6/12/12

LEON CHESTOV
 
KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
 
(Vox clamantis in deserto)
 
traducción de José Ferrater Mora
 
 
 
VIGÉSIMA ENTREGA
 
IX
 
EL CONOCIMIENTO COMO CAÍDA (1)
 
 
Si se me permitiera expresar un deseo, pediría que a ninguno de mis lectores se le ocurriera llevar adelante su penetración hasta formular la siguiente pregunta: ¿Qué habría ocurrido si Adán no hubiese pecado?
KIERKEGAARD
 
 
Para perdonar el pecado hay que disponer del poder de hacerlo, como hay que disponer del poder de curar para sanar a un paralítico. La razón dice, naturalmente, que una y otra cosa son imposibles, no sólo para el hombre, sino también para un ser superior. Zeus, recordándolo, ha revelado personalmente este misterio a Crisipo o, mejor dicho, Crisipo y Zeus han tenido la revelación de este supremo misterio del ser bebiendo ambos de las mismas fuentes eternas e inagotables de la verdad. Para hablar en el lenguaje de San Buenaventura: las verdades de Zeus y de Crisipo no se hallan en posición más desventajosa que las demás verdades. Si a alguien se le hubiera ocurrido atacarlas apoyándose en la razón, habría sido posible defenderlas recurriendo asimismo a la razón. No sucede lo mismo con la verdad que Jesús pretende implantar en el Evangelio: todos los argumentos racionales le son contrarios y no se puede invocar ninguno en su favor. Tal verdad se ve forzada a confesar, como Kierkegaard lo hizo, que se halla privada de la protección de las leyes. O para emplear el lenguaje corriente: ni Jesús de Nazaret ni nadie en el mundo tiene el poder de perdonar los pecados y de sanar a los paralíticos. La razón ha proclamado esta verdad propio motu sin pedir nada, sin preguntar nada a nadie. Lo repito, e insisto en este hecho: sin pedir nada ni a los hombres ni a los dioses, sin preocuparse si querían o no admitir esta verdad. Por lo demás, la razón tampoco ha proclamado esta verdad porque la deseara o la apreciara, o porque hubiese tenido necesidad de ella. La ha proclamado simplemente en un tono que no admitía réplica. Y así esta verdad comenzó a regenerar la vida y con un suspiro disimulado (el propio Zeus suspiraba al confesar a Crisipo su impotencia) todos los seres vivientes se sometieron a ella.
 
 
¿Por qué se sometieron? ¿De dónde le viene a la razón el poder de imponer sus verdades inservibles, detestables, a veces absolutamente insoportables? Pero nadie, ni los hombres ni los dioses, plantea una tal cuestión; cuando menos, se abstienen de plantearla los dioses del paganismo. Esto constituiría, en efecto, una grave ofensa para la razón, para la grandeza de la razón, una laesio majestatis contra la cual nos pone en guardia el profundo Spinoza. Los pelagianos defendían desesperadamente la moral con el fin de realizar su homo, emancipatus a deo. La filosofía especulativa no se muestra menos apasionada por alcanzar la ratio emancipada a Deo. Sólo la verdad que ha sabido liberarse de Dios es para ella la verdad. Cuando Leibniz anunciaba solemnemente que las verdades eternas existen en el entendimiento de Dios independientemente de su voluntad, no hacía sino proclamar abiertamente un principio del cual se había nutrido la filosofía medieval y que éste había recibido de la herencia griega: todos los esfuerzos de la razón humana han tendido siempre a procurarse veritates emancipatae a Deo. La razón dicta las leyes que le place dictar en virtud de su misma naturaleza. Pues tampoco ella es libre. Aunque lo quisiera, no podría dar el mundo en plena propiedad a los hombres. Pero ella misma no pregunta por qué dicta esas leyes y no autoriza a nadie a plantearse dicha cuestión. Así es y así será eternamente. Los destinos humanos, los destinos del universo han quedado fijados in saecula saeculorum, y nada de lo que ha sido decidido por la eternidad no puede ni debe ser modificado. El ser ha sido hechizado por un poder impersonal e indiferente, y no le ha sido otorgada la posibilidad de desembarazarse de su imperio. En cuanto a la filosofía, que repite incesantemente que busca el comienzo, la fuente, las raíces de todas las cosas, no intenta saber tampoco cuál es esta fuerza y se limita “simplemente” a reconocerla, alegrándose haber logrado “quitar el velo a lo invisible”. La propia “crítica de la razón pura” se detiene ante este límite. Evidentemente tiene en cuenta la prudente observación de Aristóteles: quien no sabe detenerse a tiempo en su interrogar, de muestra con ello su mala educación. Pero según la Biblia la razón y las verdades eternas que ella nos proporciona ofrecen un cierto peligro. Dios ha advertido al hombre que debía desconfiar del saber: “tu morirás”. Pero, ¿es esto una objeción contra el saber? En el edén no había ningún San Buenaventura ni tampoco ninguna filosofía especulativa. Hay que creer que las palabras de Dios constituían, en efecto, para el primer hombre una objeción. Por su propio ímpetu, por su propia voluntad el primer hombre no habría jamás extendido la mano hacia el fruto prohibido. Las palabras que posteriormente fueron proclamadas por el profeta y repetidas por el apóstol: justus ex fide vivit, constituían una “ley” para la ignorancia: la fe conduce al árbol de la vida. Ahora bien, el árbol de la vida no proporciona ni el saber ni la filosofía especulativa: da la filosofía existencial. Según la Biblia, se necesitó la intervención de la serpiente para que el hombre realizara el gesto fatal. Debilitado por un misterioso hechizo, el hombre se entregó al poder de las verdades de la razón, veritates emancipatae a Deo, y sustituyó los frutos del árbol de la vida por los frutos del árbol de la ciencia.
 
 
Kierkegaard no puede resolverse a aceptar sin reserva ni correcciones la narración del Génesis sobre la caída del primer hombre. Elude la serpiente, no puede admitir que la ignorancia del primer hombre le descubriera la verdad y que la ciencia del bien y del mal implicara el pecado. Sin embargo, este mismo Kierkegaard nos ha dicho que el pecado es el síncope de la libertad, que lo contrario del pecado no es la virtud, sino la libertad (o, mejor aun, que lo contrario del pecado es la fe), y que la libertad no es, como ordinariamente se cree, la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, sino la posibilidad pura y simple: Dios significa que todo es posible. Pero, ¿a qué se debe entonces que, a pesar de todo, el hombre haya cambiado la libertad por el pecado, que haya renunciado a las posibilidades ilimitadas que le había otorgado Dios para aceptar las posibilidades limitadas que le brindaba la razón?

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