LEON CHESTOV
KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción
de José Ferrater Mora
SÉPTIMA ENTREGA
II
LA ASTILLA EN LA CARNE (1)
En lo que a mí
toca, desde muy joven
me ha sido
clavada una astilla en la carne.
Si no hubiera
sido por esto, hace tiempo
que viviría la
vida de todo el mundo.
KIERKEGAARD.
Kierkegaard sustituyó a Hegel y al Symposium griego por las desesperadas
palabras de Job. Pero una observación importante se opone de inmediato:
Kierkegaard comenzó efectivamente a detestar a Hegel y, tras largas y penosas
luchas interiores, llegó incluso a despreciarlo. Pero jamás logró apartarse resueltamente
del Symposium griego y de quien era su alma, es decir, de Sócrates. No lo
consiguió ni en la época en que, puestas en extrema tensión todas sus fuerzas
espirituales, escribía las obras antes citadas: Temor y temblor, La Repetición, El concepto de la angustia. Ni
siquiera atacaba a Spinoza; por lo que parece (acaso bajo la influencia de
Schleiermacher) tenía por él un respeto inmenso que rozaba la veneración. Se
diría que cree necesario guardar a Spinoza, lo mismo que Sócrates, en reserva
para el caso que Abraham y Job y el libro en que ha leído su historia no
justifiquen las esperanzas que en ellos ha depositado. ¿Podría ocurrir de otro
modo? ¿Le es posible al hombre moderno renunciar a Sócrates y buscar la verdad
en Abraham y Job? Por lo común, esta pregunta ni siquiera suele ser planteada.
Se prefiere preguntar: ¿cómo “conciliar” las verdades de Sócrates y del
Symposium griego con las de Abraham y de Job? Filón de Alejandría planteó este
problema mucho antes de que la Biblia hubiese penetrado en los pueblos
europeos. Y lo resolvió en el sentido de que no sólo la Biblia no se halla en
contradicción con la filosofía griega, sino que inclusive los griegos han
sacado todo lo que enseñaban de la Escritura. Platón y Aristóteles no eran sino
discípulos de Abraham, de Job, de los salmistas y de los profetas (los
apóstoles no existían aun en esa época).
Filón no era un gran filósofo ni, en general, un espíritu muy eminente.
Era un judío instruido, cultivado, creyente y piadosamente fiel a la fe de sus
abuelos. Pero la historia sabe, si es menester, servirse de los hombres medios,
inclusive de los hombres mediocres, para realizar sus más grandiosos planes.
Las ideas de Filón sobre las relaciones entre la Biblia y la sabiduría griega
fueron llamadas a desempeñar un importantísimo papel en la historia. Desde
Filón nadie se ha atrevido a aceptar la Biblia tal cual en realidad es: todos
han querido ver en ella una forma de expresión original de la sabiduría griega.
En la Filosofía de la Religión, de
Hegel, leemos lo siguiente: “En la filosofía, la religión es justificada por la
conciencia pensante. El pensamiento es un juez absoluto ante el cual debe
justificarse y explicarse el contenido (de la religión).” Exactamente del mismo
modo opinaba ya Filón dos mil años antes de Hegel. No “conciliaba” la Escritura
con el pensamiento griego, sino que la justificaba ante este pensamiento. Y,
bien entendido, no podía hacer esto sin antes proceder a “explicar” la Biblia
de suerte que pudiera obtener las justificaciones y explicaciones que buscaba.
Al describir en su Lógica la esencia
del pensamiento, el propio Hegel nos dice: “Cuando yo pienso, renuncio a todas
mis particularidades subjetivas, me sumerjo en el objeto, y pienso mal si
agrego a él cualquier cosa de mí mismo.”
Cuando Filón explicaba la Biblia bajo la inspección de los filósofos
griegos, también él se esforzaba en obligar a los autores de las historias
bíblicas, y aun a Aquel en nombre de quien tales historias eran contadas, a
renunciar a todas sus particularidades subjetivas. Miradas así las cosas, Filón
había alcanzado ya el nivel de Hegel. Filón había sido educado por la filosofía
griega, y estaba profundamente convencido de que, tanto como los dioses
paganos, el Dios de la Escritura está sometido a la verdad, la cual solamente
se revela al ser pensante cuando éste reniega enteramente de sí mismo y se
absorbe en el objeto. Ya nadie podía ni debía pensar de modo distinto después
de Sócrates. La misión que la historia había encargado a Filón consistía en
mostrar a la humanidad que la Biblia no contradecía, no tenía ningún derecho a
contradecir nuestro pensamiento natural. Ni en sus cartas ni en sus libros cita
Kierkegaard a Filón. Pero hay motivos para pensar que si le hubiera acontecido
pensar en Filón lo habría llamado una anticipación de Judas. Aquí había sido
cometida ya una primera traición, tan penetrante como la de Judas. Todo estaba
en ella, hasta el beso en los labios. Filón elevaba la Escritura Santa hasta
las nubes, mas para entregarla a la filosofía griega, es decir, al pensamiento
natural, a la especulación, a la visión intelectual.
Kierkegaard no habla de Filón. Dirige sus fuegos contra Hegel,
precisamente porque Hegel era (para los tiempos modernos) el heraldo del
pensamiento “objetivo”, de este pensamiento que, al abominar de lo que
constituye la particularidad subjetiva de un ser viviente, no ve ni busca la
verdad más que en el “objeto”. Pero perdona a Sócrates, lo alaba como si, lo
repito, quisiera inconscientemente asegurarse para el caso en que Abraham y Job
no hubiesen podido ayudarle. Inclusive cuando dirige su amenazador O lo uno o lo Otro a los laicos
cómodamente instalados en la existencia y a los pastores casados (sobre todo a
ellos), oculta a Sócrates en algún secreto pliegue, por él mismo ignorado, de
su alma. Invoca lo absurdo, la Paradoja, pero no quiere soltar a Sócrates.
Y esto parecerá acaso menos “inadmisible” si recordamos lo que le había
impulsado a dirigirse a Abraham y a Job. Con frecuencia repite en su Diario que jamás llamará por su nombre
lo que le sucedió y que prohíbe a todo el mundo intentar descubrirlo. Pero no
puede evitar hablar de ello en sus obras; inclusive sólo habla de esto. Cierto
que no habla en su propio nombre, sino en nombre de toda clase de personas
imaginarias; sin embargo, habla. Al final de La Repetición declara que lo que en otro no hubiese tenido sino
consecuencias insignificantes, ha alcanzado para él las proporciones de un
acontecimiento de importancia mundial. En las Etapas en el camino de la vida, escribe: “Mi sufrimiento es
fastidioso; yo mismo lo sé.” Y luego: “Sufre de un modo abominable por fruslerías.”
Pero, ¿cuál era este sufrimiento fastidioso? Kierkegaard nos da una respuesta a
esta cuestión: “siente que no es capaz de ser lo que todos pueden ser -un
esposo”. Y sigue confesando en el mismo libro: “Los nueve meses que he pasado
en el seno de mi dulce madre han bastado para hacer de mí un anciano.” En todas
sus obras y en sus Diarios ha
divulgado esta clase de confesiones, podría citarlas indefinidamente. Me
limitaré a reproducir un pasaje de su Diario
del año 1848; contrariamente a su resolución, designa con un término
“concreto” lo que le sucedió: “Soy, en el sentido más profundo de la palabra,
un ser desdichado. Un ser siempre sometido, desde su primera juventud, a un
sufrimiento que roza los límites de la locura y que debe de proceder de una
cierta desavenencia entre mi alma y mi cuerpo… He hablado de ello a mi médico y
le he preguntado si pensaba que esta anomalía podía ser curada de modo que yo
pueda realizar lo común. Emitió sus dudas. Entonces le he preguntado si no
creía que el espíritu podía, mediante la voluntad, cambiar o mejorar algo en
esta radical desavenencia. También aquí pareció dudar. Ni siquiera me aconsejó
emplear toda la fuerza de mi voluntad, la cual puede -como él sabía muy bien-
hacerlo todo pedazos. Desde este momento mi elección estaba hecha. He aceptado
esta triste anomalía y estos sufrimientos (que habrían empujado al suicidio a
la mayor parte de los hombres capaces de concebir toda la tortura de esta
miseria) como una astilla metida en mi carne, como mi límite, como mi cruz,
como el inmenso precio de rescate al cual Dios me ha vendido una fuerza
espiritual que no tiene apenas igual entre mis contemporáneos.” Y todavía más:
“En lo que a mí me toca, desde muy joven me ha sido clavada una astilla en la
carne. Si no hubiera sido por esto, hace tiempo que viviría la vida de todo el
mundo.”
Uno de los más notables discursos de Kierkegaard, por la fuerza y por la
profundidad del pensamiento, se titula Las
astilla en la carne. Sólo se puede entenderlo completamente a la luz de las
declaraciones que acabo de citar. Y son también ellas las que permiten
comprender esta afirmación de Kierkegaard: que el pecado es el síncope de la
libertad, y que lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe. He aquí
cómo Kierkegaard describe, en La
repetición, el síncope de libertad: “… no podré abrazar fuertemente a la
muchacha como se abraza a un ser real; sólo podré tocarla a tientas,
aproximarme a ella como nos aproximamos a una sombra”. No es sólo Regina Olsen,
es el mundo entero el que se ha transformado para Kierkegaard en una sombra, en
un fantasma. Y, como lo repite varias veces en sus libros y en su Diario, no le ha sido dado realizar el “movimiento
de la fe”, que habría devuelto su realidad a Regina Olsen y al mundo. ¿Ha sido
dado esto a los demás hombres?
Kierkegaard no se lo pregunta.
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