CHARLES DICKENS INVENTÓ LA NAVIDAD (Y LA DENUNCIA
DEL ACOSO LABORAL)
por Guillermo Altares
(EL PAÍS / 25-12-2021)
El escritor firmó
el más popular de los cuentos navideños, que no era solo una fábula sobre la
redención, sino también un crudo reflejo de las condiciones de trabajo en el
siglo XIX
Karl Marx explicó en una ocasión a
Friedrich Engels que Charles Dickens “había proclamado más verdades de calado
social y político que todos los discursos de los profesionales de la política,
agitadores y moralistas juntos”. Así lo cuenta Peter Ackroyd en Dickens.
El observador solitario (Edhasa, traducción de Gregorio Cantera), su
contundente biografía del gran novelista inglés. Sus novelas retrataron de
manera feroz y realista la pobreza y las desigualdades de la Inglaterra del
siglo XIX. Títulos como Oliver Twist o David
Copperfield abrieron los ojos a los ciudadanos sobre la miseria que
tenían delante, pero que preferían no ver, y que el propio Dickens padeció
cuando, en 1824, tuvo que trabajar en una fábrica de betún a los 12 años.
Su literatura describe una sociedad
despiadada en la que muchos niños estaban condenados desde su nacimiento a la
pobreza. La denuncia de la injusticia es algo que impregna toda su obra, no
importa que cuente una historia de amor con la Revolución francesa como telón
de fondo (tras leer las descripciones que ofrece en Historia de dos
ciudades de la forma en que los nobles trataban al pueblo en la
Francia anterior a 1789 dan ganas de participar en primera línea en la toma de
la Bastilla) o un relato navideño con fantasmas. Canción de Navidad es recordada sobre todo porque,
desde su publicación en 1843, cambió la manera en que se celebran estas
fiestas, pero su huella social va mucho más allá.
Una película titulada El
hombre que inventó la Navidad (Bharat Nalluri, 2017) resume un
sentimiento que comparten muchos historiadores: que el descomunal éxito que
alcanzó su relato –en apenas unos días vendió 6.000 ejemplares, una barbaridad
para la época– rompió para siempre con la tradición puritana que durante siglos
había arrinconado la Navidad en el Reino Unido. No es del todo verdad –las
navidades llevaban un cierto tiempo celebrándose–, pero tampoco es totalmente
falso: muchas de las tradiciones que describe, como el banquete con pavo, se
hicieron mucho más populares gracias a su libro. Peter Ackroyd lo plantea así:
“Podemos decir que, precisamente en una época en que tanto la ostentación
georgiana como la rigidez evangélica estaban en entredicho, Dickens resaltó la
vertiente de afable cordialidad de estas fechas. Lo que hizo fue aderezar aquel
día con sus aspiraciones, querencias y temores”.
En ‘Cuento de Navidad’, Dickens resaltó “la afable cordialidad de estas
fechas” y las vinculó a “aspiraciones y temores”, según su biógrafo
La idea de la Navidad como un momento
de generosidad se encuentra en el centro del cuento de Dickens, al igual que la
posibilidad de redimirse cuando el protagonista, Ebenezer Scrooge, contempla su
vida casi como si fuese un extraño en ella, algo que logra gracias a la visita
de tres fantasmas. El espíritu de las navidades pasadas le muestra una infancia
en la que aparecen ribetes de la del propio Dickens y en la que todavía no era
un avaro solitario y huraño que odiaba a todo el mundo. El fantasma de las
navidades presentes le enseña que el desprecio hacia la humanidad que siente no
siempre es devuelto con la misma moneda. El fantasma que le permite atisbar su
futuro le descubre una inmensa soledad, que acaba por ablandarle el corazón.
Al igual que otro gran cuento
navideño, ¡Qué bello es vivir!, que acaba de cumplir 75 años,
Dickens ofrece a su personaje una segunda oportunidad en la vida: no es que
Scrooge y George Baily, el protagonista del filme de Frank Capra, se parezcan
en nada. Scrooge es un avaro siniestro que saca los higadillos a aquellos a los
que ha prestado dinero en una sociedad en la que una deuda sin pagar podía
acabar con una pena de prisión (como le ocurrió al padre del autor), mientras
que Baily es un individuo que se ha pasado la vida ayudando a los demás en los
peores tiempos posibles. Sin embargo, los dos reciben una ayuda sobrenatural
–fantasmas en un caso, un ángel sin alas en otro– para reparar un error vital.
Como siempre en Dickens, la fantasía
esconde una denuncia social. Ackroyd cuenta que escribió el libro de manera
compulsiva, en apenas seis semanas, durante las que padeció además un
desagradable resfriado. Caminaba durante horas por Londres componiendo la
trama, que en parte estaba inspirada por un personaje de Los papeles
del Club Pickwick, que también tiene la oportunidad de ver su futuro
gracias a unos duendes. Pero el elemento fundamental con el que compuso su
cuento navideño fueron sus propios recuerdos de infancia, su trabajo en la
fábrica de betún y el mundo laboral despiadado del principio de la Revolución
Industrial.
Porque Canción de Navidad es
sobre todo una denuncia del acoso laboral, de Scrooge hacia Bob Cratchit, su
escribiente, obligado a trabajar pasando un frío de bigotes –le escatima hasta
el carbón– y que tiene que reclamar sus derechos como si fuesen un favor
–librar el día de Navidad–, siempre aterrorizado ante un jefe despótico,
colérico e injusto. Una de las descripciones más emocionantes que hace Dickens
en todo el libro es cuando, tras cerrar el despacho, Cratchit regresa a casa
todavía atemorizado por los gruñidos de su patrón y a la vez alegre por la
Navidad: “Con los largos extremos de la bufanda blanca colgándole por debajo de
la cintura (pues no tenía abrigo) se dirigió a Cornhill y se deslizó veinte
veces por una pendiente tras una hilera de muchachos para celebrar que era
Nochebuena y después corrió a su casa en Camden Town, tan deprisa como pudo
para jugar a la gallina ciega” (traducción de Nuria Salas Villar para la
edición de Cuentos de Navidad de Penguin Clásicos).
Sin embargo, desde su primer viaje,
cuando el fantasma de las Navidades pasadas le muestra un lugar donde trabajó
como aprendiz, se da cuenta del poder que un buen patrón puede tener sobre sus
empleados. Después de contemplar de nuevo una fiesta de Navidad de su pasado,
Scrooge reflexiona: “Él tiene la facultad de hacer que nos sintamos felices o
desgraciados, de que nuestro trabajo nos resulte llevadero o gravoso,
placentero o arduo. Podría decirse que su poder reside en sus palabras y sus
miradas, en cosas tan sutiles e insignificantes que resulta imposible contarlas
y enumerarlas”. Tras contemplar aquella escena, el avaro prestamista se queda
pensativo y, cuando el fantasma le pregunta si le pasa algo, responde: “Es solo
que ahora me gustaría tener ocasión de decirle un par de cosas a mi
escribiente”.
Lo primero que hace Scrooge al volver
de su viaje astral es subirle el sueldo a Cratchit y darle todo el carbón que
necesite para no trabajar congelado, además de ayudar a su familia –sobre todo
a su hijo minusválido Tim, al que salva la vida–. Por encima de todo, le
devuelve los derechos que le había arrebatado durante años de
explotación. Canción de Navidad es un relato universal por
muchos motivos: la redención, la posibilidad de cambiar de vida para mejor, la
Navidad, su elogio de la tolerancia. Pero, sobre todo, porque narra como pocas
veces en la literatura la importancia de la dignidad laboral. Y eso no son
paparruchas.
Guillermo Altares es redactor jefe de
Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e
Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos
Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es
autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las
librerías de Madrid.
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