HERMAN HESSE (1877 – 1962)
SIDDHARTA
SEGUNDA ENTREGA
Siddharta conocía a muchos brahmanes venerables,
sobre todo a su padre, el puro, el sabio, el más reverenciado. Su padre era
digno de admiración; su comportamiento resultaba sosegado y noble, su vida era
pura, su palabra sabia, los pensamientos de su frente delicados y
aristocráticos.
Pero él, que sabía tanto, ¿vivía en la bienaventuranza,
tenía la paz? ¿Acaso no era también uno de los que buscan siempre, sedientos?
¿No necesitaba beber continuamente en las fuentes sagradas, en los sacrificios,
en los libros, en los diálogos con los brahmanes? ¿Por qué él, que era irreprochable,
tenía que lavar diariamente sus pecados, esforzarse cada día en la
purificación, repetirla cotidianamente? ¿No estaba el atman en él, no
fluía la primera fuente de su propio corazón? ¡Esa primera fuente debía, tenía
que encontrarse en el propio yo! ¡Era necesario poseerla!
Todo lo restante era una simple búsqueda, un rodeo,
un desvarío.
Tales eran los pensamientos de Siddharta. Esa era
su sed, su sufrimiento.
A menudo pronunciaba las palabras de un Chandogya-Upanishad:
-Quizás el nombre del brahmán sea Satyam... Quien
lo sabe con certeza entra diariamente en el mundo celestial.
Siddharta parecía estar a menudo cerca del mundo
celeste, pero nunca lo había alcanzado completamente, jamás había saciado la
última sed. Tampoco ninguno de todos los más sabios que Siddharta conociera, y
de cuyas enseñanzas disfrutó, había conseguido ese mundo celestial que apaga la
sed eterna para siempre.
-Govinda -dijo Siddharta a su amigo-, Govinda, ven
conmigo a la higuera de los banianos. Tenemos que practicar el arte de la meditación.
Se fueron a la higuera de los banianos. Se
sentaron. Aquí Siddharta y veinte pasos más allá Govinda. Acomodado y dispuesto
a decir el Om, Siddharta repitió el verso murmurando:
Om es el arco, la flecha, es el alma,
la meta de la flecha es el brahmán,
al que sin cesar se debe alcanzar.
Cuando había pasado el tiempo acostumbrado para el
ejercicio del arte de ensimismarse, Govinda se levantó. Se había hecho tarde;
ya era la hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a Siddharta por su
nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se hallaba sentado, con la mirada fija
en una meta lejana, con la punta de la lengua saliendo un poco entre los
dientes; parecía que no respiraba. Así sentado, logrado el arte de
ensimismarse, pensaba en el Om, enviaba su alma como una flecha hacia el
brahmán.
Un día, por la ciudad de Siddharta pasaron unos
samanas, ascetas peregrinos; eran tres hombres enjutos y apagados, ni viejos ni
jóvenes, con hombros ensangrentados y llenos de polvo, casi desnudos, quemados
por el sol, rodeados de soledad, forasteros y enemigos del mundo, extraños y flacos
chacales en un reino de hombres. Tras ellos venía un ardiente hálito de
silenciosa pasión, de servicio destructivo, de despersonalización implacable.
Por la noche, después de la hora de la
contemplación, Siddharta declaró a Govinda:
-Mañana de madrugada, amigo, Siddharta irá con los
samanas. Será un nuevo samana.
Govinda palideció al oír tales palabras y al leer
en la cara inmóvil de su amigo aquella decisión imposible de desviar, como la
flecha disparada por el arco. De pronto, y con la primera mirada, Govinda se
dio cuenta: esto es sólo el principio; ahora Siddharta iniciará su camino,
ahora empieza a despertar su destino. Y con el suyo, también el mío.
Y se tomó lívido como la piel seca de un plátano.
-Siddharta -invocó-. ¿Te lo permitirá tu padre?
Siddharta le observó como uno que empieza a
despertarse. Raudo como una flecha leyó en el alma de Govinda, adivinó el
miedo, advirtió la sumisión.
-Govinda -afirmó en voz baja-, no debemos malgastar
palabras. Mañana de madrugada empezaré la vida de los samanas. No se hable más.
Siddharta entró en la habitación donde se
encontraba su padre sentado encima de una estera de maguey; se colocó tras él y
aguardó hasta que se diera cuenta de que alguien se hallaba a sus espaldas.
El brahmán preguntó:
-¿Eres tú, Siddharta? Pues manifiesta lo que has
venido a decirme.
Empezó Siddharta:
-Con tu permiso, padre. He venido a comunicarte que
deseo abandonar mañana tu casa para irme con los ascetas. Mi deseo es
convertirme en un samana. Espero que mi padre no se oponga.
El brahmán quedó en silencio y permaneció así tanto
tiempo que, por la pequeña ventana, pasaron las estrellas y cambiaron su figura
antes de que se rompiera el silencio de aquella habitación. Callado y sin
moverse se hallaba el hijo, con los brazos cruzados; callado y sin moverse el
padre seguía sentado sobre la estera. Y las estrellas pasaban por el cielo.
Entonces declaró el padre:
-No es conveniente que un brahmán pronuncie
palabras violentas y furiosas. Pero la indignación estremece mi alma. No quiero
oír de tu boca este deseo por segunda vez.
Lentamente se levantó el brahmán. Siddharta
continuaba callado, con los brazos cruzados.
-¿Qué esperas? -preguntó el padre.
Siddharta contestó:
-Tú ya sabes.
Buscó su cama y se tendió en ella lleno de ira. Después
de una hora, el sueño no había conseguido cerrarle los ojos, se levantó el
brahmán, paseó de un lado a otro y por fin salió de la casa. A través de la
pequeña ventana de la habitación miró hacia el interior y vio a Siddharta en el
mismo sitio, con los brazos cruzados. Pálido, con su clara túnica reluciente.
El padre regresó a su lecho con el corazón intranquilo.
Después de una hora sin conseguir conciliar el
sueño, se levantó otra vez, paseó de un lado a otro, salió de la casa y observó
que la luna había salido. A través de la ventana de la alcoba contempló el
interior; y allí se encontraba Siddharta sin haberse movido, con los brazos cruzados,
con la luz de la luna reflejándose en sus desnudas piernas. Con el corazón
abrumado, regresó a su cama.
Y volvió después de una hora, de dos horas; miró a
través de la pequeña ventana y vio a Siddharta a la luz de la luna, de las estrellas, en
la oscuridad. Y lo repitió a cada hora, en silencio; miraba hacia la alcoba y
veía que Siddharta no se movía. Su corazón se llenó de ira, se colmó de intranquilidad,
se saturó de miedo, se nutrió de pena.
Y en la última hora de la noche, antes de que
empezara el día, regresó; entró en el cuarto y observó al joven, que le pareció
más alto, como un extraño.
-Siddharta -invocó-. ¿ Qué esperas?
-Tú ya sabes.
-¿Te quedarás siempre así y aguardarás hasta que se
haga de día, hasta el mediodía, hasta la noche?
-Me quedaré así y esperaré.
-Te cansarás, Siddharta.
-Me cansaré.
-Te dormirás, Siddharta.
-No me dormiré.
-Te morirás, Siddharta.
-Me moriré.
-Así pues, ¿deseas abandonar tu idea?
-Siddharta hará lo que su padre le diga.
La primera luz del día entró en la habitación. El
brahmán vio que las rodillas de Siddharta temblaban. Sin embargo, en el rostro
de su hijo no vio ninguna duda, sus ojos miraban hacia muy lejos. Entonces el
padre se dio cuenta de que Siddharta ya desde ahora no se hallaba a su lado, en
su tierra. Ahora ya le había abandonado.
El padre tocó el hombro de Siddharta.
-Irás al bosque -dijo-, y serás un samana. Si
encuentras la bienaventuranza en el bosque, regresa y enséñamela. Si hallas el desengaño,
vuelve y de nuevo sacrificaremos juntos ante los dioses. Ahora ve, besa a tu
madre y dile adónde vas. Ya es mi hora de ir al río, a efectuar la primera ablución.
Retiró la mano del hombro de su hijo y salió.
Siddharta vaciló en el momento en que intentó andar. Dominó sus miembros, se
inclinó ante su padre y se dirigió hacia su madre para obrar tal como le había
pedido el progenitor.
Con la primera luz del día, Siddharta abandonó
lentamente la silenciosa ciudad, con las piernas entumecidas aún. En la última
choza apareció una sombra que se había escondido allí, y que se unió al
peregrino: era Govinda.
-Has venido -declaró Siddharta, sonriente.
-He venido -respondió Govinda.
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