JUAN
RULFO (1917 – 1986)
PEDRO
PÁRAMO
DECIMOSEXTA ENTREGA
Al amanecer, gruesas
gotas de lluvia cayeron sobre la tierra. Sonaban huecas al estamparse en el
polvo blando y suelto de los surcos. Un pájaro burlón cruzó a ras del suelo y
gimió imitando el quejido de un niño; más allá se le oyó dar un gemido como de cansancio,
y todavía más lejos, por donde comenzaba a abrirse el horizonte, soltó un hipo
y luego una risotada, para volver a gemir después.
Fulgor Sedano sintió el
olor de la tierra y se asomó a ver cómo la lluvia desfloraba los surcos. Sus ojos pequeños se alegraron. Dio
hasta tres bocanadas de aquel sabor ysonrió hasta enseñar los dientes.
«¡Vaya! -dijo-. Otro
buen año se nos echa encima.» Y añadió: «Ven, agüita, ven. ¡Déjate caer hasta
que te canses! Después córrete para allá, acuérdate que hemos abierto a la
labor toda la tierra, nomás para que te des gusto».
Y soltó la risa.
El pájaro burlón que
regresaba de recorrer los campos pasó casi frente a él y gimió con un gemido
desgarrado. El agua apretó su lluvia hasta que allá, por donde comenzaba a
amanecer, se cerró el cielo y pareció
que la oscuridad, que ya se iba, regresaba. La puerta grande de la Media Luna
rechinó al abrirse, remojada por la brisa. Fueron saliendo primero dos, luego
otros dos, después otros dos y así hasta doscientos hombres a caballo que se desparramaron por los campos
lluviosos.
-Hay que aventar el ganado de Enmedio más allá de lo
que fue Estagua, y el de Estagua
córranlo para los cerros de Vilmayo -les iba ordenando Fulgor Sedano conforme
salían-. ¡Y apriétenle, que se nos vienen encima las aguas!
Lo dijo tantas veces,
que ya los últimos sólo oyeron: «De aquí para allá y de allá para más allá».
Todos y cada uno se
llevaban la mano al sombrero para darle a entender que ya habían entendido. Y
apenas había acabado de salir el último hombre, cuando entró a todo galope
Miguel Páramo, quien, sin detener su carrera, se apeó del caballo casi en las
narices de Fulgor, dejando que el caballo buscara solo su pesebre.
-¿De dónde vienes a estas horas, muchacho?
-Vengo de ordeñar.
-¿A quién?
-¿A que no lo adivinas?
-Ha de ser a Dorotea la Cuarraca. Es a la única que
le gustan los bebés.
-Eres un imbécil, Fulgor; pero no tienes tú la
culpa.
Y se fue, sin quitarse las espuelas, a que le dieran
de almorzar.
En la cocina, Damiana Cisneros también le hizo la
misma pregunta:
-Pero ¿de dónde llegas, Miguel?
-De por ahí, de visitar madres.
-No quiero que te enojes. Disimúlalo. ¿Cómo se te
hacen los huevos?
-Como a ti te gusten.
-Te estoy hablando de buen modo, Miguel.
-Lo entiendo, Damiana.
No te preocupes. Oye, ¿tú conoces a una tal Dorotea, apodada la Cuarraca?
-Sí. Y si tú la quieres
ver, allí está afuerita. Siempre madruga para venir aquí por su desayuno. Es
una que trae un molote en su rebozo y lo arrulla diciendo que es su crío. Parecer ser que le sucedió alguna desgracia
allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de
limosna.
-¡Maldito viejo! Le voy a jugar tina mala pasada que
hasta le harán remolino los ojos.
Después se quedó pensando si aquella mujer no le
serviría para algo. Y sin dudarlo más
fue hacia la puerta trasera de la cocina y llamó a Dorotea:
-Ven para acá, te voy a proponer un trato -le dijo.
Y quién sabe qué clase de proposiciones le haría, lo
cierto es que cuando entró de nuevo se frotaba las manos:
-¡Vengan esos huevos! -le gritó a Damiana. Y
agregó-: De hoy en adelante le darás de comer
a esa mujer lo mismo que a mí, no le hace que se te ampolle el codo.
Mientras tanto, Fulgor
Sedano se fue hasta las trojes a revisar la altura del maíz. Le preocupaba la merma porque aún tardaría la
cosecha. A decir verdad, apenas si se había sembrado. «Quiero ver si nos alcanza.» Luego
añadió: «¡Ese muchacho! Igualito a su padre;
pero comenzó demasiado pronto. A ese paso no creo que se logre. Se me olvidó mencionarle que ayer vinieron con la acusación
de que había matado a uno. Si así sigue...».
Suspiró y trató de
imaginar en qué lugar irían ya los vaqueros. Pero lo distrajo el potrillo
alazán de Miguel del Páramo, que se rascaba los morros contra la barda. «Ni
siquiera lo ha desensillado», pensó. «Ni lo hará. Al menos don Pedro es más
consecuente con uno y tiene sus ratos de calma. Aunque consiente mucho a
Miguel. Ayer le comuniqué lo que había hecho su hijo y me respondió:
"Hazte a la idea de que fui yo, Fulgor; él es incapaz de hacer eso: no
tiene todavía fuerza para matar a nadie. Para eso se necesita tener los riñones
de este tamaño." Puso sus manos así, como si midiera una calabaza.
"La culpa de todo lo que él haga échamela a mí."»
-Miguel le dará muchos dolores de cabeza, don Pedro.
Le gusta la pendencia.
-Déjalo moverse. Es apenas un niño. ¿Cuántos años
cumplió? Tendrá diecisiete. ¿No, Fulgor?
-Puede que sí. Recuerdo que se lo trajeron recién,
apenas ayer; pero es tan violento y vive
tan de prisa que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo. Acabará
por perder, ya lo verá usted.
-Es todavía una criatura, Fulgor.
-Será lo qué usted diga,
don Pedro; pero esa mujer que vino ayer a llorar aquí, alegando que el hijo de
usted le había matado a su marido, estaba de a tiro desconsolada. Yo sé medir
el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le ofrecí
cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara del asunto; pero no los
quiso. Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún modo. No se
conformó.
-¿De-quién se trataba?
-Es gente que no conozco.
-No tienes pues por qué apurarte, Fulgor. Esa gente
no existe.
Llegó a las trojes y
sintió el calor del maíz. Tomó en sus manos un puñado para ver si no lo había alcanzado el gorgojo. Midió la
altura: «Rendirá -dijo-. En cuanto crezca el pasto ya no vamos a requerir darle maíz al
ganado. Hay de sobra».
De regreso miró al
cielo lleno de nubes. «Tendremos agua para un buen rato.» Y se olvidó de todo lo demás.
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