MARCELO SOSA
IGNORANCIA
Un chiste que contaba mi viejo
viene en mi ayuda cuando no sé como encarar un tema.
“Érase un tipo que paseando por un zoológico vio un pájaro de singular
belleza”, podría empezar el chiste si uno contara una leyenda china, mezclado
con un chiste de Wimpi. Aunque no sea ninguno de ambos, sino el recuerdo que
tengo de un chiste que contaba mi viejo, me gustó, así que vamos a dejarlo así:
“Érase un tipo que paseando por un zoológico vio un pájaro de singular belleza.
Como no sabía el nombre de esa, y no vio placa alguna que informara ese dato, o
algún otro sobre tan hermosa ave, preguntó a alguien que acertaba a pasar por
ahí. Lo ignoro, fue la respuesta del hombre. Entonces, ufano de su nuevo saber,
comentó el tipo en voz alta: ¡Lindo el Ignorito!”.
Ahora viene la parte que todavía
me cuesta escribir: la ignorancia.
Freire la resuelve fácil: todos
somos ignorantes en algo. Y sí, debo admitir que es así. Es innumerable la
cantidad de cosas que ignoro. Como es innumerable no puedo decir si es más o
menos que la que ignoran los demás, todos los demás. Desde los que llamamos
sabios hasta los que llamamos necios. Todos ignoramos un universo de cosas,
todas distintas, claro. Pero, y acá viene el pero que me inquieta (no el perro,
ojo, que no es lo mismo), todos tenemos la sensación de que las cosas que
ignoramos no valen lo mismo que lo que ignoran otros. De una manera muy gruesa,
claro, pero por algo a algunos los llamamos sabios y a otros los llamamos
necios. Tenemos la impresión de que los sabios saben cosas que nosotros no
sabemos y que son más valiosas que las cosas que sabemos nosotros pero no saben
los sabios.
¿Me sigue? Porque admito que es
difícil, que entre tanto pronombre y verbo conjugado uno tiene la sensación de
haberse caído en una sopa de diccionarios. Pero le tengo fe, usted puede y
seguramente la tenga más clara que yo, así que prosigamos.
El tema entonces es que ese
conocimiento que tiene más prestigio, que le damos actualmente el nombre de
ciencia y que antes se llamaba sabiduría, marca la diferencia entre los
saberes. Claro que me dirá que es una diferencia circunstancial, que si un
filólogo no sabe hacer una paella no importa mientras tenga que escribir un
libro sobre runas nórdicas, pero sí importa si busca trabajo de cocinero en un
restaurante vasco.
Con todo el respeto que tengo por
los filólogos con pretensiones culinarias, o cocineros con pretensiones
filológicas (bien puede haber quien ame ambos campos del saber), lo cierto es
que hay saberes que tienen mejor estima social (podría citar un par de
ejemplos, pero lo dejo de tarea: imagine qué puede ser más valioso: ser
peluquero, filólogo, cocinero, ingeniero, médico o zapatero. También puede
agregar profesiones, es una tarea libre). E incluso hay saberes que se
entienden como básicos, como necesarios para empezar cualquier cosa. A esos los
llamamos saberes escolares: saber leer, escribir, hacer cálculos matemáticos
simples, conocer algo de historia y geografía de esa cosa que llamamos
patria... en fin, todo lo que se enseña, o se intenta enseñar en una escuela.
Creo que estamos de acuerdo,
todos, y cuando digo todos digo a toda la sociedad, en que la escuela, ese
templo del saber, debe ser protegido y cuidado, porque de eso depende el futuro
de la humanidad. Al menos eso es lo que le gusta repetir a mucha gente.
Entonces, si esto es así, y acá viene la parte a donde quiero llegar desde que
terminó el chiste, ¿alguien me puede explicar por qué sufren agresiones los
maestros en Uruguay? Agradezco cualquier sugerencia. Desde ya muchas gracias.
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