3/12/12


JOSÉ LEZAMA LIMA

LA EXPRESIÓN AMERICANA


VIGESIMOCUARTA ENTREGA

CAPÍTULO V (1)

Sumas críticas del americano (1)



Por los años de 1920, cuando irrumpían los llamados reservistas de la literatura francesa, el concepto de originalidad estallaba y se extendía como los avisos matinales del gallo. Se juzgaba, favorablemente, en función de “es otra cosa”, como halago que motivaba miradas convenidas por la simpatía. Faire autre chose, faire le contraire, era la divisa exigida al surgimiento de las nuevas generaciones que nacían con un signo real en la tetilla izquierda, como los antiguos reyes de Georgia. Un Picasso, un Stravinsky, un Joyce, eran juzgados a la sombra del sprit nouveau, en función de originalidad. Su ruptura era tan superior a su deuda generacional, que su espinazo histórico era diluido en lo amorfo y protocelular. Cézanne y Picasso eran dos reyes que hacían sus juramentos caminando, de espaldas el uno al otro, dirigiéndose hacia distintos árboles. Se quería olvidar, que en la búsqueda de ese frenesí de la originalidad, era el cansancio lo que impulsaba sus pasos, semejante a esos perezosos, que de pronto, al llegar la nueva estación, abren las ventanas, convulsionan los brazos y golpean las mantas del invierno con unas largas varas, como un arriero golpea una recua inmóvil en una encrucijada.


Picasso era “otra cosa”, que la búsqueda de la sensación; Stravinsky era “otra cosa” que el afán de encontrar el color orquestal. Un Joyce era “otra cosa”, que la sátira moral de un Bernard Shaw. Así, el sprit nouveau señalaba con un hilo la inquietud de su soledad de los comienzos y olvidaba que esa frase era una de las etiquetas puestas a la moda por Baudelaire, en el París de la guerra francoprusiana al saludar los metales wagnerianos, el infantilismo diabólico de Luis de Baviera y las enigmáticas representaciones de Jeanne Samary.


Pero al rodar de diez años, la escenografía iba a rehusar el hacer “otra cosa”, para reencontrar la línea de continuidad que unía las generaciones. Nos empeñábamos en demostrar que era “la misma cosa”, la que con nombres distintos y dosificadas mutaciones, recorría el trayecto de la expresión. Detrás de los valores que una década anterior se apreciaban como originales, se admiraba ahora a título de súmulas históricas, de sentido crítico concentrado, la astucia para pellizcar en aquellas zonas del pasado donde se habían aposentado viveros de innovaciones, que se habían quedado inexpresadas en su totalidad y que ahora se les presentaban como un fragmento aditivo. A Picasso se le quería extraer de la tradición francesa en sus primeras manifestaciones en esta secularidad, de la era de la experimentación y de las mutaciones, para apegarlo, según su propio gusto de lince contemporáneo, a la tradición española, menos riesgosa, que avanza con más lentitud y por lo mismo de un hueso más resistente para las exigencias de lo temporal. (Se olvidaba esta maliciosa tradición, que tanto el Greco, como Goya, se debían a síntesis histórica y no a productos del indigenismo). Pero aparte de ese reemplazo, en Picasso, de lo español taurino a lo francés formalista, se subrayaba en él golosamente sus pastiches del Greco y de Lautrec, su etapa dórica, sus excursiones a las rocas diédricas del Beato Orta, sus adaptaciones de iluministas catalanes, en fin, su elegante dominio de la panoplia del historicismo estilista. Ya no se buscaba que fuera innovador y original, inquieto y rápido, sino que estuviese respaldado por la gran tradición de la pintura española, por valores sólidos y gravitantes, por estructuras, por huesos carboníferos y dibujos en las rocas, en el crecimiento de las mareas.


En un Stravinsky, con más segura ventura pues se estaba más dentro de una fácil verdad, su fondo popular, los seguros avances del manejo de su masa orquestal en relación con la de Rimsky, que asimilaba y ampliaba, su descubrimiento de Pergolessi, el rag time y el tap, la era del jazz, en fin, todas las abejas históricas sirviendo un manto con emblema de todas las épocas. En el caso de Joyce, ya no era su taller filológico, su furia verbal, sino el Padre Suárez y el Padre Sánchez, los maestros escolásticos escogidos por los jesuitas, las latas de basura de los barrios bajos de Dublín, el instrumental de la ginecología especializada pasada por la gigantomaquia de Rabelais, el diseño odiseico. De tal manera, que en menos de diez años, nuestros críticos ondulaban, se rectificaban, se oponían por el vértice, lo que se consideraba original era producto del estilismo, lo que aparentaba una ruptura, era una secreta continuidad. Eso hacía ya desusado y anacrónico el tema de las generaciones, traído del seminario alemán, pues las generaciones tienen que partir de la creación, no de un voluntarioso anti, de un combatir a, en proyección matinal de adivinación de futuro. Las generaciones no se forman en la voluntad de querer lo distinto, que es apariencia, sino en el ser de la creación, de ente concurrente de lo verdaderamente novedoso. Lo frenético y destemplado, vemos en los más significativos creadores se vuelve en su fondo, al paso de una década, producto de elaboración y compás. Y perdida la brújula, los que a su tiempo desempeñaban el role de los más jóvenes no sabían si se enfrentaban con acciones o reacciones artísticas, no sabían si combatían lo nuevo disfrazados de viejos, o si reaccionaban frente a un formalismo caducado con un realismo que exhalaba vahos pestíferos de tumba, podrida fiebre de los ocasos.


En realidad, lo que sucedía en su nueva y verdadera profundidad, era más difícil de querer y señalar. Sobre todo que era una nueva posición, desamparada de todo historicismo, no precisaba por referencias anteriores. En mi opinión, se debía al surgimiento de una nueva manifestación del hombre en su lucha con la forma. Era un tipo de creador, que podía al terminar su primera formación, nutrido por todo el aporte de la cultura antigua, que lejos de fatigarlo, exacerbaba sus facultades creadoras, haciéndolas terriblemente sorpresivas. Un saber crítico, que era al mismo tiempo, y quizás por lo mismo muy creador; un conocimiento intuitivo, que se hipostasiaba en lo histórico, por una rápida penetración de las zonas de creación en la habitual confusión de lo histórico. Se me objetará, y la objeción es sólo superficial, que Leonardo y Goethe, realizaron ese tipo de cultura hecho de grandes síntesis vivientes; de un rico poder para descubrir, a través de la forma, los contenidos de creación. Pero una diferencia entre ambos modos de síntesis nos parece bastarle a nuestra finalidad. Las grandes figuras del arte contemporáneo, han descubierto regiones que parecían sumergidas, formas de expresión o conocimiento que se habían desusado, permaneciendo creadoras. El conocimiento de Joyce del neotomismo, siquiera sea como diletanti, no era un eco tardío de la escolástica, sino un mundo medieval, que al ponerse en contacto con él se volvía extrañamente creador. La llegada de Stravinsky a Pergolessi, no era una astucia neoclásica, sino la necesidad de encontrar un hilo en la tradición, que había estado tan cerca de alcanzar el secreto de la música, el canon de la creación, la fijeza en las mutaciones, el ritmo del retorno. La gran excepción de un Leonardo o de un Goethe, se convertía en nuestra época en la expresión signaría, que exigía un intuitivo y rápido conocimiento de los estilos anteriores, rostros de lo que ha seguido siendo creador después de tantos naufragios y una adecuada situación en la polémica contemporánea, en el fiel de lo que se retira hacia las sombras y el chorro que salta de las aguas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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