LEON CHESTOV
KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción
de José Ferrater Mora
VIGÉSIMA ENTREGA
IX
EL CONOCIMIENTO COMO CAÍDA (1)
Si se me
permitiera expresar un deseo, pediría que a ninguno de mis lectores se le
ocurriera llevar adelante su penetración hasta formular la siguiente pregunta:
¿Qué habría ocurrido si Adán no hubiese pecado?
KIERKEGAARD
Para perdonar el pecado hay que disponer del poder de hacerlo, como hay
que disponer del poder de curar para sanar a un paralítico. La razón dice,
naturalmente, que una y otra cosa son imposibles, no sólo para el hombre, sino
también para un ser superior. Zeus, recordándolo, ha revelado personalmente
este misterio a Crisipo o, mejor dicho, Crisipo y Zeus han tenido la revelación
de este supremo misterio del ser bebiendo ambos de las mismas fuentes eternas e
inagotables de la verdad. Para hablar en el lenguaje de San Buenaventura: las
verdades de Zeus y de Crisipo no se hallan en posición más desventajosa que las
demás verdades. Si a alguien se le hubiera ocurrido atacarlas apoyándose en la
razón, habría sido posible defenderlas recurriendo asimismo a la razón. No
sucede lo mismo con la verdad que Jesús pretende implantar en el Evangelio:
todos los argumentos racionales le son contrarios y no se puede invocar ninguno
en su favor. Tal verdad se ve forzada a confesar, como Kierkegaard lo hizo, que
se halla privada de la protección de las leyes. O para emplear el lenguaje
corriente: ni Jesús de Nazaret ni nadie en el mundo tiene el poder de perdonar
los pecados y de sanar a los paralíticos. La razón ha proclamado esta verdad propio motu sin pedir nada, sin
preguntar nada a nadie. Lo repito, e insisto en este hecho: sin pedir nada ni a
los hombres ni a los dioses, sin preocuparse si querían o no admitir esta
verdad. Por lo demás, la razón tampoco ha proclamado esta verdad porque la
deseara o la apreciara, o porque hubiese tenido necesidad de ella. La ha
proclamado simplemente en un tono que no admitía réplica. Y así esta verdad
comenzó a regenerar la vida y con un suspiro disimulado (el propio Zeus
suspiraba al confesar a Crisipo su impotencia) todos los seres vivientes se
sometieron a ella.
¿Por qué se sometieron? ¿De dónde le viene a la razón el poder de
imponer sus verdades inservibles, detestables, a veces absolutamente
insoportables? Pero nadie, ni los hombres ni los dioses, plantea una tal
cuestión; cuando menos, se abstienen de plantearla los dioses del paganismo.
Esto constituiría, en efecto, una grave ofensa para la razón, para la grandeza
de la razón, una laesio majestatis contra
la cual nos pone en guardia el profundo Spinoza. Los pelagianos defendían
desesperadamente la moral con el fin de realizar su homo, emancipatus a deo. La filosofía especulativa no se muestra
menos apasionada por alcanzar la ratio
emancipada a Deo. Sólo la verdad que ha sabido liberarse de Dios es para
ella la verdad. Cuando Leibniz anunciaba solemnemente que las verdades eternas
existen en el entendimiento de Dios independientemente de su voluntad, no hacía
sino proclamar abiertamente un principio del cual se había nutrido la filosofía
medieval y que éste había recibido de la herencia griega: todos los esfuerzos
de la razón humana han tendido siempre a procurarse veritates emancipatae a Deo. La razón dicta las leyes que le place
dictar en virtud de su misma naturaleza. Pues tampoco ella es libre. Aunque lo
quisiera, no podría dar el mundo en plena propiedad a los hombres. Pero ella
misma no pregunta por qué dicta esas leyes y no autoriza a nadie a plantearse
dicha cuestión. Así es y así será eternamente. Los destinos humanos, los
destinos del universo han quedado fijados in
saecula saeculorum, y nada de lo que ha sido decidido por la eternidad no
puede ni debe ser modificado. El ser ha sido hechizado por un poder impersonal
e indiferente, y no le ha sido otorgada la posibilidad de desembarazarse de su
imperio. En cuanto a la filosofía, que repite incesantemente que busca el
comienzo, la fuente, las raíces de todas las cosas, no intenta saber tampoco
cuál es esta fuerza y se limita “simplemente” a reconocerla, alegrándose haber
logrado “quitar el velo a lo invisible”. La propia “crítica de la razón pura”
se detiene ante este límite. Evidentemente tiene en cuenta la prudente
observación de Aristóteles: quien no sabe detenerse a tiempo en su interrogar,
de muestra con ello su mala educación. Pero según la Biblia la razón y las
verdades eternas que ella nos proporciona ofrecen un cierto peligro. Dios ha
advertido al hombre que debía desconfiar del saber: “tu morirás”. Pero, ¿es esto
una objeción contra el saber? En el edén no había ningún San Buenaventura ni
tampoco ninguna filosofía especulativa. Hay que creer que las palabras de Dios
constituían, en efecto, para el primer hombre una objeción. Por su propio
ímpetu, por su propia voluntad el primer hombre no habría jamás extendido la
mano hacia el fruto prohibido. Las palabras que posteriormente fueron
proclamadas por el profeta y repetidas por el apóstol: justus ex fide vivit, constituían una “ley” para la ignorancia: la
fe conduce al árbol de la vida. Ahora bien, el árbol de la vida no proporciona
ni el saber ni la filosofía especulativa: da la filosofía existencial. Según la
Biblia, se necesitó la intervención de la serpiente para que el hombre
realizara el gesto fatal. Debilitado por un misterioso hechizo, el hombre se
entregó al poder de las verdades de la razón, veritates emancipatae a Deo, y sustituyó los frutos del árbol de la
vida por los frutos del árbol de la ciencia.
Kierkegaard no puede resolverse a aceptar sin reserva ni correcciones la
narración del Génesis sobre la caída del primer hombre. Elude la serpiente, no
puede admitir que la ignorancia del primer hombre le descubriera la verdad y
que la ciencia del bien y del mal implicara el pecado. Sin embargo, este mismo Kierkegaard
nos ha dicho que el pecado es el síncope de la libertad, que lo contrario del
pecado no es la virtud, sino la libertad (o, mejor aun, que lo contrario del
pecado es la fe), y que la libertad no es, como ordinariamente se cree, la
posibilidad de elegir entre el bien y el mal, sino la posibilidad pura y
simple: Dios significa que todo es posible. Pero, ¿a qué se debe entonces que,
a pesar de todo, el hombre haya cambiado la libertad por el pecado, que haya
renunciado a las posibilidades ilimitadas que le había otorgado Dios para
aceptar las posibilidades limitadas que le brindaba la razón?
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