16/8/12

LEON CHESTOV

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL

(Vox clamantis in deserto)

traducción de José Ferrater Mora



SÉPTIMA ENTREGA

II

LA ASTILLA EN LA CARNE (1)


En lo que a mí toca, desde muy joven
me ha sido clavada una astilla en la carne.
Si no hubiera sido por esto, hace tiempo
que viviría la vida de todo el mundo.
KIERKEGAARD.


Kierkegaard sustituyó a Hegel y al Symposium griego por las desesperadas palabras de Job. Pero una observación importante se opone de inmediato: Kierkegaard comenzó efectivamente a detestar a Hegel y, tras largas y penosas luchas interiores, llegó incluso a despreciarlo. Pero jamás logró apartarse resueltamente del Symposium griego y de quien era su alma, es decir, de Sócrates. No lo consiguió ni en la época en que, puestas en extrema tensión todas sus fuerzas espirituales, escribía las obras antes citadas: Temor y temblor, La Repetición, El concepto de la angustia. Ni siquiera atacaba a Spinoza; por lo que parece (acaso bajo la influencia de Schleiermacher) tenía por él un respeto inmenso que rozaba la veneración. Se diría que cree necesario guardar a Spinoza, lo mismo que Sócrates, en reserva para el caso que Abraham y Job y el libro en que ha leído su historia no justifiquen las esperanzas que en ellos ha depositado. ¿Podría ocurrir de otro modo? ¿Le es posible al hombre moderno renunciar a Sócrates y buscar la verdad en Abraham y Job? Por lo común, esta pregunta ni siquiera suele ser planteada. Se prefiere preguntar: ¿cómo “conciliar” las verdades de Sócrates y del Symposium griego con las de Abraham y de Job? Filón de Alejandría planteó este problema mucho antes de que la Biblia hubiese penetrado en los pueblos europeos. Y lo resolvió en el sentido de que no sólo la Biblia no se halla en contradicción con la filosofía griega, sino que inclusive los griegos han sacado todo lo que enseñaban de la Escritura. Platón y Aristóteles no eran sino discípulos de Abraham, de Job, de los salmistas y de los profetas (los apóstoles no existían aun en esa época).

Filón no era un gran filósofo ni, en general, un espíritu muy eminente. Era un judío instruido, cultivado, creyente y piadosamente fiel a la fe de sus abuelos. Pero la historia sabe, si es menester, servirse de los hombres medios, inclusive de los hombres mediocres, para realizar sus más grandiosos planes. Las ideas de Filón sobre las relaciones entre la Biblia y la sabiduría griega fueron llamadas a desempeñar un importantísimo papel en la historia. Desde Filón nadie se ha atrevido a aceptar la Biblia tal cual en realidad es: todos han querido ver en ella una forma de expresión original de la sabiduría griega. En la Filosofía de la Religión, de Hegel, leemos lo siguiente: “En la filosofía, la religión es justificada por la conciencia pensante. El pensamiento es un juez absoluto ante el cual debe justificarse y explicarse el contenido (de la religión).” Exactamente del mismo modo opinaba ya Filón dos mil años antes de Hegel. No “conciliaba” la Escritura con el pensamiento griego, sino que la justificaba ante este pensamiento. Y, bien entendido, no podía hacer esto sin antes proceder a “explicar” la Biblia de suerte que pudiera obtener las justificaciones y explicaciones que buscaba. Al describir en su Lógica la esencia del pensamiento, el propio Hegel nos dice: “Cuando yo pienso, renuncio a todas mis particularidades subjetivas, me sumerjo en el objeto, y pienso mal si agrego a él cualquier cosa de mí mismo.”

Cuando Filón explicaba la Biblia bajo la inspección de los filósofos griegos, también él se esforzaba en obligar a los autores de las historias bíblicas, y aun a Aquel en nombre de quien tales historias eran contadas, a renunciar a todas sus particularidades subjetivas. Miradas así las cosas, Filón había alcanzado ya el nivel de Hegel. Filón había sido educado por la filosofía griega, y estaba profundamente convencido de que, tanto como los dioses paganos, el Dios de la Escritura está sometido a la verdad, la cual solamente se revela al ser pensante cuando éste reniega enteramente de sí mismo y se absorbe en el objeto. Ya nadie podía ni debía pensar de modo distinto después de Sócrates. La misión que la historia había encargado a Filón consistía en mostrar a la humanidad que la Biblia no contradecía, no tenía ningún derecho a contradecir nuestro pensamiento natural. Ni en sus cartas ni en sus libros cita Kierkegaard a Filón. Pero hay motivos para pensar que si le hubiera acontecido pensar en Filón lo habría llamado una anticipación de Judas. Aquí había sido cometida ya una primera traición, tan penetrante como la de Judas. Todo estaba en ella, hasta el beso en los labios. Filón elevaba la Escritura Santa hasta las nubes, mas para entregarla a la filosofía griega, es decir, al pensamiento natural, a la especulación, a la visión intelectual.

Kierkegaard no habla de Filón. Dirige sus fuegos contra Hegel, precisamente porque Hegel era (para los tiempos modernos) el heraldo del pensamiento “objetivo”, de este pensamiento que, al abominar de lo que constituye la particularidad subjetiva de un ser viviente, no ve ni busca la verdad más que en el “objeto”. Pero perdona a Sócrates, lo alaba como si, lo repito, quisiera inconscientemente asegurarse para el caso en que Abraham y Job no hubiesen podido ayudarle. Inclusive cuando dirige su amenazador O lo uno o lo Otro a los laicos cómodamente instalados en la existencia y a los pastores casados (sobre todo a ellos), oculta a Sócrates en algún secreto pliegue, por él mismo ignorado, de su alma. Invoca lo absurdo, la Paradoja, pero no quiere soltar a Sócrates.

Y esto parecerá acaso menos “inadmisible” si recordamos lo que le había impulsado a dirigirse a Abraham y a Job. Con frecuencia repite en su Diario que jamás llamará por su nombre lo que le sucedió y que prohíbe a todo el mundo intentar descubrirlo. Pero no puede evitar hablar de ello en sus obras; inclusive sólo habla de esto. Cierto que no habla en su propio nombre, sino en nombre de toda clase de personas imaginarias; sin embargo, habla. Al final de La Repetición declara que lo que en otro no hubiese tenido sino consecuencias insignificantes, ha alcanzado para él las proporciones de un acontecimiento de importancia mundial. En las Etapas en el camino de la vida, escribe: “Mi sufrimiento es fastidioso; yo mismo lo sé.” Y luego: “Sufre de un modo abominable por fruslerías.” Pero, ¿cuál era este sufrimiento fastidioso? Kierkegaard nos da una respuesta a esta cuestión: “siente que no es capaz de ser lo que todos pueden ser -un esposo”. Y sigue confesando en el mismo libro: “Los nueve meses que he pasado en el seno de mi dulce madre han bastado para hacer de mí un anciano.” En todas sus obras y en sus Diarios ha divulgado esta clase de confesiones, podría citarlas indefinidamente. Me limitaré a reproducir un pasaje de su Diario del año 1848; contrariamente a su resolución, designa con un término “concreto” lo que le sucedió: “Soy, en el sentido más profundo de la palabra, un ser desdichado. Un ser siempre sometido, desde su primera juventud, a un sufrimiento que roza los límites de la locura y que debe de proceder de una cierta desavenencia entre mi alma y mi cuerpo… He hablado de ello a mi médico y le he preguntado si pensaba que esta anomalía podía ser curada de modo que yo pueda realizar lo común. Emitió sus dudas. Entonces le he preguntado si no creía que el espíritu podía, mediante la voluntad, cambiar o mejorar algo en esta radical desavenencia. También aquí pareció dudar. Ni siquiera me aconsejó emplear toda la fuerza de mi voluntad, la cual puede -como él sabía muy bien- hacerlo todo pedazos. Desde este momento mi elección estaba hecha. He aceptado esta triste anomalía y estos sufrimientos (que habrían empujado al suicidio a la mayor parte de los hombres capaces de concebir toda la tortura de esta miseria) como una astilla metida en mi carne, como mi límite, como mi cruz, como el inmenso precio de rescate al cual Dios me ha vendido una fuerza espiritual que no tiene apenas igual entre mis contemporáneos.” Y todavía más: “En lo que a mí me toca, desde muy joven me ha sido clavada una astilla en la carne. Si no hubiera sido por esto, hace tiempo que viviría la vida de todo el mundo.”

Uno de los más notables discursos de Kierkegaard, por la fuerza y por la profundidad del pensamiento, se titula Las astilla en la carne. Sólo se puede entenderlo completamente a la luz de las declaraciones que acabo de citar. Y son también ellas las que permiten comprender esta afirmación de Kierkegaard: que el pecado es el síncope de la libertad, y que lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe. He aquí cómo Kierkegaard describe, en La repetición, el síncope de libertad: “… no podré abrazar fuertemente a la muchacha como se abraza a un ser real; sólo podré tocarla a tientas, aproximarme a ella como nos aproximamos a una sombra”. No es sólo Regina Olsen, es el mundo entero el que se ha transformado para Kierkegaard en una sombra, en un fantasma. Y, como lo repite varias veces en sus libros y en su Diario, no le ha sido dado realizar el “movimiento de la fe”, que habría devuelto su realidad a Regina Olsen y al mundo. ¿Ha sido dado esto a los demás hombres? Kierkegaard no se lo pregunta.

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