EL CONFLICTO
DE LA CULTURA MODERNA
por Georg
Simmel
(LA NOTA
ANTROPOLÓGICA / 17-12-2021)
En este
artículo clásico publicado en 1918, Simmel insistió en que el nivel cultural de
la sociedad mantiene sus contradicciones inherentes: es estructural y fluido.
Su estructura cultural está en constante movimiento, siempre haciendo historia.
George
Simmel, nacido en Berlín en 1858, fue un filósofo y sociólogo alemán. En 1909,
cofundó la Sociedad Alemana de Sociología con Ferdinand Tonis, Max Weber y
Rudolf Goldscheid.
Simmel buscaba
comprender, analizar y estudiar las formas de socialización, cuya
categoría-unidad de análisis es la acción recíproca, concepto sociológico
fundamental.
Vale la
pena señalar la influencia de su obra sobre la ciencia, la filosofía y la
cultura alemanas en el siglo XX. Diferentes personajes como Weber, Heidegger,
Jaspers, Lukács, Bloch, Emile Cioran, etc. están influenciados por sus
trabajos.
En este
texto Simmel considera que la percepción individual de la cultura es descrita
usando ejemplos del mundo del arte, de la filosofía, de la moralidad y de la
religión. Es observado que el conflicto entre estructura y contenido no es un
problema que se necesite solucionar; un conflicto será reemplazado por otro.
Traducción
de Celso Sánchez Capdequ
Mientras
que la vida ha progresado desde el nivel meramente animal hasta el del espíritu
y este, por su parte, hasta el nivel de la cultura, en ella aparece una
contradicción interna, cuyo desarrollo, despliegue y nuevo surgimiento
constituye la totalidad de la cultura. Podemos hablar claramente de cultura
cuando el movimiento creador de la vida engendra ciertas estructuras en las que
encuentran expresión, en concreto, las formas de su consumación y
manifestación. Estas formas comprenden, en sí, el fluir de la vida dotándola de
contenido y forma, libertad y orden: así, por ejemplo, las obras de arte, las
religiones, los conocimientos científicos, las leyes de la técnica y de la
sociedad y muchos otros casos. Sin embargo, estos productos de los procesos de
la vida disponen, en el instante de su surgimiento, de una existencia propia
que poco tiene que ver con el ritmo agitado de la vida, su ascenso y descenso,
su continuada renovación, sus permanentes divisiones y reunificaciones. Son
armazones donde se solidifica el potencial creativo de la vida; sin embargo, esta
pronto los trasciende. Almacenan la vida imitativa para la que, en el análisis
final, no hay espacio que sobre. Muestran una lógica y regularidad propias, un
sentido y una fuerza de resistencia específicos, una cierta rigidez e
independencia muy alejadas de la dinámica espiritual que los creó. En el
momento de esta creación corresponden a la vida pero, a medida que tiene lugar
su desarrollo continuado, se mantienen en una exterioridad consolidada, algo
que los hace independientes.
Aquí se
encuentra el fundamento último de que la cultura tenga una historia. Cuando la
vida devenida espiritual engendra incesantemente formas que encierran una
pretensión de autoclausura, duración y atemporalidad, estas formas son
inseparables de la vida, como la condición necesaria sin las que no puede
manifestarse, sin las que no puede ser vida espiritual. La vida es un devenir
incesante, su ritmo agitado se presentifica en toda nueva estructura en la que
se produce una nueva forma de ser, se opone a la duración firme o a la validez
atemporal. Cada forma cultural, una vez creada, es minada por las fuerzas de la
vida. Tan pronto como una forma ha accedido a un desarrollo insuperable,
comienza a revelarse la siguiente forma; esta, tras una lucha que puede ser más
o menos prolongada, triunfará inevitablemente sobre su predecesora.
La
historia, como ciencia empírica, vierte su interés hacia el cambio de las
formas culturales. Aspira a localizar los portadores concretos y las causas del
cambio en cada caso. Pero lo que acaece, en el fondo, es que la vida sólo puede
manifestarse a sí misma bajo formas particulares; dispuesta sobre su propia
agitación, fluencia y desarrollo, la vida permanentemente se enfrenta a sus
propios productos, los cuales han cristalizado y no pueden moverse con ella;
pero como su propia existencia externa no puede ser otra, de esta suerte este
proceso se hace visible y apalabrable en cuanto desplazamiento de la vieja
forma en favor de una nueva. El cambio permanente de los contenidos culturales,
en definitiva, de cada estilo cultural como un todo, es la constatación o,
antes bien, el éxito de la fecundidad inextinguible de la vida, pero también de
la profunda contradicción entre el flujo eterno de la vida y la validez y
autenticidad de las formas objetivas en las que inhabita la vida. Esta se mueve
perpetuamente entre muerte y resurgimiento -entre resurgimiento y muerte.
Este
carácter del proceso histórico de la cultura ha sido constatado primeramente en
el cambio económico. Las fuerzas económicas de cada época despliegan formas de
producción que se ajustan a su naturaleza. La economía de esclavos, las
constituciones gremialistas, los modos agrarios del trabajo de la tierra -todos
ellos, ya formados, expresaban adecuadamente los deseos y las capacidades de su
época-. Pero dentro de sus normas y límites surgieron las fuerzas económicas
cuya extensión y desarrollo bloquearon el funcionamiento de estos sistemas. Con
el paso del tiempo, a través de revoluciones explosivas graduales, reventaron
los vínculos opresivos de sus respectivas formas y los reemplazaron por modos
de producción más apropiados. Un nuevo modo de producción, sin embargo, no
necesita tener una energía arrolladora por sí mismo. La vida misma en su
dimensión económica -con su empuje y su afán por avanzar, su metamorfosis y
diferenciación- suministra las dinámicas para el movimiento completo. La vida,
como tal, carece de forma, si bien sólo se fenomeniza en calidad de algo
conformado. Tan pronto como cada forma aparece, sin embargo, pretende una
validez que trasciende el momento y se emancipa del latido de la vida. Por este
motivo la vida está siempre en latente oposición con la forma. Esta oposición
pronto se expresa en esta o en aquella otra esfera de nuestro ser y hacer:
finalmente esta oposición forma parte de una necesidad total de la cultura en
que la vida, sintiendo «la forma como tal» como algo que se ha visto forzada a
realizar, socava no sólo esta o esa forma, sino la forma como tal, y la absorbe
en su inmediatez, para ponerse ella misma en su lugar, y así dejar correr su
propia fuerza y abundancia, tal como mana de su fuente, hasta que todos los
conocimientos, valores y formas adquieran validez en cuanto manifestaciones
directas de la vida.
Vivimos
ahora esta nueva fase de la vieja lucha, que no es la lucha de la actual forma
exuberante de vida frente a la vieja carente de vida, sino la lucha de la vida
contra la forma, contra el principio de la forma. Moralistas, reaccionarios e
individuos con un estilo de vida riguroso tienen razón cuando lamentan la
progresiva «carencia de forma» de la vida moderna. No aciertan a comprender,
sin embargo, que con ello no sólo tiene lugar algo negativo, la extinción de
las formas transmitidas, sino también una reconducción positiva de la vida que
socava aquellas formas. Esta lucha, en extensión e intensidad, no permite la
concentración de una nueva creación de formas, hace de la necesidad un
principio e insiste en luchar contra la forma simplemente porque es forma.
Probablemente esto sólo es posible en una época en la que las formas culturales
se perciben como un alma exhausta, que ha dado de sí todo cuanto ha podido,
mientras aun se encuentra completamente cubierta de los productos de su
fecundidad anterior.
Acontecimientos
similares tuvieron lugar en el siglo XVIII. Entonces ocurrieron a lo largo de
un prolongado período que se extendió desde la Ilustración inglesa del siglo
XVII hasta la revolución francesa. Sin embargo, un ideal completamente nuevo impulsó
esta Revolución: la liberación del individuo, la aplicación de la razón a la
vida, el desarrollo firme de la humanidad hacia la dicha y la perfección.
Nuevas formas culturales se desarrollaron fácilmente en este medio -casi como
si hubieran estado predeterminadas de un modo u otro- suministrando seguridad
interior a la humanidad. El conflicto de las nuevas formas contra las caducas
no generó la tensión cultural que conocemos hoy cuando la vida, por el
contrario, se subleva en todos los ámbitos posibles, sobrepasando cualquier
forma fija.
Los
conceptos de vida, que desde décadas atrás devinieron dominantes en la
interpretación filosófica del mundo, prepararon el camino para nuestra
situación. De cara a situar este fenómeno dentro del amplio espacio de la
historia de las ideas, debo realizar ciertos comentarios. En cada gran época
cultural, se puede percibir un concepto central del que se originan los
movimientos espirituales y por el que estos parecen estar orientados. Cada
concepto central es modificado, oscurecido y cuestionado de innumerables modos,
pero en cualquier caso se mantiene como el «ser oculto» de la época.
En cada
época particular este se encuentra allí donde el ser supremo, lo absoluto
metafísico de la realidad coincide con el valor supremo, con la exigencia
absoluta de nosotros y del mundo. Aquí comparecen unas contradicciones lógicas:
lo que es incondicionalmente la realidad no requiere ser realizado, no puede
decirse del ser incuestionado que debe llegar a ser. Pero las cosmovisiones no
se preocupan de esta dificultad conceptual en sus últimas y más elevadas
expresiones. Precisamente donde estas últimas se presentan, donde se unen las
series opuestas de la existencia y de la obligación ética, uno puede asegurarse
la localización de una idea realmente central de la cosmovisión respectiva.
A
continuación quiero indicar brevemente ciertos conceptos centrales de otras
tantas formas sociales habidas en el discurrir histórico. En el clasicismo
griego destacaba la idea del ser, de lo unitario, sustancial, divino. Esta
divinidad no fue presentada panteísticamente sin forma, pero fue moldeada
dentro de las formas plásticas colmadas de significado. El Medievo cristiano
ubicó en su lugar el concepto de Dios en cuanto fuente y fin de la realidad,
dueño incondicionado de nuestra existencia que demanda de nosotros libre
obediencia y devoción. Desde el Renacimiento, este lugar fue gradualmente
ocupado por el concepto de naturaleza. Aparece como el ser y la verdad, como un
ideal, como algo que tiene solamente que representarse y lograrse. Al principio
esto ocurría entre artistas para los que, de antemano, la unidad del núcleo
último de la realidad y de los valores supremos es la condición vital
indispensable. El siglo XVII centró su cosmovisión en el concepto de ley
natural como la instancia única que define lo esencialmente válido. El siglo de
Rousseau construyó la naturaleza como ideal, como valor absoluto, como
aspiración y exigencia. Hacia finales de esta época, el yo, la personalidad
espiritual, emergió como concepto central. Algunos pensadores representaban la
totalidad del ser como creación de un ego; otros veían la identidad personal
como cometido, el cometido esencial para el hombre. De hecho, el ego, la
individualidad humana, aparecía como una demanda moral absoluta o como
propósito metafísico del mundo. A pesar de la diversidad polícroma de sus
movimientos espirituales, el siglo XIX no desarrolló un ideal central
comprehensivo. En el límite de lo humano se pudo pensar aquí el concepto de
sociedad que, para muchos pensadores del siglo XIX, constituía la propia realidad
de la vida. De hecho, el individuo era visto frecuentemente como lugar donde se
cruzaban las corrientes sociales, o como una ficción o un átomo. Por otra
parte, se exigía la emergencia del sí-mismo en la sociedad, el cometido
absoluto de sí-mismo como norma absoluta que incluye moralidad y otros
aspectos. Sólo a finales de siglo apareció una nueva idea: el concepto de vida
accedió a un lugar destacado en el cual las percepciones de la realidad estaban
unidas con valores metafísicos, morales y estéticos.
La
expansión y desarrollo del concepto de vida queda confirmado por el hecho de
que se promocionó, al unísono, por dos filósofos antagonistas, Schopenhauer y
Nietzsche. Schopenhauer es el primer filósofo moderno que no se pregunta por
algún contenido de la vida, por ideas o modos de existencia del ser. De hecho,
se pregunta exclusivamente: ¿Qué es la vida? ¿Cuál es su significado puramente
como vida? No debe despistar el hecho de que no utilice la expresión «vida», ya
que sólo habla de voluntad de vivir o voluntad en general. Más allá de todo su
alcance especulativo sobre la vida, la voluntad representa su respuesta
respecto a la cuestión sobre el significado de la vida. Esto supone que la vida
no puede alcanzar ningún sentido ni fin fuera de ella misma ya que siempre
abraza la voluntad, aunque bajo el disfraz de múltiples y variadas formas.
Puesto que sólo puede mantenerse dentro de sí misma por su realidad metafísica,
puede encontrar únicamente sólo ilusión y desengaño en cada fin aparente. Por
otra parte, Nietzsche, que parte de la «vida» como la singular determinación de
sí misma, como la sola sustancia de todos sus contenidos, encuentra en la vida
misma el propósito de la vida que es negado desde fuera. Esta vida, por su
naturaleza, es incremento, derroche y despliegue de completitud y poder, fuerza
y belleza que flota sobre sí misma. Adquiere un valor superior, no a través del
seguimiento de fines precisos, sino por el desarrollo de sí misma, deviniendo
así más vida y logrando un valor que apunta a lo infinito. Aunque la
desesperación de Schopenhauer sobre la vida es radicalmente opuesta al júbilo
de Nietzsche, debido a contrastes profundos y esenciales de naturaleza distinta
a toda decisión o mediación intelectual, estos dos pensadores comparten una visión
básica que les hace diferentes del conjunto de los filósofos anteriores. Esta
cuestión básica es: ¿Cuál es el significado de la vida, cuál es su valor en
cuanto vida? Ellos sólo pueden preguntarse por el conocimiento y la moral, por
el yo y por la razón, por el arte y por Dios, por la suerte y por el
sufrimiento, después de haber solucionado aquel primer enigma y su solución
decide sobre todas esas preguntas. Es sólo el hecho originario de la vida el
que suministra significado y medida, valor positivo o negativo. El concepto de
vida es el punto de intersección de sendas líneas opuestas de pensamiento que
establecen el marco para las decisiones fundamentales de la vida moderna.
Pretendo
ahora ilustrar, a través de numerosos ejemplos contemporáneos, la especificidad
de la situación cultural que ahora experimentamos (1914) en la que, en
particular, predomina la oposición frente al principio de la forma como tal.
Nos encontramos esta oposición cuando la conciencia aparece progresando hacia
nuevas estructuras. El Medievo tiene sus ideales cristianos y eclesiásticos y
el Renacimiento su redescubrimiento de la naturaleza secular. La Ilustración
hizo suyo el ideal de la razón y el Idealismo alemán adornó la ciencia con
fantasías artísticas y convirtió al arte, mediante el conocimiento científico,
en fundamento de lo que es el cosmos. Sin embargo, el impulso básico que está a
la base de la cultura contemporánea es negativo y esto porque, a diferencia de
los hombres del pasado, nosotros hemos estado durante algún tiempo sin ideal
compartido, incluso sin ideales de ningún tipo.
Si se
preguntara hoy a los hombres de las capas más instruidas sobre los ideales que
mueven sus vidas, la mayoría daría una respuesta especializada derivada de su
experiencia profesional; pero rara vez se escucharía voz alguna en favor de un
ideal cultural que pudiera gobernar al conjunto de la humanidad. Existe una
buena razón para explicar esto. No sólo hay, por así decirlo, una carencia de
material para un ideal cultural unificador, sino que los ámbitos que debería
circunscribir son muy numerosos y heterogéneos como para permitir semejante
unificación intelectual. Trasladándome a casos concretos, hablaré ahora de
fenómenos artísticos.
De las
varias tentativas que colectivamente son designadas como Futurismo, parece
destacarse sólo el expresionismo como la orientación dotada de una unidad
propia. Siendo así el sentido del expresionismo, no me equivoco al afirmar que
el movimiento interno del artista, tal y como es vivido, se sigue inmediatamente
en la obra o, precisamente, en calidad de obra. Ese movimiento no debe llevar a
cabo o moldear una forma que fuera impuesta por sí misma desde el exterior, ya
fuera desde lo real o lo ideal. De esta suerte, el expresionismo nada tiene que
ver con la imitación del ser o de un suceso, que es intención del
impresionismo. Las impresiones, después de todo, no son productos puramente
individuales del artista, sino pasivos y dependientes del mundo exterior. La
obra de arte que las refleja es un tipo de mezcla de la propia vida del artista
y la peculiaridad de un objeto dado. El objeto artístico, en este caso, debe
sugerirse al artista desde el exterior, desde la tradición, desde un ejemplo
previo, desde un principio fijo. Pero todas estas fuentes de la forma están contenidas
en la vida que se afana por desplegarse de forma creativa dentro de sí misma.
Si la vida desemboca en semejantes formas, sólo se encuentra doblegada,
entumecida y distorsionada en la obra de arte.
Pretendo
ahora considerar, en su forma más pura, el modelo expresionista del proceso
creador. Los movimientos del alma del pintor, de acuerdo con este modelo, se
prolongan, sin más, en la mano que lleva el pincel. La pintura los expresa como
un gesto expresa una emoción interna o un grito expresa un dolor; los
movimientos del pincel siguen a los del alma sin resistencia. Por lo tanto, la
imagen plasmada en el lienzo es el precipitado inmediato de la vida interior,
que nada exterior y extraño deja penetrar en su despliegue. Las pinturas
expresionistas son visualizadas según algún objeto con el que no tienen ninguna
semejanza, y muchos son quienes consideran esto extraño e irracional. Sin
embargo, esto no es tan carente de sentido como pudiera parecer de acuerdo a
las anteriores preconcepciones artísticas. Aquel movimiento interior del
artista que fluye sólo como obra expresionista, puede originarse en las fuentes
secretas y desconocidas del alma humana. Pero también puede desencadenarse
desde el estímulo de objetos pertenecientes al mundo externo. Hasta fechas muy
recientes se mantenía que una respuesta artística productiva debía mostrar una
semejanza morfológica con el estímulo que la desencadenaba; de hecho, la
escuela impresionista se basaba en su totalidad en esta concepción. El
expresionismo se alejó de este presupuesto. Su idea era la de que no hay
necesidad de identidad entre la forma de la causa y la de su efecto. De hecho,
la percepción de un violín o de un rostro humano puede desencadenar en el
pintor respuestas emocionales que, en la transformación promovida por sus
energías artísticas, engendra finalmente una forma totalmente diferente. Se
puede decir que el artista expresionista sitúa, en el lugar del «modelo», «el
motivo» que lanza su vida, obediente en su contenido sólo a sí misma, a un
movimiento. Expresado de una manera abstracta, el acto creativo representaba la
lucha de la vida por la autoidentidad. Siempre que la vida se expresa a sí
misma, desea sólo expresarse a sí misma; de hecho, hace quebrar toda forma que
se quiere imponer como realidad o como ley que valen por sí mismas.
La obra
pictórica ciertamente tiene forma. Pero con arreglo a la intención del artista,
la forma representa sólo una exterioridad inevitable, sólo un mal necesario.
Esta forma no tiene, como las formas de todos los otros ideales artísticos, un
significado en sí mismo, que sólo se realizaría por el potencial productivo de
la vida. Por esta razón, el arte abstracto es indiferente a los estándares
tradicionales de belleza y fealdad, los cuales están conectados con la primacía
de la forma. La vida, en su flujo permanente, no está determinada por un fin
sino impulsada y conducida por una fuerza; por ello, tiene significación más
allá de los cánones de belleza y fealdad. Una vez que la obra artística cobra
vida, se pone de relieve que no posee ningún tipo de significado y valor que se
puede esperar de un dato objetivo independiente de su creador. Este valor, sin
embargo, ha sido guardado desde el mismo inicio del acto de pintar -podríamos
decir, casi celosamente- por una vida que sólo se da expresión a sí misma.
Nuestra peculiar preferencia por las obras del pasado de los grandes artistas
podría basarse en este hecho. La vida creativa se ha convertido en soberana en
estas obras, de modo tan autosuficiente y enriquecedor que rechaza toda otra
forma que es tradicional o compartida con otros. Su expresión en una obra de
arte no es sino su destino natural en cada caso. Desde esta perspectiva podría
aparecer conexa y plena de sentido como obra de arte, si bien podría aparecer
fragmentada, desequilibrada, como si estuviera compuesta de fragmentos, desde
el punto de vista de las formas tradicionales. Esto no es un ejemplo de
incapacidad senil para producir una forma, no es una debilidad propia de la
edad, sino el vigor propio de la edad. El gran artista, en esta época de su
perfección, es tan puro que su obra sólo revela, a través de su forma, lo que
la corriente latente de su vida produce por sí misma. El único derecho de la
forma se ha perdido para el artista.
Conocedor de Max Weber, Simmel
escribió sobre el tema de carácter personal de una manera que recuerda el «tipo
ideal» sociológico. Rechazó ampliamente los estándares académicos, sin embargo,
cubrió filosóficamente temas como la emoción y el amor romántico. Tanto Simmel
y la teoría antipositivista de Weber conformarían a la teoría crítica de la
Escuela de Fráncfort. Ahora sería posible que una forma que se consuma pura
como forma y que es, en sí, significativa, pudiera ser la expresión totalmente
adecuada de la vida inmediata, ajustándose a ella como una envoltura que ha
crecido orgánicamente. Esto es algo indudable en el caso de las grandes obras
artísticas que propiamente se deben llamar clásicas. De este modo, se
manifiesta una específica relación estructural del mundo espiritual que tiene
implicaciones más allá de sus consecuencias para las artes. Podría afirmarse
que en el arte se expresa algo que vive más allá de la forma del arte. Todo
gran artista y toda gran obra de arte contiene más amplitud y profundidad
(surgidas desde la fertilidad de las fuentes más ocultas) de lo que el arte es
capaz de expresar. Sin embargo, los hombres intentan incesantemente moldear e
interpretar esta vida. En los ejemplos clásicos el intento es satisfactorio y
la vida se funde completamente con el arte. Sin embargo, la vida alcanza una
expresión más altamente diferenciada y más autoconsciente en aquellos casos
donde contradice y destruye formas artísticas. Puede recordarse, por ejemplo,
el destino interno que Beethoven pretendió expresar en sus últimas
composiciones. La vieja forma artística no se rompe sino que es sometida por
algo distinto, más amplio, por algo que irrumpe desde otra dimensión. Algo
similar ocurre en el caso de la metafísica. Su pretensión es el conocimiento de
la verdad. Pero en ella se expresa algo que permanece más allá del conocimiento
y este «más», o «más profundo», o «lo otro», se hace manifiesto por el hecho de
que hace violencia a la verdad como tal, porque lo que afirma está lleno de
contradicciones y puede ser fácilmente refutado. A las paradojas típicas del
espíritu -las que, en verdad, el optimismo cómodo de los superficiales suele
pasar por alto- corresponde el hecho de que cierta metafísica, en cuanto
símbolo de la vida o relación expresiva de un tipo de hombres con la totalidad
del ser, no sea tan verdadera si es verdad como «conocimiento». Tal vez también
en la religión se encuentra algo que no es religión, un profundo más allá de sí
misma. Cuando este elemento se patentiza, todas las formas religiosas concretas
en las que se encuentra la verdadera religión pueden ser destruidas. En una
obra humana, tal vez en toda aquella que surge desde la capacidad creativa del
alma humana, hay un «más» que lo que contiene en su forma. Esto distingue todo
lo que tiene alma de aquello que es producido de forma mecánica. Aquí, quizás,
pudiera encontrarse la motivación para el interés contemporáneo en el arte de
Van Gogh. En él, más que en otros pintores, se percibe una vida apasionada que
sobrepasa los límites del arte pictórico. Irrumpe desde una amplitud y
profundidad muy singulares; el hecho de que encuentre en el talento del pintor
un canal para su expresión es algo casual, como si, de igual modo, hubiera
podido dar vida también a actividades prácticas, religiosas, poéticas y
musicales. Es, ante todo, esta vida palpitante que puede ser sentida en su
inmediatez, lo que le hace a Van Gogh tan fascinante. El hecho de que, por otro
lado, una parte de la juventud actual participe del deseo de un arte totalmente
abstracto surge de la pasión por una expresión inmediata y desenfrenada de sí
misma. El ritmo frenético de la vida de nuestra juventud empuja esta tendencia
hasta su extremo absoluto y es joven todo aquello que representa este
movimiento. En general, los cambios históricos de un impacto revolucionario
interno o externo han sido protagonizados por la juventud. En la naturaleza
específica del presente cambio, debemos hacer una particular referencia a esto.
Mientras los adultos, debido a su vitalidad disminuida, concentran su atención
más y más en los contenidos objetivos de la vida, que en el significado actual
podrían ser señalados como sus formas, la juventud se implica más con los
procesos de la vida. La juventud sólo desea expresar su poder y su exceso de
poder sin hacer caso de los objetos implicados. De hecho, el movimiento
cultural favorecedor de lo vital y de su expresión contraria a todo lo formal,
encarna el significado de la vida joven. Debe hacerse aquí una observación
fundamental que también pueda aplicarse fuera del mundo del arte. ¿Qué cabe
decir de la difundida búsqueda de originalidad entre la juventud contemporánea?
A menudo es sólo una forma de vanidad, un intento de convertirse en una
sensación para sí mismos y para los demás. En los casos excepcionales influye
la pasión por expresar realmente la propia vida; la seguridad de que ésta es
realmente su expresión sólo parece darse cuando no es aceptado nada de lo
tradicional. Aceptar una forma objetiva supone la pérdida de toda
individualidad humana: además, se adulteraría su vitalidad al congelarla dentro
del molde de lo ya caduco. Lo que en estos casos hay que salvar no es la
individualidad de la vida, sino la vida de la individualidad. La originalidad
es, por así decir, sólo la ratio cognoscendi que nos asegura que la vida es
pura por sí misma y no las formas que son su expresión, objetivación y
solidificación dentro de su fluir. Esto es quizás un motivo subliminal, no
explícito pero poderoso, que subyace al moderno individualismo. Podemos
encontrar esta misma voluntad fundamental en uno de los movimientos filosóficos
más recientes que se aleja de las expresiones tradicionales de la filosofía.
Quiero designarlo como Pragmatismo porque la versión más destacada, la
americana, así lo ha denominado. Considero esta línea como la más superficial y
limitada. Independientemente de la existencia de cualquier versión establecida,
podemos construir un tipo ideal de Pragmatismo que pueda iluminar su relación
con la interrogante que nos ocupa. Permítasenos primero entender qué es lo que
cuestiona el Pragmatismo. De todos los ámbitos de la cultura, no hay ninguno
que nosotros consideramos más independiente de la vida, ninguno tan alejado de
los motivos, necesidades y destinos de los individuos que el conocimiento. El
hecho de que dos veces dos es igual a cuatro o que las masas se atraen en razón
inversa del cuadrado de sus distancias, es válido, lo sepa o no la mente viva,
sin hacer caso de los cambios de mentalidad que la humanidad puede sufrir. El
conocimiento técnico que está directamente entretejido con la vida y que juega
un gran papel en la historia de la humanidad, se mantiene esencialmente intacto
en el ascenso y descenso de la vida. El así llamado «conocimiento» práctico,
después de todo, es sólo conocimiento «teórico» que ha sido aplicado a
objetivos prácticos. Como forma de conocimiento pertenece a un orden con sus
propias leyes, un imperio idealizado de la verdad.
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