GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
CUADRAGÉSIMA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
III (5)
No volvió a dormirse: todavía estaba cerrando otro convenio
con Dios. Esta vez, si escapaba de la cárcel, se fugaría sin dudarlo. Iría
hacia el Norte, más allá de la frontera. Su salvación era tan improbable que,
si ocurría, no podía ser más que una señal, una indicación de que hacía más
daño con su ejemplo que el bien que pudiera hacer con sus confesiones fortuitas.
El anciano se movía contra su hombro, y las tinieblas seguían rodeándolos. La
oscuridad era siempre la misma y carecían de relojes; nada indicaba el paso del
tiempo. El único jalonamiento de la noche era el ruido de las micciones.
De pronto se dio cuenta de que veía una cara y
después otra: había empezado a olvidar que llegaría un nuevo día, de igual modo
que uno se olvida de que tiene que llegar a morirse. Un freno que chirría o un
silbido en el aire le advierten súbitamente a uno que el tiempo sigue y llega a
su fin.
Todas las voces poco a poco se convirtieron en
caras. No tuvo sorpresa; el confesonario enseña a reconocer la forma de una
voz: el labio flojo, la barbilla escasa o el falso candor de unos ojos demasiado
firmes. Vio a una mujer piadosa, a pocos pies de distancia, soñando inquieta,
abierta la boca remilgada, mostrando los dientes fuertes como lápidas de
sepulcro; al anciano; al jaque del rincón, y a su mujer durmiendo desordenada
entre sus rodillas. Ahora que por fin había llegado el día, él era el único
despierto, excepto un muchachito indio acurrucado con las piernas cruzadas cerca
de la puerta, con expresión de dicha inefable, cual si nunca hubiese conocido
compañía agradable.
Al otro lado del patio se hizo visible el jabelgue
del muro. El cura empezó formalmente a despedirse del mundo, pero no pudo
hacerlo con valor. Su corrupción era menos evidente para sus sentidos que la
muerte. Era casi seguro, pensaba, que una bala le atravesaría el corazón: en un
piquete habría siquiera un tirador diestro. La vida se iría en una “fracción de
segundo” (ésa era la frase), pero durante la noche se había dado cuenta de que
el tiempo depende de los relojes y del tránsito de la luz. No había relojes y
la luz no cambiaba. En realidad no sabía nadie cuan largo tiempo puede ser un
segundo de dolor. Puede durar por todo un purgatorio... o por una eternidad.
Sin razón aparente, recordó un hombre a quien
confesara en trance de muerte, causada por un cáncer, y cuyos parientes habían
tenido que taparse la cara por la espantosa fetidez que se desprendía de la
podredumbre interior. No era un santo. Nada en la vida era tan repugnante como
la muerte. Una voz llamó desde el patio:
-Montes.
Se sentó sobre los pies muertos. Pensó con
automatismo: “Este traje no sirve para mucho tiempo”. Estaba emporcado y
pestilente por el contacto con el piso de la celda y con sus compañeros de
prisión; lo había obtenido con gran riesgo en un almacén de abajo, junto al
río, fingiendo ser un labriego con pretensiones sobre su posición. Entonces se recordó
que no lo necesitaría por mucho tiempo; se le ocurrió con extraña emoción, como
se mira la puerta de la casa propia por última vez. La voz repitió impaciente:
-¡Montes!
Se acordó de que aquél era su nombre, por el
momento. Alzó la vista de su traje deslucido y vio al sargento abriendo la
puerta de la celda.
-Aquí,
Montes.
Dejó caer con suavidad la cabeza del anciano sobre
la pared rezumante y procuró levantarse, pero sus pies se chafaban como
pasteles.
-¿Es que
necesita usted dormir toda la noche? -interpeló el sargento con impaciencia.
Algo le había irritado; no era tan amable como la
noche anterior. Dio un puntapié a un hombre dormido y golpeó la puerta de la
celda-. ¡Venga! ¡A despertarse todos! ¡Afuera, al patio!
Obedeció tan sólo el muchacho indio, deslizándose
fuera con discreción y con su aspecto de felicidad inexplicable. El sargento
les insultó.
-¡Perros
asquerosos! ¿Querrán que los lavemos nosotros? Usted, Montes...
La vida volvía a sus doloridos pies. Se las arregló
para llegar a la puerta. El patio se desperezaba cobrando vida. Una cola de
hombres se lavaba la cara en el único grifo; uno, sentado en el suelo, en
camiseta y calzoncillos, acariciaba un fusil.
-¡Salgan
al patio! ¡A lavarse! -aulló el sargento, pero cuando el cura pisaba el umbral,
le agarró-: Usted no.
-¿Yo no?
-Tenemos
otros planes para usted.
El cura esperó mientras sus compañeros de cárcel
desfilaban hacia el patio. Uno tras otro pasaron junto a él, que mirábalos a
los pies y no a la cara, de pie como una tentación junto a la puerta.
Ninguno dijo una palabra. Unos pies de mujer con zapatos
negros gastados, de tacón bajo, pasaron arrastrando. Estaba el cura desalentado
por la sensación de su propia inutilidad. Murmuró sin alzar la vista:
-Rece
por mí.
-¿Qué ha
dicho usted, Montes?
No podía discurrir una mentira; notaba como si en
los últimos diez años hubiese agotado todas sus reservas de engaño.
-¿Qué ha
dicho usted?
Los
zapatos se habían detenido. La voz de mujer dijo:
-Mendigaba
-añadió, despiadada-: Debería tener más sentido. No tengo nada para él.
Luego
continuó hacia el patio con sus pies achaparrados.
-¿Durmió
usted bien, Montes? -preguntó el sargento con ganas de hostigarle.
-No muy
bien.
-¿Qué esperaba usted? -se mofó el otro-. Eso le
enseñará a no ser tan aficionado al aguardiente, ¿no es así?
-Sí.
Consideraba
el exceso de tiempo que tales preliminares ocuparían.
-Bien, puesto que se gasta todo el dinero en
aguardiente, ha de trabajar un poquito a cambio del alojamiento de una noche.
Saque usted los cubos de las celdas y tenga cuidado con no derramarlos; este
lugar apesta ya lo suficiente.
-¿Adónde
los llevo?
El
sargento señaló la puerta de los excusados más allá del grifo.
-Deme cuenta cuando haya terminado con eso -dijo, y
volvió al patio vociferando órdenes.
Él se inclinó y cogió el cubo; estaba lleno y
pesaba mucho. Atravesó el patio encorvado por la carga; el sudor le cubría los
ojos. Se los despejó secándolos y vio dos caras conocidas, una tras otra, en la
cola de los que se lavaban: eran los rehenes. Allí estaba Miguel, al cual viera
prender; recordó los gritos de la madre, la ira cansada del teniente y el sol
que ascendía. Los rehenes le vieron a él al mismo tiempo. Dejó en el suelo el
pesado cubo y los miró. No reconocerlos hubiera sido como una insinuación, un
ruego, una petición, de que siguieran sufriendo y le dejaran escapar. A Miguel
lo habían azotado: debajo de un ojo se le veían lastimaduras; las moscas
zumbaban en torno de la herida como lo harían alrededor de los flancos
desollados de un mulo. Luego la cola se puso en movimiento; los rehenes miraron
al suelo y pasaron de largo; unos desconocidos ocuparon su sitio.
Oró en silencio: “Oh, Dios mío: envíales a otro más
digno de que sufran por él”. Le parecía una burla infame que se sacrificaran
por un “pater-whisky”, padre de un bastardo. El soldado en calzoncillos sentado
en el suelo, tenía el fusil entre las rodillas, y se cortaba las uñas
arrancando con los dientes el pellejo sobrante. El cura sintiose extrañamente
abandonado al ver que los rehenes no habían hecho mención de reconocerle.
Los excusados eran un sumidero con dos
tablones atravesados donde podía subirse un hombre. Vació y volvió a la fila de
celdas a través del patio. En total eran seis; recogió los cubos uno después de
otro. Una vez tuvo que detenerse con náuseas y luego volvió a su tarea. Llegó a
la última celda. No estaba vacía: un hombre yacía de espaldas junto a la pared.
El sol mañanero le llegaba a los pies. Las moscas zumbaban en torno de una
vomitona en el suelo. Abrió los ojos y se fijaron en el cura encorvado sobre el
cubo: tenía dos colmillos salientes...
No hay comentarios:
Publicar un comentario