ALDOUS HUXLEY
LAS PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN
NOVENA ENTREGA
El esquizofrénico es un alma, no
solamente no regenerada, sino además desesperadamente enferma. Su enfermedad
consiste en su incapacidad para escapar de la realidad interior y exterior y
refugiarse -como lo hace habitualmente la persona sana- en el universo de
fabricación casera del sentido común, en el mundo estrictamente humano de las
nociones útiles, los símbolos compartidos y las convenciones socialmente
aceptables. El esquizofrénico es como un hombre que está permanentemente bajo
la influencia de la mescalina y que, por tanto, no puede rechazar la
experiencia de una realidad con la que no puede convivir porque no es lo
bastante santo, que no puede explicar porque se trata del más innegable y
porfiado de los hechos primarios y que, al no permitirle nunca mirar al mundo
con ojos meramente humanos, le asusta hasta el punto de hacerle interpretar su
inflexible esquivez, su abrasadora intensidad de significado, como
manifestaciones de malevolencia humana o hasta cósmica, de malevolencia que
reclama las más desesperadas reacciones, desde la violencia asesina, en un
extremo de la escala, hasta la catatonía, o suicidio psicológico, en el otro. Y
una vez que nos lanzamos por la infernal cuesta abajo, ya no hay modo de que
nos detengamos. Esto resultaba ahora evidentísimo.
-Si se emprendiera la marcha por el
mal camino -dije, contestando a las preguntas del investigador-, cuanto
sucediera sería una prueba de la conspiración de que se es víctima. Todo se
justificaría a sí mismo. No se podría suspirar sin saberlo parte de la
conspiración.
-Entonces, ¿usted cree saber dónde
se encuentra la locura?
Contesté con un "sí"
rotundo y muy sentido.
-¿Y no podría usted dominarla?
-No, no podría dominarla. Si se
empieza con el miedo y el odio como premisa mayor, hay que ir hasta la
conclusión.
-¿No podrías -me preguntó mi mujer-
fijar tu atención en lo que El Libro Tibetano de los Muertos llama la Clara
Luz?
-¿Mantendrías alejado al
mal, si pudieras fijarla? ¿0 es que no podrías fijarla?
-Tal ves
pudiera fijarla -contesté finalmente-, pero únicamente si hubiera alguien que
me hablara de la Clara Luz. No habría modo de hacerlo por sí mismo. Ese es el
sentido, supongo, del ritual tibetano: alguien que esté ahí sentado todo el
tiempo y diciéndonos qué es qué.
Después de escuchar las grabaciones
de esta parte del experimento, tomé mi ejemplar de la edición Evans-Wentz de El
Libro Tibetano de los Muertos y lo abrí al azar. "Oh, tú, de alta cuna, no
permitas que tu mente se perturbe!" Ese era el problema: permanecer
sereno. No dejarse perturbar por el recuerdo de los pecados cometidos, por el
placer imaginado, por el amargo dejo de antiguos errores y humillaciones, por
todos los miedos, odios y ansias que ordinariamente eclipsan la luz. ¿No podría
hacer el moderno psiquiatra por los locos lo que aquellos monjes budistas
hacían por los moribundos y los muertos? Que haya una voz que les asegure, de
día y hasta cuando estén durmiendo, que, a pesar de todo el terror, de todas
las perplejidades y confusiones, la Realidad última sigue siendo inmutablemente
ella misma y es de la misma sustancia que la luz interior de la mente más
cruelmente atormentada. Por medio de discos, conmutadores con mecanismos de
relojería, sistemas de alocuciones colectivas y discursos de cabecera sería muy
fácil mantener constantemente al tanto de este hecho primordial a los enfermos
de inclusive una institución con escaso personal. Cabe que unas cuantas de
estas almas perdidas pudieran así conquistar cierto dominio sobre el universo
-a un mismo tiempo hermoso y aterrador, pero siempre no humano, siempre
totalmente incomprensible- en el que se ven condenadas a vivir.
No demasiado pronto, desde luego,
fui apartado de los inquietantes esplendores de mi silla de jardín. En verdes
parábolas que bajaban del seto, las hiedras brillaban con una especie de
radiación cristalina, parecida al jade. Un momento después, un grupo de
Kniphofia uvaria rojas, en plena floración, hizo explosión ante mis ojos.
Estaban tan apasionadamente vivas que se hubiera dicho que iban a hablar, a
pronunciarse, con las flores lanzadas derechamente hacia lo azul. Como la silla
bajo los listones protestaban demasiado. Bajé la vista hacia las hojas y
descubrí un cavernoso embrollo de las más delicadas luces y sombras verdes,
latientes de indescifrable misterio.
Rosas: Las flores son fáciles de
pintar; Difíciles las hojas.
El haiku de Shiki -que cito con la
traducción de F. H. Blyth- expresa, de manera indirecta, exactamente lo que yo
entonces sentía: la excesiva y demasiado evidente gloria de las flores, en
contraste con el milagro más sutil de su follaje.
Salimos a la calle. Se hallaba
junto a la vereda un gran automóvil de color azul pálido. Al verlo, me sentí
repentinamente movido a risa. ¡Qué complacencia y qué absurdo engreimiento
irradiaban las combadas superficies de lustrosísimo esmalte! El hombre había
creado la cosa a su propia imagen o, mejor dicho, a la imagen de su personaje
favorito en la novela. Me reí hasta tener lágrimas por mis mejillas.
Volvimos a la casa. Se había
preparado una colación. Alguien, que no era todavía idéntico conmigo, cayó
sobre ella con voraz apetito. Desde lejos y sin mucho interés, miré.
Terminada
la colación, subimos al coche para dar un paseo. Los efectos de la mescalina
estaban ya en declinación, pero las flores de los jardines se hallaban todavía
en los lindes de lo sobrenatural y los pimenteros y algarrobos de las calles
laterales pertenecían de modo manifiesto a alguna sagrada arboleda. El Edén
alternaba con Dodona, Yggdrasil con la Rosa mística. Y en esto, bruscamente,
nos vimos en una intersección, a la espera de cruzar el Sunset Boulevard. Delante
de nosotros, los coches desfilaban en una corriente continua; eran miles, todos
brillantes y relucientes como sueño de anunciante y cada uno de ellos más
ridículo que el anterior. De nuevo me desternillé de risa.
El Mar Rojo del tránsito se abrió
finalmente y lo cruzamos para pasar a otro oasis de árboles, céspedes y rosas.
A los pocos minutos estábamos en un punto ventajoso de las alturas y teníamos a
la ciudad extendida a nuestros pies. Resultaba decepcionante, pues se parecía
mucho a la ciudad que había visto en otras ocasiones. En lo que a mí se
refería, la transfiguración era proporcional a la distancia. Cuanto más cercana
la cosa, más divinamente otra. Este vasto y confuso panorama, apenas era
diferente de sí mismo.
Seguimos el paseo en automóvil y,
mientras permanecimos en las alturas, con una vista distante sucediendo a otra
vista distante, el significado estuvo al nivel de todos los días, muy por
debajo del punto de transfiguración. La magia comenzó a actuar de nuevo cuando
bajamos, entramos en otro suburbio y desfilamos entre dos hileras de casas.
Aquí, a pesar de la peculiar fealdad de la arquitectura, había reanudaciones de
la alteración trascendental, indicios del paraíso matutino. Las chimeneas de
ladrillo y los verdes tejados de compuestas tejas brillaban al sol como
fragmentos de la Nueva Jerusalén. Y vi de pronto lo que Guardi había visto y
expresado tantas veces -¡con qué incomparable maestría!- en sus cuadros: una
pared de estuco con una sombra al sesgo; una pared sin adorno alguno, pero
inolvidablemente hermosa; vacía, pero cargada con todo el significado y el
misterio de la existencia. La Revelación alboreó y se fue de nuevo en la
fracción de un segundo. El automóvil había continuado su marcha; el tiempo
estaba descubriendo otra manifestación de la eterna Identidad. "Dentro de
la igualdad hay diferencia. Pero que la diferencia sea diferente de la igualdad
no es en modo alguno la intención de todos los Budas. Su intención es tanto la
totalidad como la diferenciación." Este macizo de geranios rojos y
blancos, por ejemplo, era totalmente distinto de la pared de estuco que quedaba
cien metros cuesta arriba. Pero la "ser-encia" de las dos cosas era
la misma; la eterna cualidad de su transitoriedad era la misma.
Una hora después, con diez millas
más y la visita a la Droguería Mayor del Mundo a salvo detrás de nosotros,
estábamos de nuevo en casa y yo había vuelto a ese tranquilizador aunque muy
poco satisfactorio estado que conocemos como "estar en sus cabales".
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