ANDRÉ STERN: “LOS NIÑOS APRENDEN PORQUE SE
ENTUSIASMAN, Y NO DIFERENCIAN ENTRE JUGAR Y APRENDER”
por Diana Oliver
(EL PAÍS / 10-9-2021)
Músico, conferenciante, escritor,
periodista y padre de dos hijos, Antonin y Benjamín, André Stern (1971) cree
que el entusiasmo nos hace capaces de cualquier cosa, “que nos libera de
nuestros límites”. Y que es en la infancia la etapa en la que las expectativas
adultas y la jerarquía aceptada de las disciplinas y profesiones, según Stern,
termina ahogando ese entusiasmo innato que todos tenemos y que es el que nos
lleva a ser quienes queremos ser. A hacer lo que queremos hacer. Así lo cuenta
en Entusiasmo (Litera), un
libro que en realidad es un viaje a una infancia que difícilmente encaja en un
mundo hecho a medida de los adultos. Hijo del investigador y pedagogo Arno
Stern, André no fue a la escuela. Dice que aquello y el acompañamiento de su
familia le permitió experimentar y desarrollar sus capacidades a través del
autoaprendizaje.
¿Cómo definiría lo que es el
entusiasmo?
Yo definiría el entusiasmo como una
fuerza que nos da alas, que nos da energía para mover montañas, que nos libera
de nuestros límites impuestos. Esa fuerza la tienen todos los niños, está ahí
desde el principio, y eso les permite descubrir el mundo. No debería
limitarse a la infancia, sino que debería acompañarnos toda la vida.
¿Cuáles son los “efectos secundarios”
del entusiasmo? ¿Qué ocurre cuando dejamos que se manifieste?
Cuando algo nos entusiasma
recopilamos información y nos hacemos cada vez más expertos y más competentes
en eso que nos apasiona. El primer efecto secundario del entusiasmo es la
competencia: si somos competentes habrá gente que nos necesitará
independientemente de nuestra calificación.
Confundimos el entusiasmo con la
felicidad…
Sentimos entusiasmo cuando sentimos
felicidad y sentimos felicidad cuando sentimos entusiasmo. Sin embargo, es
cierto que el entusiasmo nos puede llevar a atravesar momentos que no son de
felicidad. Nuestros niños nos lo demuestran cuando hacen esfuerzos increíbles,
como escalar una pared, coger un balón muy pesado o desplazar cosas con
energía: no serían capaces de hacerlo, pero tienen esa capacidad de esfuerzo
porque tienen ese entusiasmo y ahí está justamente la diferencia entre la
felicidad y el entusiasmo.
Plantea que el entusiasmo es la clave
del aprendizaje, pero también advierte de que no existe un “método”, que se
trata más de una actitud y no de una metodología.
Para los niños entusiasmarse es su
forma de estar en el mundo. Tienen la necesidad de buscar ese genio que hay en
su interior y que a su vez será el genio que les llevará a ser útiles en este
mundo. Para ellos no hay jerarquías entre profesiones o disciplinas. Ellos se
pueden entusiasmar tanto con el oficio de un astronauta como con el oficio de
un barrendero. Somos los adultos los que establecemos permanentemente
jerarquías, los que les decimos que es más importante una materia u otra. ¿Y si
pensáramos que aprender a leer no es más importante que aprender a bailar?
¿Qué necesitan niños y niñas para
despertar lo que les entusiasma?
Me cuesta decir “lo que necesitan los
niños” porque no creo que haya diferencias entre lo que necesita un adulto o lo
que necesita un niño. Por ejemplo, si existen palabras malsonantes para un
niño, entonces también serán malsonantes para que las pronuncie un adulto.
Decir que los niños tienen necesidad de alguna cosa es una arrogancia porque
entonces estamos discriminándolos, colocándolos en otro lugar, y este es un mal
invisible en nuestra sociedad: el edadismo. Considero que los niños no existen:
hay un niño en un momento dado y una persona detrás de él cuyas necesidades van
cambiando. En el momento que hemos hecho una categoría de niños, esta pasa a
ser dominada por la categoría de adultos, que se atribuyen la capacidad de
saber lo que el niño necesita. Es la misma historia que la del patriarca: la categoría
hombre que decide lo que le hace falta a la mujer. Es la misma discriminación.
Me parece muy interesante la cuestión
del edadismo. ¿Cómo influye esto en el entusiasmo?
El edadismo está por todas partes,
pero no lo vemos. A los niños no les tomamos en serio, y no tomamos en serio
algo que hacen –y que es muy importante– que es jugar. Aprenden porque se
entusiasman, y no diferencian entre jugar y aprender. Somos nosotros, los
adultos, quienes no solo hemos separado el juego y el aprendizaje, sino que,
además, hemos posicionado ambas acciones como opuestas. Pensamos que ya se les
pasará cuando sean mayores, que el juego y el entusiasmo son defectos de la
infancia.
Explica en el libro que en nuestras
sociedades aprender se convierte en algo doloroso porque el juego tiene poca o
nula presencia. Les pedimos a los niños que dejen de jugar para “aprender”,
pese a que, como dice, son inseparables.
Cuando le pedimos a los niños que
dejen de jugar para aprender pierden el entusiasmo. Los adultos hemos
considerado que aprender es un esfuerzo, que aprender es algo serio, y tenemos
que separarlo del juego porque es una actitud de placer.
Nuestro cerebro no está hecho para
aprender de memoria. Hemos confundido aprender y aprender de memoria. Aprender
de memoria no funciona porque nuestro cerebro no está hecho para eso, el
cerebro resuelve problemas cuando buscamos resolver un problema. Cuando la
información nos llega, si es útil, entonces la memorizamos y es cuando el
centro emocional se activa y podemos guardar esa información. Todas las
personas de este mundo olvidan el 80% de las cosas, retienen el 20%, que son
las cosas que nos han llegado a través de las emociones. Y vuelvo al juego: el
juego es una actividad que enciende nuestro sistema emocional, por eso nuestros
niños están tan interesados en jugar porque los juegos les permite retener
información para siempre.
¿Por qué no confiamos en las
capacidades de los niños y niñas?
Porque hacer valer las capacidades de
los niños es poner en duda toda la pedagogía que hay alrededor de la infancia.
Confiar en un niño, en sus capacidades, le permite desenvolverse con mayor
soltura y desarrollar sus competencias. Nos centramos en que saque buenas notas
en el colegio para tener un buen oficio y que así pueda ganar mucho dinero,
pero ahogamos su entusiasmo.
Cómo combinamos esto en la vida real.
Si al niño le damos confianza, y le dejamos vivir su entusiasmo, el niño
no tiene problema con las indicaciones que le van a dar las personas
más experimentadas. Los niños hoy asumen una cantidad de noes enorme porque
viven en un océano de negaciones en el que muy pocas cosas les están
permitidas. Por ejemplo, mi hijo confía en mí porque sabe que yo nunca le
dejaría embarcarse en una aventura peligrosa, pero sí le muestro confianza para
que haga lo que sus capacidades le permiten. A Antonin le gusta mucho conducir
pequeños coches, muy pesar mío, ya que creo que es un deporte que conlleva
mucho riesgo. Tomar conciencia de ese peligro y respetar todas las normas de
seguridad es parte de su entusiasmo y del desarrollo de sus capacidades.
Dice en el libro que seguir nuestro
entusiasmo no es un lujo reservado a un puñado de privilegiados que pueden permitírselo.
“No hay nada que se resista a nuestro entusiasmo. Ninguna circunstancia, ni
material ni moral, puede oponerse mucho tiempo a nuestra prodigiosa inventiva,
cuando decidimos hacer posible aquello que nos entusiasma”.
Creo que pensar que el entusiasmo es
un lujo inalcanzable es una excusa que utilizamos para no ir a la búsqueda de
lo que nos entusiasma. Vivir pensando que no vas a poder hacer lo que te gusta
es vivir en la desilusión. Me gusta pensar que a lo largo de la Historia hubo
personas que tuvieron entusiasmo por algo y aunque les decían que estaban
locos, hoy son los que están ahí como grandes personajes. Les decían que eran
caminos muy difíciles, imposibles, y hoy nosotros quisiéramos llegar donde han
llegado ellas.
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