LEON CHESTOV
KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción
de José Ferrater Mora
DECIMOSÉPTIMA ENTREGA
VI
LA FE Y EL PECADO (3)
Kierkegaard no tiene un lenguaje común con la cotidianeidad. Pero no hay
que creer que cotidianeidad y filosofía de la cotidianeidad serían el
equivalente del cervecero y la filosofía del cervecero, aun cuando Kierkegaard
haya identificado con frecuencia la cotidianeidad con la trivialidad y nos haya
invitado a simplificar así las cosas. La mediocridad se halla dondequiera el
hombre cuente todavía con sus propias fuerzas, con su razón (en este sentido,
Aristóteles y Kant, a pesar de su indiscutible genialidad, no salen de los
límites de lo cotidiano). Pero no termina sino allí donde comienza la desesperación,
donde la razón muestra con evidencia que el hombre se halla ante lo imposible,
que todo ha terminado para siempre, que la lucha es inútil, es decir, cuando el
hombre ha adquirido conciencia de su impotencia total.
Más que nadie ha apurado Kierkegaard esa copa llena de amargura que
ofrece al hombre la conciencia de su impotencia. Cuando Kierkegaard dice que un
terrible poder le ha arrebatado su orgullo y su honor, está pensando en su
impotencia. Esta impotencia transformaba, cuando la tocaba, en sombra a la
mujer amada. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿Dónde se halla y cuál es ese poder
que puede así devastar el alma humana? Kierkegaard escribe en su Diario: “Si hubiese poseído la fe, no
habría abandonado a Regina”. Esto no es ya una expresión indirecta, de la misma
clase de las que Kierkegaard ponía en boca de sus héroes; es el testimonio
directo de un hombre sobre sí mismo. Kierkegaard ha “experimentado” la falta de
fe como una impotencia., y ha experimentado la impotencia como una falta de fe.
Y en medio de esta experiencia aterradora le fue revelado lo que la mayoría de
los hombres ni siquiera sospechan: que la falta de fe es la expresión de la
impotencia, o que la impotencia testimonia la falta de fe. Aquí radica la
explicación de sus palabras: “Lo contrario del pecado no es la virtud, sino la
fe”. La virtud, nos ha dicho ya Kierkegaard, se mantiene por las propias
fuerzas del hombre: el caballero de la resignación se procura todo lo que
necesita y, una vez que se lo ha procurado, consigue la paz del alma y la
calma. Pero, ¿se desembaraza así del pecado? Kierkegaard nos recuerda las
enigmáticas palabras del apóstol: “Todo lo que no procede de la fe es pecado”,
Así, pues, ¿serían un pecado la paz del alma y la calma del caballero de la
resignación? Así, pues, ¿sería un pecador Sócrates, que con admiración de sus
discípulos y de la posteridad apuró tranquilamente la copa envenenada?
Kierkegaard no nos lo dice jamás abiertamente. Coloca aparte a Sócrates,
inclusive cuando habla de los sabios más célebres. Pero esto no cambia nada del
hecho: “el mejor de los hombres” se contentó con la actitud del caballero de la
resignación, aceptó su impotencia ante la necesidad como algo ineluctable y,
por consiguiente, como un deber, y algunas horas antes de su muerte mantuvo
todavía mediante sus discursos edificantes “la paz y la calma” en el alma de
sus discípulos. ¿Se puede ir más lejos que Sócrates?
Varios siglos después, fiel al espíritu de su incomparable maestro,
Epicteto escribía que el comienzo de la filosofía era la conciencia de nuestra
impotencia ante la Necesidad. Esta conciencia es también para él el fin de la
filosofía. O, más exactamente, el pensamiento filosófico se hallaba para él
enteramente definido por la conciencia que posee el hombre de su absoluta
impotencia ante la necesidad.
Aquí se reveló a Kierkegaard el sentido de la narración bíblica sobre el
pecado original. La virtud de Sócrates no salva al hombre del pecado. El hombre
virtuoso es el caballero de la resignación. Ha experimentado toda la vergüenza
y todo el horror de su impotencia ante la Necesidad, y aquí se ha detenido. No
puede dar un paso más: algo le ha persuadido de que no hay otra parte donde ir
y que, por consiguiente, es inútil avanzar. ¿Por qué se ha detenido? ¿De dónde
proceden esos “no hay otra parte donde ir” y esos “inútil avanzar”? ¿De dónde
vienen esa resignación y ese culto a la resignación? Lo sabemos ya: es la razón
la que ha descubierto al mundo pagano el “no hay otra parte donde ir”. El “no
se debe” procede de la ética. El propio Zeus reveló esas verdades a Crisipo, y
hay que creer que Sócrates y Platón las habían bebido en la misma fuente. En la
medida en que el hombre se deje conducir por la razón y se incline ante la
ética, los “no hay otra parte donde ir” y los “no se debe” seguirán siendo
invencibles. En vez de buscar la única cosa necesaria, el hombre se abandona sin
darse cuenta de ello al poder de los juicios “generales y obligatorios” a los
que aspiran ávidamente la razón y su obediente sirvienta, la ética.
Por lo demás, ¿cómo suponer que la razón y la ética tienen malos
designios? ¿No nos han sostenido siempre y en todo? Velan para que no seamos
despojados de nuestro orgullo y de nuestro honor. ¿Podría ocurrírsenos que sus
cuidados tenderían a escondernos esa realidad “aterradora” que a cada paso nos
acecha? ¿Podíamos pensar que nos ocultarían nuestra impotencia, y la suya, ante
la Necesidad? Obligado a reconocer que sus fuerzas son limitadas, el propio
Zeus se transforma en caballero de la resignación y no advierte que su
impotencia equivale a la pérdida de su orgullo y de su honor, que no es ya un
dios todopoderoso, sino un ser tan débil e ínfimo como Crisipo, Sócrates y
Platón o cualquier otro mortal. Es evidente que Zeus rebosa de virtud (cuando
menos el Zeus que reconocían Crisipo, Platón y Sócrates, el cual no era en modo
alguno el Zeus de la mitología popular y de Homero, el que Platón tuvo que
reeducar en su República). Y, sin
embargo, tampoco él puede hacerlo todo por “propias fuerzas”. Falstaff habría
podido también dirigirle su insidiosa pregunta: ¿puedes devolverle a un hombre
una pierna o un brazo? Kierkgaaard, que contestó tan coléricamente a Falstaff,
plantea también a la razón y a la ética las cuestiones que suscitó el pacífico
caballero: ¿podéis devolver sus hijos a Job, su Isaac a Abraham?; ¿podéis dar
la princesa al pobre adolescente y darme a mi Regina Olsen? Si sois incapaces
de esto, no sois ni siquiera dioses, por más que digan los sabios; no sois más
que ídolos, obra, si no de las manos del hombre, cuando menos de la imaginación
humana. Dios quiere decir que todo es posible, que nada hay imposible. Así,
cuando la razón afirma que la voluntad de Dios es limitada, que Dios no puede
traspasar los límites que le han sido asignados por la misma naturaleza de las
cosas, no sólo no consigue nuestro amor, sino que provoca un odio profundo,
tenaz, irreductible. Por eso hay que suspender también la ética, que se apoya
en la razón y la glorifica. Y entonces surge esa cuestión, totalmente
desprovista de sentido para la filosofía especulativa: ¿cómo sabe la razón lo
que es posible y lo que es imposible? ¿Lo sabe efectivamente? Y, finalmente,
¿existe un tal conocimiento, un conocimiento general? No el conocimiento
empírico, basado en la experiencia: esta clase de conocimiento no satisface a
la razón; más bien la irrita y ofende. El propio Kant lo dijo. Y Spinoza
escribió que ofender la razón es un crimen muy grave, laesio majestatis. ¡La razón aspira ávidamente a las verdades
generales, obligatorias, increadas, a las verdades que no dependen de nadie!
Pero ¿no será la razón la presa de una fuerza enemiga que la ha hechizado de
tal modo, que lo contingente, lo perecedero, le han parecido necesarios y
eternos? Y la ética, que sugiere al hombre que la resignación es la más alta de
las virtudes, ¿no estará en la misma situación que la razón? También ella es
víctima de extraños maleficios: el hombre encuentra la muerte allí donde se le
había prometido la salvación y la bienaventuranza. Hay que huir de la razón.
Hay que huir de la ética sin calcular por anticipado dónde se llegará. Aquí
radica la paradoja; aquí reside el absurdo que se había escondido a los ojos de
Sócrates, pero que se revela en la Escritura. Cuando Abraham tuvo que partir
hacia la tierra prometida, escribe San Pablo, partió sin saber adónde iba.
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