de diciembre,
burlando el barro
donde yace el aire almendrado
de los muertos.
Planetarios, en sus
oficinas,
asfixiarán el nudo de
sus corbatas,
esconderán la noche
en los cajones
para bajar a relamer
el polvo de sus zapatos.
Sus zapatos: bestias
furibundas del negro.
XIII
A la sombra de este
vocabulario
quedan rémoras de un
lóbrego poniente
sobre el corazón del
día;
queda el rubro amargo
urdido
en la pradera como un
vejamen.
A la sombra, porque
el sol
labró su blanco
lagrimal
sobre el fuste negro
de los cuchillos.
Igual que un perro.
XIV
Es de blanco
promisorio mi rezo.
Ya me ves, enrejado
en el negro de unos versos
con olor a cadáver de
perro.
Y tengo hambre blanca
hacia dos, un espíritu más adentro,
un universo hacia
abajo, más arriba.
Es de blanco el azul
de mi costilla
de este martes de mi
muerte.
XV
Trafique el perfume
de las fábulas
de caravanas blancas;
de lirios y flamencos blancos
para evadirme lívido de todo negro.
Allí, en los umbrales de lo leve y de lo altivo
donde moran las uvas leves;
las liebres rubias y las lubinas
que luciérnagan los ríos
Lejos de las lunas lancinas del día
XVI
Doblan campanas en el
blanco transitivo
hacia la última misa
de los huesos.
De blanco donde curva
la sangre
hacia los arpegios
del dorar.
Puro blanco en boda
hacia el eterno.
XVII
Eterno
no es el halo en vela
del vuelo de las moscas,
ni el zumbido de los
cuchillos,
ni diciembre y su
calavera en vórtice del ocaso.
No son eternos los
gallos -ni su cresta caruncular-
en el recuerdo, ascua
del asco, acaso.
El rezo es inoperante
en la lengua del perro,
en sus achuras de
insectos, en las úlceras
de los pies del
hombre. La culpa también;
es apenas la cicatriz
del espanto
donde el sol labró su
lágrima.
El perro es
vocabulario; juntura de huesos ahuecados.
Sólo el blanco de su
espina, espergesia de células,
curva los arpegios
del durar.
Blanco erigiéndose en
los últimos latidos del crepúsculo.
Resplandor del
puntal. Resumen de la rosa primera.
Campana arcana de
blanco.
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