4/12/12

 
EL MUNDO DE JOSÉ ENRIQUE RODÓ (1871 - 1917)
 
 
BELÉN CASTRO MORALES
 
 
(desde Tenerife, 2010)
 
 
PRIMERA ENTREGA
 
 
 
 
 
 
La peor injusticia que puede cometerse con respecto a Rodó, es no ubicarlo, al considerar y juzgar su obra, dentro de un proceso histórico.
Mario Benedetti
 
 
 
La vida del ensayista uruguayo José Enrique Rodó está enmarcada entre dos acontecimientos de resonancia mundial: en 1871, cuando nació en Montevideo, acababa de proclamarse la III República francesa y el gobierno popular de la Comuna de París; en 1917, cuando falleció en Italia, casi finalizaba la Primera Guerra Mundial y se iniciaba la Revolución Rusa. En esos cuarenta y cinco años el mundo occidental no sólo experimentó profundas transformaciones, sino que éstas ocurrieron con una desconocida aceleración, y mientras en 1898 terminaba de hundirse el imperio español, emergían las nuevas potencias coloniales: las europeas, que pusieron sus miras en África y Asia, y los Estados Unidos, que aspiraban al dominio de las dos Américas.
 
El mundo se racionalizaba a la luz de la ciencia y se sucedían los inventos: desde el gramófono y el cinematógrafo hasta el motor de explosión, el dirigible y los Rayos X. El desarrollo de las comunicaciones (la linotipia, la telegrafía sin hilos, las redes ferroviarias o la navegación a vapor) permitía una rápida circulación de las ideas, las mercancías y de los viajeros. Como reacción contra el fortalecimiento del capitalismo y de la burguesía, también empezaban a internacionalizarse el pensamiento anarquista y el socialismo, las reivindicaciones del proletariado y las manifestaciones feministas.
 
Estos acontecimientos, cuando los fenómenos empezaban a globalizarse, también afectaban a las repúblicas latinoamericanas, y más aún a las ciudades-puerto del Río de la Plata, donde distintos vínculos históricos y comerciales, así como los aluviones de la inmigración, estrechaban su conexión con Europa. Pero la modernización en Latinoamérica presentaba otros rasgos específicos, otros ritmos, propios de sociedades multiculturales marcadas por más de tres siglos de colonización. Un abismo parecía separar las mentalidades del campo y las de la ciudad, las de la minoría letrada y la mayoría analfabeta, las de los criollos blancos y las de las etnias sojuzgadas, que seguían sufriendo marginación y abusos.
 
Las tesis racistas del positivismo -desde Gobineau a Le Bon- dictaminaban la degeneración o inmadurez de los pueblos mestizos, así como la inferioridad de las razas no arias o caucásicas, para integrar ciudadanías modernas. Sarmiento, en Conflictos y armonías de las razas en América (1883-88), reflejaba esas ideas, que en el Río de la Plata habían justificado las campañas de exterminio del indígena. En el caso del Uruguay, la progresiva desaparición de los charrúas y otras etnias había culminado en 1832 con la campaña «civilizadora» de Bernabé Rivera, mientras que la minoría afrouruguaya, pese a su relativa integración, apenas iba a ser visible en la alta cultura de la época hasta los años veinte.
 
LA MODERNIZACIÓN URUGUAYA
 
Uruguay, el pequeño país ganadero donde creció Rodó, iniciaba su vertiginoso período modernizador (1875-1910), impulsado por el optimismo progresista del positivismo, y por las inversiones de capital inglés. Los paisajes rurales y urbanos sufrieron una rápida transformación, que también afectó al comercio y a las mentalidades. La vida gauchesca tradicional expiraba en unas pampas atravesadas por el ferrocarril y acotadas con cercas de alambre. Mientras los gauchos uruguayos volverán a tomar las armas bajo la bandera blanca del Partido Nacional, la literatura de tema gauchesco reflejará, entre la elegía y el drama, la quiebra de su mundo.
 
La política de inmigración, impulsada para europeizar y modernizar el desarrollo industrial del país, transformó radicalmente su composición demográfica: de 70.000 habitantes en 1830 pasó a tener un millón en 1900, entre los que se contaba un porcentaje elevado de italianos -que en 1865 ya constituían un tercio de la población nacional-, españoles, franceses, suizos, griegos, etc. A finales del siglo XIX Montevideo se había convertido en una populosa ciudad mercantil, cosmopolita y exportadora que miraba a Europa. Muchos de aquellos emigrantes, que llegarían a ser propietarios e integrantes de la nueva burguesía urbana, se habían radicado en la capital en torno a la actividad portuaria, a las nacientes industrias y al comercio. Entre 1840 y 1890 la población europea llegó a ser equivalente e incluso superior a la criolla, y esta circunstancia presentaba nuevos retos sociales: a este naciente proletariado urbano, inmigrante, se asociaba desde 1872 la circulación de ideas anarquistas y socialistas, la actividad sindical, las temidas huelgas y la proliferación de la prensa obrera. La integración de los inmigrantes como ciudadanos de la joven democracia constituyó un desafío para los políticos y educadores de esta etapa.
 
La infancia y primera juventud de Rodó transcurrió durante la etapa militarista (1875-1890), en la que la modernización del país incluyó, paradójicamente, el inicio de la reforma pedagógica liberal de Varela y la implantación del positivismo en la Universidad. Debilitada la dictadura por conatos de rebelión y por el atentado contra el impopular general Máximo Santos (1889), la elección del presidente constitucional Julio Herrera y Obes inició la etapa civilista y democrática, con el prolongado predominio del Partido Colorado al frente del gobierno, el ascenso de José Batlle y Ordóñez y el batllismo. Rodó y los miembros de su generación ingresarán en la escena pública en esta etapa, que se inició agitada por enfrentamientos entre los partidos Blanco (o Nacional) y el Colorado, por las crisis financieras y las huelgas. El Partido Nacional, tradicionalista y de gran arraigo en los campos ganaderos, y los caudillos del interior con sus tropas gauchas, se sublevarán más de una vez al ver traicionada su representación parlamentaria o por el incumplimiento de los pactos de coparticipación. Ese conflicto entre las leyes de la capital y los intereses del interior explica las sublevaciones del caudillo rural Aparicio Saravia (1897 y 1904), mientras la hostilidad de las fracciones dentro del Partido Colorado daba lugar al asesinato del presidente Idiarte Borda por un estudiante batllista en 1897.
 
Rodó, militante en las filas del Partido Colorado, había apoyado a José Batlle y Ordóñez, aunque desde 1906 empezará a manifestar sus desacuerdos con su estilo cada vez más autoritario de gobierno. Mientras la legislación batllista estabilizaba la nación, convirtiéndola en una de las más prósperas, liberales y progresistas del mundo hispánico (estado laico, política de nacionalizaciones, educación popular, integración de la mujer, ley del divorcio, derechos laborales...), Rodó iba a convertirse en una voz prestigiosa y crítica, que en 1916 elegiría su voluntario exilio para morir un año más tarde en Palermo.
 
LA GENERACIÓN DEL NOVECIENTOS
 
En este caótico escenario, y desmintiendo la determinación positivista del medio, hizo su aparición la excepcional generación uruguaya del Novecientos, a la que Rodó pertenece junto con los narradores Javier de Viana, Carlos Reyles y Horacio Quiroga; el filósofo Carlos Vaz Ferreira; el dramaturgo Florencio Sánchez, y los poetas María Eugenia Vaz Ferreira, Julio Herrera y Reissig y Delmira Agustini, entre otros. Se trata de una generación de autodidactas diezmada tempranamente -salvo Carlos Reyles y Carlos Vaz Ferreira, que alcanzaron una edad más avanzada-. Pese a agrupar personalidades tan heterogéneas, sus aportaciones revelan un mismo afán de renovación literaria. Como ha señalado Rodríguez Monegal, entre esos nombres sobresalían con vocación de liderazgo Rodó en la crítica y el ensayo, y Herrera y Reissig en la poesía: uno con su imagen profesoral, el otro con su anárquica y provocadora pose de decadente.
 
Hacia 1895, fecha en que Rodó y sus compañeros de generación ingresan en el panorama literario de su país, el modernismo ya había dado sus primeros frutos: la fecha coincide con la muerte de José Martí y con la estancia de Rubén Darío en Buenos Aires, después de haberse convertido en el máximo referente del modernismo con la edición de Azul...en Valparaíso (1888). En Uruguay los temas nacionales todavía inflamaban la poesía patriótica, católica y romántica de Zorrilla de San Martín, el autor de Tabaré, mientras la narrativa estaba dominada por el realismo histórico y documental de Acevedo Díaz.
 
El trabajo de los jóvenes escritores del Novecientos, integrados por la historiografía literaria dentro de la segunda generación modernista, significó una revolución pacífica contra románticos y realistas, y trajo una nueva conciencia de la subjetividad, de la autonomía del texto literario y del estatuto artístico de la escritura, incluyendo el ensayo literario. Su mayor desafío fue reactivar la vida cultural, conquistar un espacio y captar un público en un ambiente crispado y hostil a las sutilezas del espíritu, donde la alta cultura se veía desplazada por la naciente cultura de masas. Nadie caracterizó esa situación con más ingenio que Herrera y Reissig cuando, al presentar La Revista, hacía alusión a «estos días de enervamiento y frivolidad, en que no existen centros literarios, y en que se fundan footballs, presenciándose, al revés del triunfo de la cabeza, el triunfo de los pies».
 
DEL POSITIVISMO AL NEOIDEALISMO
 
A Rodó y a Carlos Vaz Ferreira, sin ser filósofos en el sentido pleno y sistemático del término, les correspondió superar la filosofía positivista e introducir otras tendencias innovadoras: el neoespiritualismo y el bergsonismo.
 
Hacia 1880, en lucha con el espiritualismo liberal de Cousin y con el catolicismo, el positivismo se había implantado como la tendencia filosófica triunfante en la Universidad uruguaya y ejerció su máxima influencia entre 1885 y 1900. El reformador pedagógico José Pedro Varela, amigo de Sarmiento y admirador del sistema pedagógico estadounidense, había sido el primer heraldo del darwinismo y del evolucionismo social de Spencer, así como el promotor del estudio de las ciencias naturales y sociales en la Universidad, fundamentales para el conocimiento científico y la explotación moderna del medio. La nueva fe en la ciencia se fue extendiendo y las teorías evolucionistas influyeron en todos los campos, desde el filosófico hasta el económico (donde confluyó con el liberalismo económico de Stuart Mill); y también en el naturalismo literario, que se manifestará en las primeras novelas de Carlos Reyles (Beba, 1894) y de Javier de Viana (Gaucha, 1899). Las tesis darwinistas de la lucha por la vida, la ley del más fuerte, o las leyes de la herencia revelaban la huella de la «novela experimental» de E. Zola.
 
La formación científica y tecnológica, convertida en primer objetivo de la instrucción pública por su utilidad social, había supuesto la marginación de las Humanidades y, como denunciará Rodó, de toda actividad «desinteresada» del espíritu. El empeño de Comte de eliminar toda noción metafísica de su proyecto racionalista, así como las teorías darwinistas, que echaban por tierra muchos dogmas de fe, dieron lugar a una crisis espiritual que el catolicismo ortodoxo no supo resolver. Y en este contexto es donde habían empezado a sentirse las reivindicaciones de un espiritualismo renovado y compatible con la moderna razón científica, tanto en el pensamiento masónico, con su deísmo antidogmático, y en el krausismo, con su «panenteísmo» y «racionalismo armónico», como en el «modernismo religioso», que en su intento de conciliar fe y ciencia, fue condenado por las encíclicas de Pío X; o en las creencias esotéricas, que buscaban restaurar por la intuición o la magia la unidad fragmentada por el logos racionalista.
 
Estas tendencias expresaban la reacción neoespiritualista, que quiso devolver su identidad al individuo, privado de voluntad y albedrío; perdido en la masa, en las estadísticas o en las determinaciones genéticas y raciales del positivismo. Esa «reconstrucción metafísica» atendía especialmente a las condiciones del individuo sobresaliente en la democracia igualitaria, y empezaba a manifestarse en el propio positivismo espiritualista de Alfred Feuillée, en el vitalismo de Jean Marie Guyau, así como en Henri Bérenger, el autor de L'Aristocratie intellectuelle (1895), que influirán notablemente en la posición democrática, pero elitista, de Rodó. Esas individualidades superdotadas eran las de los nuevos héroes destinados a guiar las nuevas sociedades, según postulaban las obras de Carlyle y Emerson, o la teoría del superhombre de Nietzsche. Las obras de Ibsen, el pensamiento anarquista (Proudhom, Stirner) y el subjetivismo estetizante de Huysmans, Wilde, D'Annunzio o France, contemplaban aspectos del conflicto, mientras la psicología de Bourget y de Ribot estudiaba esos «casos» excepcionales, y el intuicionismo de Bergson empezaba a descubrir dimensiones de la subjetividad inexploradas por el objetivismo positivista.
 
Ferdinand Brunetière, en su conferencia La renaissance de l'Idéalisme (1896), proclamaba «la bancarrota de la ciencia» y encontraba en la expresión artística un nuevo espiritualismo, que en el simbolismo llegaba a ser una nueva religión. Reinterpretando las leyes de la selección natural, Brunetière explicaba el individualismo excepcional de los artistas, los genios y los héroes culturales como las «especies proféticas» que van en vanguardia de la especie guiando la evolución espiritual de las muchedumbres. Rodó iba a asimilar tempranamente muchas de estas tendencias y lecturas, que en 1910 iba a enumerar en su prólogo a Idola Fori, con estas palabras:
 
La lontananza idealista y religiosa del positivismo de Renan; la sugestión inefable, de desinterés y simpatía, de la palabra de Guyau; el sentimiento heroico de Carlyle; el poderoso aliento de reconstrucción metafísica de Renouvier, Bergson y Boutroux; los gérmenes flotantes en las opuestas ráfagas de Tolstoi y de Nietzsche; y como superior complemento de estas influencias, y por acicate de ellas mismas, el renovado contacto con las viejas e inexhaustas fuentes de idealidad de la cultura clásica y cristiana, fueron estímulo para que convergiéramos a la orientación que hoy prevalece en el mundo (...) Somos los neoidealistas.
 
LA INICIACIÓN INTELECTUAL Y EL PERIODISMO
 
Rodó vino al mundo bajo el signo de la violencia, en plena guerra civil (llamada La Revolución de las Lanzas), que había estallado un año antes con la sublevación armada del caudillo rural Timoteo Aparicio contra el gobierno de Lorenzo Batlle. Creció, durante la dictadura de Latorre, en la calle de los Treinta y Tres, arropado en el seno de una próspera familia numerosa de tradición liberal, que ya contaba seis hijos. Doña Rosario Piñeyro Llamas, su madre, pertenecía a una familia patricia, establecida en la Banda Oriental del Uruguay desde la época colonial, y su padre, don José Rodó Janer, aunque nacido en Tarrasa (Barcelona), llevaba unos treinta años en Uruguay, después de haber pasado un tiempo en Cuba.
 
La madre transmitió a sus hijos las creencias católicas, que el joven Rodó perdió en una crisis de adolescencia, aunque tanto la familia materna como la paterna eran de tradición liberal, constitucionalista y «colorada». En la casa se respiraba un ambiente de cultura y en la biblioteca convivían los clásicos españoles con los autores americanos. Comerciante y procurador, don José había mantenido estrecha amistad con los más notables escritores locales (Acuña de Figueroa, Magariños Cervantes, Andrés Lamas, Manuel Herrera y Obes) y había colaborado con los intelectuales argentinos del exilio de 1838 (Florencio Varela, Miguel Cané, Juan Bautista Alberdi), refugiados de la persecución de Rosas contra los «unitarios». El joven Rodó, que había aprendido a leer antes de los cuatro años con su hermana Isabel, conoció en la biblioteca familiar sus obras, las de Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez o Domingo F. Sarmiento, y los grandes periódicos del romanticismo político antirrosista: El Comercio del Plata, El Inciador y El Plata Científico y Literario. A ese influjo estuvo unida su temprana vocación intelectual y su orientación americanista.
 
Rodó manifestó desde su infancia una clara vocación periodística, seguramente alentada por su padre y sus maestros, y entre los nueve y los catorce años él mismo redactó a mano varios periódicos. Uno de ellos fue El Plata (2 de febrero de 1881), donde ya mostraba su precoz preocupación política, desde la exaltación de los derechos humanos, consagrados por la Revolución Francesa, hasta los ataques contra el dictador Máximo Santos, o un homenaje a la batalla de Caseros, donde había sido vencido el tirano Rosas. Mientras el país sufría la represión de la libertad de prensa, Rodó, matriculado en la prestigiosa escuela laica «Elbio Fernández», publicó junto con otros compañeros Lo cierto y nada más (1883), donde incluyó un artículo sobre Franklin. Ese mismo año lanzaban, Los primeros albores, donde apareció un artículo sobre Bolívar, primer acercamiento al héroe independentista al que dedicará uno de sus mejores trabajos, incluido en El mirador de Próspero. En los temas y enfoques de estos trabajos infantiles, donde convive el culto a los héroes americanos con la condena de la tiranía y manifestaciones a favor de la independencia de Cuba, se reflejan los ideales liberales y masónicos de los reformadores pedagógicos Varela y Elbio Fernández, basados en la educación de una ciudadanía moderna, culta y responsable, destinada a dirigir la nueva nacionalidad.
 
En 1883, a causa de la crisis económica de la familia, tuvo que abandonar el «Elbio Fernández» y continuar sus estudios en un centro público, donde el crítico y escritor Samuel Blixen fue su profesor de Literatura. Tenía catorce años cuando, al fallecer su padre, tuvo que empezar a trabajar, primero como escribano y luego, desde 1891, como empleado en el Banco de Cobranzas. Estas circunstancias, unidas a su aversión a los exámenes, explican que no alcanzara el título de Bachiller, pese a sus altas calificaciones en Literatura e Historia, y que desde 1894 decidiera formarse como autodidacta.
 
LA REVISTA NACIONAL DE LITERATURA Y CIENCIAS SOCIALES
 
En 1895, cuando ya contaba veinticuatro años, Rodó empezó a colaborar en la prensa, actividad que le iba a servir de sustento y también como medio de divulgar sus ideas y criterios en varios momentos, hasta el final de su vida. Una de sus primeras colaboraciones, en El Montevideo Noticioso, fue un poema, a «La Prensa», donde describía la degradación del periodismo rioplatense, desde su nacimiento en la víspera heroica de la Independencia hasta su declive en las sociedades modernas, cuando renunciaba a su labor cultural y educativa para adaptarse a los gustos de la masa.
 
Esta observación explica su decisión de fundar una revista cultural consagrada al cultivo de las ideas y las letras, la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales (1895-1897), con sus amigos Víctor Pérez Petit y los hermanos Daniel y Carlos Martínez Vigil. Según declaraban en su «Programa», la publicación pretendía entrar en el estancado panorama del periodismo cultural para ofrecer «la vida cerebral de las nuevas generaciones» y para «sacudir el marasmo en que yacen por el momento las fuerzas vivas de la intelectualidad uruguaya». Bajo el lema de «Laboremus», los redactores llamaban a los nuevos talentos a divulgar el pensamiento universitario en el campo de las ciencias sociales, de la filosofía del derecho y del arte, así como a contribuir a la renovación de las letras. En La Revista Nacional... ofreció la primera recepción del modernismo literario en el Uruguay, pues no sólo publicó textos de Rubén Darío, Lugones y otros, sino que también inició la actividad crítica sobre el movimiento, sobre todo a través de las secciones «La lírica en Francia» y «Los modernistas», en las que Víctor Pérez Petit ofrecía noticias de la actualidad literaria.
 
Rodó se estrenó con la reedición de su reseña sobre Dolores, de Federico Balart, ya publicada en El Montevideo Noticioso, donde celebraba el giro espiritualista en sus poemas, mientras juzgaba como superficial el formalismo de las «escuelas de decadencia» imperantes en Francia, tan alejadas de su gusto por «la poesía que es acción». En paralelo con sus reseñas también fue definiendo su idea de la crítica literaria, inspirada en los valores antidogmáticos de tolerancia, flexibilidad y empatía con la obras y épocas literarias que eran objeto de su estudio. Leopoldo Alas, al agradecerle su artículo «La crítica de Clarín» (20-IV y 5-V-1895), inició una interesante correspondencia con el joven Rodó, que iba a considerarlo un maestro a distancia. Ambos, con pleno acuerdo, detestaban el modernismo que llamaban «gongórico», «lilial» y «azul», cuyo esteticismo formalista y superficial desvirtuaba su idea de otro modernismo, original, profundo y pensante.
 
Al calor de su amistad con Clarín, Rodó irá perfilando su innovadora definición de la crítica literaria, que dejó plasmada en «Notas sobre crítica» (10-I-1896): «Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria que pueda aspirar a ser algo superior al eco transitorio de una escuela...». Desde el inicio de su actividad Rodó se planteó la actividad crítica no sólo como una práctica de mediación entre los libros y los lectores, sino también como un motivo de reflexión sobre el que consideró un género literario de rango superior. Aunque nunca publicó el libro De la tolerancia en la crítica, que tenía proyectado en 1897, sí pueden leerse algunas reflexiones de gran interés dedicadas a esta actividad, agrupadas por Rodríguez Monegal en la sección titulada Proteo, en sus Obras completas. En una de ellas leemos:
 
...[la crítica], muy lejos de limitarse a una descarnada manifestación del juicio, es el más vasto y complejo de los géneros literarios; rico museo de la inteligencia y la sensibilidad, donde, a favor de la amplitud ilimitada de que no disponen los géneros sujetos a una arquitectura retórica, se confunden el arte del historiador, la observación del psicólogo, la doctrina del sabio, la imaginación del novelista, el subjetivismo del poeta.
 
Pero Rodó, impregnado del ideario krausista de Leopoldo Alas, también creía en la responsabilidad y valor formativo de la crítica mediante el ejercicio del juicio, que debía estimular valores éticos y establecer criterios basados en la «oportunidad», la «conveniencia» o la adecuación de las obras al medio americano. A estos principios se asociaba su rechazo del decadentismo, el exotismo y el esteticismo vacuo de algunos modernistas, así como su apoyo a la literatura de ideas y fondo social, que fuera capaz de expresar la identidad compleja de la América moderna y urbana, superando los tópicos románticos del paisaje y lo pintoresco, en una nueva conformación estética original.
 
De acuerdo con esa actitud, varios trabajos que Rodó publicó en la Revista Nacional muestran la primera fase de su americanismo, centrado, como ha estudiado Ardao, en el americanismo literario y en la selección de sus elementos más perdurables para cimentar su desarrollo futuro. Rodó empezó por releer la tradición literaria rioplatense para establecer sus rasgos característicos y originales, siguiendo el ejemplo del romántico argentino Juan María Gutiérrez, otro de sus modelos de crítico literario. Fijó los primeros hitos de la inteligencia uruguaya en otro sustancioso artículo, dedicado al diario El Iniciador, que Andrés Lamas y Miguel Cané (padre) habían publicado en 1838, que había divulgado artículos de Larra, versiones de la poesía romántica europea, del espiritualismo ecléctico de Cousin y del socialismo utópico. El joven editor reconocía en ellos «el punto de arranque de un grande y poderoso movimiento de ideas» políticas y literarias, así como el origen del periodismo moderno rioplatense.
 
También representa su americanismo literario la página titulada «Por la unidad de América» (25-IV-1896), una carta abierta al escritor argentino Manuel Ugarte, donde Rodó celebraba el sello de «internacionalidad americana» de su Revista Literaria, nacida en Buenos Aires para fomentar la unión y el mejor conocimiento entre las naciones hermanas.
 
Pero, sin duda, el artículo que dio mayor notoriedad a Rodó fue «El que vendrá» (3-VII-1896), que Samuel Blixen, su profesor de Literatura, crítico teatral y director de La Razón, reprodujo enseguida en ese diario con el titular «Un artículo notable: Lo que vendrá», y con un elogio de su estilo -«prosa de arte»-, donde «el verbo se ha hecho síntesis de todas las cosas bellas, y a más de ser poesía, parece también música y pintura». El texto ofrece un manifiesto literario, donde puede leerse su adhesión al pensamiento neoidealista y su llamada al cambio: a superar el vacío espiritual y la desorientación que el positivismo, el naturalismo y el decadentismo, con su enfermiza delectación «en la libación de lo extravagante y de lo raro», habían dejado en las sensibilidades inquietas de la juventud finisecular. Una luz crepuscular iluminaba la desolación de las ruinas de la cultura decimonónica («...los maestros, como los dioses, se van»), sin que pudiera vislumbrarse la fórmula del porvenir. Habla con angustia una voz colectiva, generacional, que espera definir su vocación: «Esperamos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y oscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido».
 
En estas fechas se reprimía una sublevación del caudillo gaucho Aparicio Saravia, las huelgas de obreros paralizaban la ciudad y los liberales se manifestaban contra la creación del Arzobispado (1896). La guerra de independencia en Cuba estaba en pleno apogeo. Todas las repúblicas del Sur seguían con expectación el desenlace, y Rodó, que había iniciado correspondencia con el independentista cubano Rafael Merchán, le escribía: «A pesar de nuestras propias inquietudes, que son absorbentes y angustiosas en el momento actual, los orientales no permanecemos indiferentes a la suerte de la heroica patria de V.». La revista aparecerá una reseña de su libro Cuba. Justificación de su guerra de independencia.
 
Pero la Revista Nacional..., que ya había ganado cierta resonancia internacional, había acumulado deudas y dejó de salir en junio de 1897, cuando llegaba a su número 60. Le quedó el honor de haber iniciado la serie de efímeras publicaciones literarias del modernismo uruguayo: La Revista, dirigida por Julio Herrera y Reissig (1899-1900); La Revista de Salto (1899-1900), de Horacio Quiroga; Vida Moderna (1900‑1903), dirigida por R. A. Palomeque y Raúl Montero Bustamante, o el Almanaque Artístico del Siglo XX, que publicó entre 1900 y 1903 textos de Rodó, Herrera y Reissig, de Horacio Quiroga y de otros modernistas.
 
Rodó, que empezaba a ser valorado en España y América como un joven intelectual de relieve, acusará las tensiones de su situación personal y del ambiente político del país, que en 1897 asistía a la revolución de Aparicio Saravia y, unos meses después, al asesinato del presidente Idiarte Borda.

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