UN CUENTO BREVE DE OSAMU SAZAI (1909-1948)
ESPERANDO
“Osamu
Dazai, seudónimo de Tsushima Shuji, es uno de los escritores modernos más
apreciados en Japón. Décimo hijo de una familia acomodada, Dazai estudió
literatura francesa en la universidad de Tokio. Desheredado por su padre a
causa de una relación con una geisha de bajo rango y acuciado por su adicción a
la morfina y el alcohol, Dazai intentó suicidarse en cuatro ocasiones. Autor de
varios libros de relatos y de dos novelas, el reconocimiento no le llegaría
hasta la publicación, tras la segunda guerra mundial, de Indigno de ser
humano y El ocaso. En 1948, pocos meses después de la
publicación de Indigno de ser humano y una semana antes de
cumplir cuarenta años, se suicidó con su amante en Tokio arrojándose a un canal
del río Tama”.
Fuente: Salajín Editores
Todos
los días voy a la pequeña estación de tren a buscar a alguien. Quién es ese
alguien, no lo sé.
Siempre
paso por ahí después de hacer las compras en el mercado. Me siento en una fría
banca, pongo la cesta de las compras sobre mis rodillas, y miro abstraídamente
hacia los molinetes. Cada vez que llega un tren, una multitud de pasajeros es
escupida hacia afuera desde las puertas de los vagones. La muchedumbre avanza
en tropel hacia los molinetes, y las personas, todas con la misma cara de
enojo, sacan los pases y entregan los boletos. Luego, sin mirar hacia los
costados, caminan precipitadamente. Pasan por delante de mi banca, salen hacia
la plaza que está frente a la estación, y se van cada uno por su lado. Yo sigo
sentada distraídamente. ¿Qué sucedería si alguien sonriese y me hablase? ¡Ay
no, por Dios! La mera posibilidad me pone tan nerviosa que me estremezco de
sólo pensarlo, como si me hubieran echado agua fría en la espalda. No puedo
respirar. Y sin embargo, continúo esperando a alguien todos los días. ¿A quién
podría ser que estuviera esperando? ¿A qué tipo de persona? Pero quizás lo que
estoy esperando no sea un ser humano. Odio a los seres humanos. En realidad les
tengo miedo. Cada vez que estoy cara a cara con alguien diciendo cosas como
“¿qué tal, cómo está?”, o “¡cómo refrescó!”, saludando sólo para cumplir,
siento que soy la persona más falsa del mundo. Me pone tan terriblemente mal
que quiero morirme. Y las personas con las que hablo se ponen a la defensiva
sin razón, me hacen vagos cumplidos, y comentan sentenciosamente impresiones
que no tienen en verdad. Su cautela mezquina me hace sentir triste: el mundo es
cada vez más repugnante y no puedo soportarlo. La gente intercambia tensos
saludos desconfiando unos de otros hasta cansarse, y así pasa la vida.
A mí
no me gusta encontrarme con gente. Por eso, a no ser que hubiera una razón
excepcional, nunca visitaba a amigos. Lo más cómodo ha sido para mí estar en
casa con mi madre cosiendo, las dos solas, en silencio. Pero finalmente estalló
la guerra, y el ambiente se puso tan tenso, que empecé a sentirme culpable de
quedarme en casa todo el día sin hacer nada. Me sentía angustiada y no podía
relajarme en absoluto. Quería hacer una contribución directa trabajando tan
duro como pudiese. Perdí toda fe en la vida que había llevado hasta ese
momento.
No
soporto quedarme en casa en silencio. Sin embargo cuando salgo me doy cuenta de
que no tengo ningún lugar adonde ir. Así que hago las compras, y al regresar,
paso por la estación y me siento distraídamente en la fría banca. Tengo la
ilusión de que alguien venga, pero si esa persona realmente apareciera, ¿qué
haría? La idea me da pánico, pero estoy resignada. Si eso sucede, voy a
entregarle mi vida: estoy preparada y ese momento marcará mi destino. Estos
sentimientos de resignación y fantasías impudentes se entretejen de una forma
muy extraña. La sensación me agobia de un modo sofocante. El mundo alrededor se
enmudece; la gente que va y viene en la estación aparece pequeña y lejana, como
si estuviera mirando por un telescopio al revés. La sensación es vaga, como si
estuviera soñando despierta, como si no supiera si estoy viva o muerta. ¡Ay!
¿Qué cosa estoy esperando? Acaso yo no sea más que una mujer obscena. Todo eso
del estallido de la guerra, lo de sentirme angustiada, de trabajar duro porque
quiero ser útil, quizás sólo sea una mentira, una excusa noble para tratar de
encontrar una oportunidad de materializar mis fantasías indiscretas. Me siento
aquí con mirada perdida, pero en el fondo, dentro de mí puedo ver cómo flamea
la llama de mis deseos obscenos.
¿Pero,
a quién diablos espero? No tengo en absoluto una idea clara, solamente una
imagen vaga y confusa. Y sin embargo, continúo esperando. Desde el estallido de
la guerra paso por aquí todos los días a la vuelta de las compras y me siento
en esta fría banca a esperar. ¿Y si alguien me sonriera y me hablara? ¡Ay, no!,
no es usted a quien estoy esperando. Entonces, ¿a quién? ¿Qué espero? ¿Un
marido? No. ¿Un novio? No, para nada. ¿Un amigo? De ningún modo. ¿Dinero? Es ridículo.
¿Un fantasma? ¡Ay no, por favor!
Algo
más apacible y alegre, algo maravilloso. No sé qué. Por ejemplo, algo como la
primavera. No, no es eso. Hojas verdes. El mes de Mayo. El agua fresca y
cristalina fluyendo a través de los campos de trigo. No, tampoco es eso. Ay, y
sin embargo sigo esperando, con el corazón palpitante. Las personas pasan unas
tras otras delante de mis ojos. No es aquello, ni esto. Con la cesta de compras
en mis brazos, me estremezco y espero con todo mi corazón. Le pido a usted por
favor que no me olvide. Por favor no olvide a la chica veinteañera que viene
todos los días a la estación y regresa a su casa sintiéndose vacía. Por favor
recuérdeme, y no se ría de mí. No voy a decirle el nombre de la estación.
Aunque no lo haga, usted me verá algún día.
“Matsu”,
1954
Trad.
Pablo Figueroa
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