JOSÉ
LEZAMA LIMA
LA EXPRESIÓN AMERICANA
VIGESIMOCUARTA ENTREGA
CAPÍTULO V (1)
Sumas
críticas del americano (1)
Por los años de 1920, cuando irrumpían los llamados reservistas de la
literatura francesa, el concepto de originalidad estallaba y se extendía como
los avisos matinales del gallo. Se juzgaba, favorablemente, en función de “es
otra cosa”, como halago que motivaba miradas convenidas por la simpatía. Faire autre chose, faire le contraire,
era la divisa exigida al surgimiento de las nuevas generaciones que nacían con
un signo real en la tetilla izquierda, como los antiguos reyes de Georgia. Un
Picasso, un Stravinsky, un Joyce, eran juzgados a la sombra del sprit nouveau, en función de
originalidad. Su ruptura era tan superior a su deuda generacional, que su
espinazo histórico era diluido en lo amorfo y protocelular. Cézanne y Picasso
eran dos reyes que hacían sus juramentos caminando, de espaldas el uno al otro,
dirigiéndose hacia distintos árboles. Se quería olvidar, que en la búsqueda de
ese frenesí de la originalidad, era el cansancio lo que impulsaba sus pasos,
semejante a esos perezosos, que de pronto, al llegar la nueva estación, abren
las ventanas, convulsionan los brazos y golpean las mantas del invierno con
unas largas varas, como un arriero golpea una recua inmóvil en una encrucijada.
Picasso era “otra cosa”, que la búsqueda de la sensación; Stravinsky era
“otra cosa” que el afán de encontrar el color orquestal. Un Joyce era “otra
cosa”, que la sátira moral de un Bernard Shaw. Así, el sprit nouveau señalaba con un hilo la inquietud de su soledad de
los comienzos y olvidaba que esa frase era una de las etiquetas puestas a la
moda por Baudelaire, en el París de la guerra francoprusiana al saludar los
metales wagnerianos, el infantilismo diabólico de Luis de Baviera y las
enigmáticas representaciones de Jeanne Samary.
Pero al rodar de diez años, la escenografía iba a rehusar el hacer “otra
cosa”, para reencontrar la línea de continuidad que unía las generaciones. Nos
empeñábamos en demostrar que era “la misma cosa”, la que con nombres distintos
y dosificadas mutaciones, recorría el trayecto de la expresión. Detrás de los
valores que una década anterior se apreciaban como originales, se admiraba
ahora a título de súmulas históricas, de sentido crítico concentrado, la
astucia para pellizcar en aquellas zonas del pasado donde se habían aposentado
viveros de innovaciones, que se habían quedado inexpresadas en su totalidad y
que ahora se les presentaban como un fragmento aditivo. A Picasso se le quería
extraer de la tradición francesa en sus primeras manifestaciones en esta
secularidad, de la era de la experimentación y de las mutaciones, para
apegarlo, según su propio gusto de lince contemporáneo, a la tradición
española, menos riesgosa, que avanza con más lentitud y por lo mismo de un
hueso más resistente para las exigencias de lo temporal. (Se olvidaba esta
maliciosa tradición, que tanto el Greco, como Goya, se debían a síntesis
histórica y no a productos del indigenismo). Pero aparte de ese reemplazo, en
Picasso, de lo español taurino a lo francés formalista, se subrayaba en él
golosamente sus pastiches del Greco y
de Lautrec, su etapa dórica, sus excursiones a las rocas diédricas del Beato
Orta, sus adaptaciones de iluministas catalanes, en fin, su elegante dominio de
la panoplia del historicismo estilista. Ya no se buscaba que fuera innovador y
original, inquieto y rápido, sino que estuviese respaldado por la gran
tradición de la pintura española, por valores sólidos y gravitantes, por
estructuras, por huesos carboníferos y dibujos en las rocas, en el crecimiento
de las mareas.
En un Stravinsky, con más segura ventura pues se estaba más dentro de
una fácil verdad, su fondo popular, los seguros avances del manejo de su masa
orquestal en relación con la de Rimsky, que asimilaba y ampliaba, su
descubrimiento de Pergolessi, el rag time y el tap, la era del jazz, en fin,
todas las abejas históricas sirviendo un manto con emblema de todas las épocas.
En el caso de Joyce, ya no era su taller filológico, su furia verbal, sino el
Padre Suárez y el Padre Sánchez, los maestros escolásticos escogidos por los jesuitas,
las latas de basura de los barrios bajos de Dublín, el instrumental de la
ginecología especializada pasada por la gigantomaquia de Rabelais, el diseño
odiseico. De tal manera, que en menos de diez años, nuestros críticos
ondulaban, se rectificaban, se oponían por el vértice, lo que se consideraba
original era producto del estilismo, lo que aparentaba una ruptura, era una
secreta continuidad. Eso hacía ya desusado y anacrónico el tema de las
generaciones, traído del seminario alemán, pues las generaciones tienen que
partir de la creación, no de un voluntarioso anti, de un combatir a, en
proyección matinal de adivinación de futuro. Las generaciones no se forman en
la voluntad de querer lo distinto, que es apariencia, sino en el ser de la
creación, de ente concurrente de lo verdaderamente novedoso. Lo frenético y
destemplado, vemos en los más significativos creadores se vuelve en su fondo,
al paso de una década, producto de elaboración y compás. Y perdida la brújula,
los que a su tiempo desempeñaban el role de
los más jóvenes no sabían si se enfrentaban con acciones o reacciones
artísticas, no sabían si combatían lo nuevo disfrazados de viejos, o si
reaccionaban frente a un formalismo caducado con un realismo que exhalaba vahos
pestíferos de tumba, podrida fiebre de los ocasos.
En realidad, lo que sucedía en su nueva y verdadera profundidad, era más
difícil de querer y señalar. Sobre todo que era una nueva posición, desamparada
de todo historicismo, no precisaba por referencias anteriores. En mi opinión,
se debía al surgimiento de una nueva manifestación del hombre en su lucha con
la forma. Era un tipo de creador, que podía al terminar su primera formación,
nutrido por todo el aporte de la cultura antigua, que lejos de fatigarlo,
exacerbaba sus facultades creadoras, haciéndolas terriblemente sorpresivas. Un
saber crítico, que era al mismo tiempo, y quizás por lo mismo muy creador; un
conocimiento intuitivo, que se hipostasiaba en lo histórico, por una rápida
penetración de las zonas de creación en la habitual confusión de lo histórico.
Se me objetará, y la objeción es sólo superficial, que Leonardo y Goethe,
realizaron ese tipo de cultura hecho de grandes síntesis vivientes; de un rico
poder para descubrir, a través de la forma, los contenidos de creación. Pero
una diferencia entre ambos modos de síntesis nos parece bastarle a nuestra
finalidad. Las grandes figuras del arte contemporáneo, han descubierto regiones
que parecían sumergidas, formas de expresión o conocimiento que se habían
desusado, permaneciendo creadoras. El conocimiento de Joyce del neotomismo,
siquiera sea como diletanti, no era un eco tardío de la escolástica, sino un
mundo medieval, que al ponerse en contacto con él se volvía extrañamente
creador. La llegada de Stravinsky a Pergolessi, no era una astucia neoclásica,
sino la necesidad de encontrar un hilo en la tradición, que había estado tan
cerca de alcanzar el secreto de la música, el canon de la creación, la fijeza
en las mutaciones, el ritmo del retorno. La gran excepción de un Leonardo o de
un Goethe, se convertía en nuestra época en la expresión signaría, que exigía
un intuitivo y rápido conocimiento de los estilos anteriores, rostros de lo que
ha seguido siendo creador después de tantos naufragios y una adecuada situación
en la polémica contemporánea, en el fiel de lo que se retira hacia las sombras
y el chorro que salta de las aguas.
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