SAÚL IBARGOYEN
PORCA MISERIA (6)
ESTE VIAJE, en apariencia sin término, de gitanos sin
carromato ni automóvil, viaje por barriadas no conocidas en procura de un solar
estable, para que la familia se asentara y pudiera pretender una existencia con
aspecto de normalidad, fue dando a luz un inevitable desgaste, pese al cual
mantuvimos la estructura fundamental de la sociedad, como se dice. La necesaria
adaptación a una nueva vivienda, medida por los costos de renta, energía
eléctrica, agua potable, impuestos, se daba en cada uno de nosotros de
diferente manera. Mis padres mantuvieron casi sin modificación sus relaciones
familiares y amicales, aunque el contacto en vivo y en directo en ocasiones se
volvía muy irregular, sobre todo con las hermanas de mi madre que habían nacido
y vivirían en provincia “hasta el último suspiro”, como decía románticamente
Zoreida, una de mis tías.
No me sorprendió demasiado que, al inicio de las
vacaciones de verano, mamá me dijera:
-Te vas de solito a San Pedro, mañana mismo. Tu hermana
saldrá a Sacramento, ella parará en lo de Mamema y vos en lo de Zoreida. Así
podrán pasar un lindo veraneo.
-Ta’ bien, ¿por cuánto tiempo nos vamos?
-Por un mes, después se cambian, ¿entendistes? Vos te
vas ahora con Mamema y Judith con Zoreida… La próxima, vos con Zoreida y así…Ya
arreglamos todo por carta… Ellas pagan los boletos de autobús, ustedes viajan
con un permiso nuestro -había fatiga acumulada en su explicación.
Eso se repitió por unos cuatro años. Para decir la
verdad completa, nos enviaban con las tías, no solo por asuntos de acercamiento
familiar, sino para que comiéramos más y mejor y para eliminar las toxinas
urbanas en los aires campiranos. El traslado a San Pedro, que hoy se hace en
autobús en un par de horas, demoraba casi cinco veces más, en inseguros
vehículos sin cuarto de aseo y por carreteras a medio construir. Cuando el
autobús se inmovilizaba en medio del barro, los pasajeros hombres tenían que
bajarse a empujar. ¡Y pensar que aún estamos en la modernidad tardía!
Doña Zoreida era madre ubérrima: cuatro hembras y cuatro
varones, salvo la hija menor, de mi edad, los demás eran muy mayores para mí,
pero con algunos en particular logré una real amistad. Fueron ellos los que me
acercaron a la narrativa rusa del siglo XIX, y también a varios novelistas
brasileños: Jorge Amado, Erico Verisimo, Graciliano Ramos… En esos escritores,
que luego en otras edades yo releería, era frecuente la aparición de personajes
asociados con la pobreza o las desgracias sociales, no solo “humanas” en trazos
genéricos, que podía entonces comparar con una realidad cercana y en vivo, que
no era de tinta y papel.
A la mesa nos situábamos en lugares fijos, pues de
ordinario asistían amistades de mi tío y algunos de sus parientes que residían
en aquella sosegada ciudad de provincia. También novias o novios de mis primas
o primos mayores. Los domingos acomodaban dos mesas en un pasillo, pues la
extensa mesa del desproporcionado comedor era insuficiente para recibir a más
de veinte personas. Yo me sentaba estratégicamente lo más cerca posible de la
cocina, no solo para comer en caliente (los últimos comensales solían
enfrentarse a espaguetis con salsa y carnes asadas en estado de tibieza o
frialdad) sino para recibir dosis más abundantes (a los últimos también les
correspondían cifras menores de grasas, proteínas, carbohidratos). Claro, que
mi tío, como dueño de la casa y principal proveedor, era atendido con lógica
preferencia, al igual que tía Zoreida.
El cocinar casi desde el amanecer de cada domingo, el
ordenar las mesas, el servir, el lavar los innumerables platos, fuentes,
cubiertos, vasos, copas, platillos… correspondía a mis primas y a las dos
sirvientas, estas solo tenían un día de descanso por quincena. Tanto trabajo se
compensaba en parte porque se alimentaban a la par que la familia y solían ser
obsequiadas con las faldas, medias y camisas que mis primas desechaban.
En su día de asueto eran remplazadas por una señora
mulata, ¿Nicoleta?, muy laboriosa y parlanchina, que moraba en un suburbio
junto al río. Una mañana, casi cuando los objetos no hacen sombra bajo el sol,
me pidió:
-Ayudame a matar este pavo -y señaló al animal que
llevaba colgado de las patas, estas bien amarradas.
-Bueno, te ayudo -dije como si no hablara con ella.
No me negué por una cuestión de inercia, porque algo en
mí se había inmovilizado. Nicoleta dirigió su engordado cuerpo hacia una parte
del desatendido jardín, ubicado al fondo de la amplia residencia (hoy
convertida en escuela de infantes). Se detuvo al llegar a la cerca de alambre,
el límite con la casa de junto.
-Agora lo alevantamos ansí, hay que aguantarlo para
atarle las patas al alambrado… Ta bueno de altura… Ponele esa ollita debajo de
la cabeza, si la mueve un poco no importa, se la sujetamos y chau.
Nicoleta degolló al animal de un único tajo, la cabeza
se desprendió con facilidad sostenida por su mano izquierda, una pequeña
catarata de vivo líquido rojinegro se volcó en el recipiente y una neblina
dulzona se alzó al chocar la sangre con el fondo de frío aluminio.
-Agora hay que desplumar al bicho… si querés, podés
irte…
No pude eludir un par de arcadas, cerca del vómito
pregunté:
-¿Que vas a hacer… con la sangre?
-Se hace una salsa, hay que meterle unos chorros de vino…
-Bueno, ya me voy -agregué para terminar la plática.
-¡Cómo! ¿O creés que un solo pavo alcanza para tanta
gente? Ellos sí que comen rico y bonito…
Al momento del almuerzo aparecieron dos fuentes, cada
una con un pavo trozado en su salsa, papas a la crema, picadillo de huevo y un
torpe adorno de espárragos frescos. Los comensales éramos unos diez o doce,
jornada tranquila. Solamente logré tragar la sopa de fideos y una compota de
peras.
Al final de la tarde, pasé por la cocina y vi a Nicoleta
juntar huesos, pellejos, carnes aisladas y restos de papas y salsa. Ubicó todo
en una bolsa, me miró y dijo: “Sabés, los hijos de los negros también comen…
aunque sean sobras…”
No hay comentarios:
Publicar un comentario