GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CUADRAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
XIII
/ ¡VIVA SANTA COLOMA! (2)
Por último, se levantó
Alday y me dirigió la palabra:
-Señor -dijo-, si usté
está listo pa irse a acostar, lo llevaré a una pieza donde puede tener algunas
mantas y ponchos con qué hacer su cama.
-Si me presencia aquí
no les estorba -repuse -, preferiría quedarme y fumar mi cigarro al lado del
fogón.
-Vea, señor -dijo-,
hemos arreglao con algunos amigos y vecinos pa reunirnos aquí con el objeto de
discutir algunos asuntos importantes. Los espero a cada momento y la presencia
de un extraño no nos permitiría hablar con entera libertad.
Me levanté -no de muy buena
gana que digamos- de mi cómodo asiento al lado del fogón, para seguirle afuera,
cuando llegó a nuestros oídos es estrepitoso galopar de caballos.
-¡Sígame por aquí…
ligerito! -exclamó Alday impacientemente, pero apenas llegué a la puerta, se
agolpó cerca de nosotros un grupo de diez o doce individuos que llegaban a
caballo y que prorrumpieron en un gran vocerío.
En el acto, todos los
que estaban en la cocina se levantaron muy alborotados y lanzaron atronadores vivas, respondiendo los de a caballo con
un estruendoso ¡Viva el General Santa
Coloma!
Los otros tres hombres
entonces se precipitaron de la cocina, y hablando alborotadamente, preguntaron
si había algo de nuevo. Mientras tanto, yo quedé solo en el umbral de la
puerta. Las mujeres parecían estar casi tan excitadas como los hombres, a
excepción de la muchacha, quien al verme desalojado de mi asiento al lado del fogón,
me lanzó una mirada con sus ojazos oscuros llenos de tímida compasión. Valiéndome
del alboroto general ahora, devolví aquella cariñosa mirada con otra llena de
admiración. Era una muchacha tímida y sosegada, su pálido rostro coronado por
una profusión de pelo negro; y mientras se mantuvo allí parada, al parecer
indiferente al gran vocerío de afuera, se veía extraordinariamente bonita; su
sencillo vestido de percal hecho en casa, de escaso y flexible material, se
ajustaba tan estrechamente a sus muslos, que su esbelta y graciosa figura
dibujábase a la perfección. Luego, reparando que yo la miraba, se acercó a mí,
y tocándome el brazo al pasar, me susurró al oído que volviera a mi asiento al
lado del fogón. La obedecí gustosamente, pues ahora estaba curioso por saber el
significado de aquel vocerío que había alborotado de tal manera a estos
flemáticos gauchos. Parecía más bien algún complot revolucionario, pues jamás
había oído hablar del general Santa Coloma, y me parecía rato que un hombre tan
poco conocido acaudillara un partido revolucionario.
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