ELIZABETH
KÜBLER-ROSS
LA
RUEDA DE LA VIDA
CUADRAGESIMOSEXTA
ENTREGA
TERCERA PARTE
"EL
BÚFALO".
26.
JEFFY. (1)
A mediados de 1970,
Manny sufrió un ataque al corazón bastante leve y fue hospitalizado.
Supuse que no me
pondrían impedimentos si llevaba a Kenneth y Barbara a visitarlo. Al fin y al
cabo mi marido trabajaba allí como médico especialista, y el propio hospital se
jactaba de organizar seminarios para el personal basados en mi libro. Existían
motivos para esperar que había mejorado el trato a los enfermos y a sus
familiares. Pero la primera vez que llevé a mis hijos a ver a su padre, nos
detuvo un guardia fuera de la unidad coronaria alegando que estaba prohibida la
entrada a los niños.
¿Rechazados? Eso lo
podía arreglar yo sin dificultad. Al entrar en el hospital me había fijado en
que estaban construyendo algo en el aparcamiento. Llevé a los niños hacia la
parte trasera del edificio, encendí una linterna y los guié por un corredor que
salía al patio exactamente a un lugar que estaba bajo la ventana de la
habitación de Manny.
Desde allí lo saludamos
agitando las manos y haciendo señales. Al menos los niños vieron que su padre
estaba bien.
Esas medidas extremas
tendrían que haber sido innecesarias. Los niños pasan por las mismas fases que
los adultos cuando pierden a un ser querido. Si no se les ayuda, se quedan
estancados y sufren graves traumas que se podrían evitar fácilmente. En el
hospital de Chicago observé una vez a un niño que subía y bajaba en un
ascensor. Al principio pensé que se había extraviado, pero después caí en la
cuenta de que quería esconderse. Al fin él advirtió que lo estaba mirando y reaccionó
arrojando unos trocitos de papel al suelo. Cuando se hubo marchado, recogí los
trocitos y los junté para ver lo que había escrito: "Gracias por matar a
mi papá." Unas pocas visitas lo habrían preparado para la muerte de su
padre.
Pero también yo tenía
parte de culpa. Un mes antes de dejar definitivamente mi hospital, uno de mis
enfermos moribundos me preguntó por qué nunca trabajaba con niños moribundos.
"Pues sí que tiene razón", exclamé. Aunque dedicaba todo mi tiempo
libre a ser una buena madre para Kenneth y Barbara, que se estaban convirtiendo
en unos chicos simpáticos e inteligentes, evitaba trabajar con niños
moribundos. Eso era irónico, si consideramos que mi mayor deseo había sido ser
pediatra.
El motivo de mi
aversión se me reveló con claridad una vez que pensé en ello. Cada vez que hablaba
con un niño enfermo terminal, veía en él a Kenneth o a Barbara, y la sola idea
de perder a uno de ellos me resultaba inconcebible.
Pero superé ese
obstáculo aceptando un trabajo en el Hospital para Niños La Rábida. Allí tuve
que tratar con criaturas muy graves, que padecían enfermedades crónicas y
estaban moribundos. Eso era lo mejor que había hecho hasta entonces. Pronto
lamenté no haber trabajado con ellos desde el comienzo. Los niños eran incluso
mejores maestros que los adultos. A diferencia de éstos, los niños no habían
acumulado capas y capas de "asuntos inconclusos". No tenían toda una
vida de relaciones deterioradas ni un curriculum de errores. Tampoco se sentían
obligados a simular que todo iba bien. Por intuición sabían lo enfermos que
estaban e incluso que se estaban muriendo, y no ocultaban los sentimientos que
eso les producía.
Un niño pequeño que
tenía una enfermedad renal crónica, llamado Tom, es un buen ejemplo del tipo de
niños con los que trabajé allí. No había superado el tener que estar siempre
hospitalizado con una afección renal. Nadie lo escuchaba. En consecuencia,
tenía mucha rabia acumulada y se negaba a hablar. Las enfermeras se sentían
frustradas. En lugar de permanecer sentada junto a su cama, lo llevé a un lago
cercano. De pie en la orilla, comenzó a arrojar piedras al agua. Muy pronto ya
estaba despotricando contra su riñón y todos los demás problemas que le
impedían llevar la vida normal de un niño.
Pero al cabo de veinte
minutos ya era otro. Mi único truco consistió en proporcionarle el alivio de
expresar sus sentimientos reprimidos. Además, yo era una buena oyente. Recuerdo
a una niña de doce años que estaba hospitalizada enferma de lupus. Pertenecía a
una familia muy religiosa y su mayor ilusión era pasar la Navidad con ellos. Yo
comprendía que para ella era muy importante, y no sólo porque la Navidad
también era muy especial para mí. Pero su médico se negó a darle permiso para
salir del hospital, convencido de que hasta un leve resfriado podría resultar
fatal.
-¿Y si hacemos todo lo
que esté en nuestra mano para evitar que coja un resfriado? -le propuse.
Cuando vi que eso no lo
convencía, entre la musicoterapeuta de la niña y yo la metimos en un saco de
dormir y la llevamos a escondidas a su casa, sacándola por la ventana. Allí
estuvo cantando canciones de Navidad hasta bien entrada la noche. Aunque volvió
al hospital a la mañana siguiente, jamás he visto una niña más feliz. Varias semanas
después, cuando la niña ya había muerto, su estricto médico reconoció que se
alegraba de que hubiera realizado su mayor deseo antes de morir.
En otra ocasión me tocó
ayudar al personal del hospital a superar el sentimiento de culpa por la muerte
repentina de una adolescente. Aunque la chica estaba tan grave que tenía que
guardar cama permanentemente, su estado no le impidió enamorarse de uno de los
terapeutas ocupacionales. Era tremendamente animosa. Para Halloween, el
personal organizó una fiesta a la que ella asistió, como invitada especial, en
silla de ruedas. Fue un gran jolgorio, con música y baile. En un arranque de
espontaneidad, la chica se bajó de la silla de ruedas para bailar con su chico
favorito. De pronto, después de dar unos pocos pasos, cayó desplomada al suelo,
muerta.
No hace falta decir que
la fiesta se acabó, pero todo el mundo quedó con un tremendo sentimiento de
culpabilidad. Cuando hablé con el personal durante una sesión, les pregunté qué
habría sido más importante para la niña: ¿vivir unos cuantos meses más,
inválida, o bailar con el amor de su vida en una fabulosa fiesta?
-Si algo lamentó -les
dije-, fue que el baile no durara más rato.
¿No es eso cierto de la
vida en general? Al menos tuvo la oportunidad de bailar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario