LA INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
DUODÉCIMA ENTREGA
TRES: NOCHE DE REYES (4)
Al volver a casa ya
no encontramos el coche de Mr. Campbell. Pero el ambiente del boliche estaba
muy picado: hasta se oyó un chiflido de los que se dedican a las
mujeres-bombas, que no podía estar dirigido a nadie más que a Ma-Sa.
“Tranquilos, hijos” murmuró mi padre: “Esto es pura basura”. Y yo pienso que la
precaución tomada por el Papalote de volver a la playa haciendo un rodeo -a
través del baldío del Marítimo- es digna del mismísimo Shane. O de John Payne,
en Rumbo a Santa Fe.
La cena fue
terrible. Mamá y mi abuela estaban con trompa, y el color de la hinchazón
dejada por la lloradera no era el de siempre. Y cuando mi abuelo se levantó y
le acarició la cabeza al pasar a Ma-Sa sentí que el lío era grande. La culpa
debe de ser de los yanquis podridos -pensé, acordándome de Guillén. Después mis
padres se encerraron mucho en el dormitorio y la vieja se quedó relojeándonos
con cara de milica. Hasta que mi padre entra fumando a la cocina y dice:
“Monaquito, tenemos que hablar. A solas”. Y sonríe hacia Ma-Sa y agrega: “Es
por una cuestión del catecismo. Vos podés irte a la cama tranquila, nomás”.
Pero ella nos mira fijo -y mira todavía más fijo a la vieja- y se escapa
envarada por el odio. Y cuando nos instalamos en el escritorio-oficina mi padre
casi se ovilla atrás de la mesa y se friega varias veces la capa de gomina y
murmura: “La mujer de Pancho vino a contar que Ricky Campbell descubrió a María
Sara sentada arriba del Papalote esta mañana en el club. ¿Es verdad?”. “No sé”
contesto, calmo: “Yo nunca los veo ensayar. Lo único que hago es escucharlos y
vigilar -junto con el Lobo- para que nadie los interrumpa. Ricky se nos coló
por el fondo”. Y aquella fue la primera noche que mi padre se pasó escupiendo
hasta el amanecer.
Papá Noel liquidó
la cuarta botella con medida ansiedad. “Muy bien contado” dictaminó, sin
separar los ojitos diabólicos de la humareda que se bamboleaba contra el
cielorraso como una gran piñata: “¿Podré dar mi opinión adelante del chiquilín?
Prácticamente soy un viejo, ya. Indecente-”. “Y grosero” agrega Melchor, que
lleva el JB más que mediado: “Pero el chiquilín acaba de contar un episodio que
muchos considerarían pornográfico, y hasta merecedor de una taquillera
guirnalda verde. ¿De qué puede asustarse?”. Entonces el barbudo se agazapa
recogiendo sus piernas de peso pesado y sentencia: “No hubo violación. Vale decir: La
chiquilina no logró violar al Papalote. Se necesitan dos miradas con el infierno adentro para eso. Y el supuesto mal tipo era mucho más santo que
pervertido. Lo que para mí lo vuelve -en definitiva- poco interesante. Claro,
hay que reconocer que para ser un seductor a lo Kierkegaard se precisan cojones
de los buenos. Pero la seducción celestial dura todavía menos que la pureza
original. Y María Sara debe estar trabajando con su mamita en el barrio Borro,
a esta altura. Bueno, pido disculpas y ofrezco mis más especiales respetos a la
dueña de casa y al pianista -que se las arreglaron para dar sus pasos de baile
sin mostrarnos la lengua- pero debo retirarme a tratar de reenganchar a la
diosa. ¿Sería mucha molestia hacerme oír el merengón
de la marginación antes de irme, maestro? Aunque sin demasiados
prolegómenos, por favor”.
Mi padre hizo
funcionar el aparato sonriendo forzadamente y apenas aclaró: “El verdadero
nombre del merengón es Razones. Y
enseguida escuchamos la acaramelada voz juvenil con que el negro grabó su
penúltima canción: Nos encontramos una
tarde / bajo el sol de primavera / tú caminando entre mis pasos / yo
vistiéndome en tus huellas / y nos amamos cara a cara / y nos besamos en la
calle / y tanto amor se fue fundiendo / como un río de agua errante / tu boca
atraca un viejo cuerpo / siembro anclas en tu talle / ya nos amamos cara a cara
/ ya nos besamos en la calle / ahora pregunto si a esta altura / vida puedes
olvidarme.
Papá Noel largó una
carcajada incrédula y libidinosa al mismo tiempo, y salió del caserón
haciéndonos retemblar con otro portazo. “Qué hombre más divertido” dice
Manolita agarrando los Richmond: “Y a todo esto: ¿no se sabe nada nuevo de
María Sara, don Pepe?”. “No” desnuda una mueca verdosa mi padre: “La Visitadora
Social quedó en tenernos al tanto. Pero todavía no recibimos ninguna noticia”.
Baltasar descorchó la segunda botella y de golpe sus ojos ahuevados empezaron a
flotar humeantemente en una especie de sedosidad fija, apenas remecidos por el
oleaje del tic. “Abominación y emputecimiento” pareció dirigirse a él Gaspar: “Y un no sé qué que quedan balbuciendo.
Siempre la misma trinidad fatídica”.
“No: falta el
cuarto elemento” fabrica una trompa intrigante Melchor, y demora muchísimo en
prender otro cigarrillo y prepararse otra copa: “Falta la mascarada, mi
querido. El adiós subversivo. Disculpe, señor Rosso: usted dijo que el Papalote
estrenó ese merengón en la calle-”. “Sí. De tarde temprano y bajo un aluvión de
tomatazos” explicita mi padre: “Es que-”. “Es que él lo hizo desconfiar. Por gusto. A usted y a todos: él no tenía otra
cosa para compartir que su muerte pero hizo
la comedia, primero. Les montó la comedia de la felicidad depravada con
paciencia y dulzura, para demostrar que él estaba moribundo pero vivo de veras. Negoció con el gringo (y
aquella noche se emborrachó hasta reconciliarse con la putrefacta grandeza de
la especie) y construyó el club y se encerró a acariciar a la chiquilina igual
que si ella fuera su hija. Claro que en cierta forma la utilizó (y habrá tenido que digerir algún pensamiento sucio y
digno de la guirnalda verde, obviamente) pero para purificarla. O prepararla
para noches futuras y violentas: digámoslo así. Y cuando les cantó el merengón
desfachatado fue como si estuviera entrando con la infanta en los brazos en el
corazón de un barrio-andurrial bombardeado por la bestialidad la estupidez el
odio y toda la basura adánico / évica. Con la victoria muerta en sus brazos,
pero con la fe intacta en su pureza absurda. Y repitiendo secretamente la
palabra mierda como quien reza o
canta. O eyacula. Discúlpenme, muchachos: pero el que no lo ve así es un burro”.
“Miren” dice Manolita,
perdiendo imperceptiblemente la complacencia: “A mí me han resultado muy
interesantes y divertidas todas estas pesquisas. Y les agradezco muchísimo el
trabajo que se han tomado en venir hasta aquí desde tan lejos. Pero todavía
falta escuchar algo. Y además Dios podrá existir o no (y podrá pagar o no) pero
lo que se han olvidado de puntualizar es que a los artistas siempre les paga el
diablo”. Y ahora es el autorretrato el que parece observarla a ella con
desgarrada devoción. “Bueno” complementa mi padre (que casi no tomó alcohol): “Lo
que todavía nos falta escuchar es la última bachata, Estrellitas y duendes. El Papalote vino a grabarla la mañana que
apareció muerto el Lobo. Y además agregó una especie de despedida, o como
quieran llamarle”.
La última voz del
negro suena hondamente aguda y cascada, aunque cuando empieza a hablar se le
vuelve de oro: Morir cuerdo y vivir loco
/ como aventura no es poco. / Pero solo: qué tristura recitó. Y nos pidió: “No
se olviden de verme, compañeros. Y no escuchen de mí más que la fe en el otro.
Yemanjá del Mar Dulce -la madre de este mundo, que nos reclama el pez de la
purificación- sabe bien quién soy. Y Juan Guerra va a volver como todos los
hombres. Porque un hombre no cabe en la
muerte. Y los ojos de un perro menos,
todavía. A GOZAR Y BRINDAR, MILICIAS DE LA REDENCIÓN!!!! QUE NO QUEDE TRISTEZA
VIVDA EN EL CAMPAMENTO!!!!
Mi padre apagó el
grabador y Baltasar se dio vuelta en el banco del piano y tocó algunas frases
que hicieron que Melchor y Gaspar levantaran sus vasos al mismo tiempo y
quedaran mirándose no exactamente tristes, sino con cierta irredimible
impotencia. El jazmín del país comenzaba a imponerse sobre el incienso rancio
de los espirales. “Qué maravilla” dijo mi padre, golpeándose la frente para
matar un bicho que le dejó tatuada una estrella de sangre. Y yo siento que lo
que tocó el empelucado son verdaderos versos
(y tendré que esperar cerca de veinte años para leerlos traducidos en un
poema de Gelman).
Los reyes
levantaron campamento enseguida y los despedimos sin salir al jardín porque ya
era muy tarde y Manolita todavía tenía que arreglar un asunto con mi padre. El
exigido motor del Fregate retumbó noche abajo como la retirada -no precisamente
victoriosa- de una patrulla de sobrevivientes. “¿Habrá tenido suerte Papá Noel
con su Luz?” hace tintinear su boca Manolita, mientras la ayudamos -a pesar de
sus protestas- a despejar el salón. Y al sentarnos agrega con mansa gravedad: “Don
Pepe, usted todavía no sabe que el Papalote me pidió que borrara esa cinta
apenas terminara de escucharla con los amigos. Pude copiar las letras, si
quiere”. Entonces tengo miedo de que mi padre vuelva a escupir hasta el
amanecer. “¿El mismo cuento de Silvio?” atinó a protestar: “Pero usted recordará
que Kafka-”. “Pero yo no soy Max Brod” lo cortó Manolita: “Tenga fe en lo que
dura”. “¿En qué?” casi gritó mi padre, parándose para irnos. Y de golpe nos
miramos y él entreabrió una risa oscura y dijo: “No te olvides del alma,
isabelino Pena”.
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