CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
CUADRAGESIMOSEXTA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO SEGUNDO
7 (1)
Allí, en un bosquecillo
rodeado de flores, sumido en profundo sopor, duerme el hermafrodita sobre el
césped, y empapado en llanto. La luna acaba de desprender su disco de la masa
de nubes, y acaricia con sus pálidos rayos ese suave rostro de adolescente. Sus
rasgos denotan la energía más viril a la par que el encanto de una virgen
celestial. Nada parece natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo,
que se abren paso a paso a través de los armoniosos contornos de formas
femeninas. Tiene una mano sobre la frente y la otra apoyada contra el pecho
como para retener los latidos de un corazón cerrado a todas las confidencias y
abrumado por la pesada carga de un secreto eterno. Cansado de la vida y
avergonzado de andar entre seres que no se le parecen, la desesperación domina
su alma y se aleja solo como el mendigo del valle. ¿Cómo se procuran los medios
de subsistir? Almas compasivas velan cerca por él, sin que sospeche esa
vigilancia, y no lo abandonan: ¡es tan bueno! ¡tan resignado! Con gusto habla a
veces con aquellos que tienen temperamento sensible, pero sin estrecharles la
mano y manteniéndose a distancia, temeroso de un peligro imaginario. Si le
preguntan por qué ha elegido la soledad por compañera, eleva los ojos al cielo,
reteniendo con esfuerzo una lágrima de reproche a la Providencia, pero no
responde a esa pregunta imprudente que hace extender por la nieve de sus
párpados el rubor de la rosa matutina. Si la conversación se prolonga, comienza
a inquietarse, vuelve los ojos hacia los cuatro puntos cardinales, como
tratando de eludir la presencia de un enemigo invisible que se aproxima, hace
con la mano una brusca seña de adiós, se aleja en alas de su pudor siempre
vigilante, y desaparece en el bosque. Generalmente lo toman por loco. Cierta
vez, cuatro hombres enmascarados que habían recibido órdenes, se arrojaron
sobre él y lo sujetaron sólidamente de modo que no pudiera mover sino las
piernas. El látigo dejó caer sus rudas tiras sobre su espalda, y le dijeron que
tomara sin dilación el camino que lleva a Bicêtre. Al recibir los golpes
comenzó a sonreír y a hablar con tanto sentimiento e inteligencia sobre las
muchas ciencias humanas que había estudiado, demostrando conocimientos
excepcionales en alguien que todavía no había franqueado el umbral de la
juventud, y sobre los destinos de la humanidad, revelando allí por entero la
nobleza poética de su alma, que los guardianes, mortalmente espantados por la
acción que acaban de cometer, soltaron sus miembros heridos y se arrastraron a
sus plantas rogándole un perdón que les otorgó, para finalmente alejarse con
los testimonios de una veneración que no se concede habitualmente a los hombres.
Después de este acontecimiento que fue muy comentado, todos adivinaron su
secreto, aunque aparentaban ignorarlo para no aumentar sus sufrimientos; y el gobierno
le otorgó una pensión honorable para hacerle olvidar que por un momento se lo
quiso internar por la fuerza, sin previa verificación, en un hospicio de
alienados. En cuanto a él, sólo emplea la mitad de su dinero, el resto lo
distribuye entre los pobres. Cuando ve a un hombre y una mujer paseando por
alguna avenida de plátanos, siente que su cuerpo se hiende en dos de abajo
arriba, y cada una de las nuevas porciones va a abrazar a uno de los paseantes;
pero es sólo una alucinación, y pronto la razón recobra su dominio. Este es el
motivo por el cual no se hace presente ni entre los hombres ni entre las
mujeres, pues su pudor exagerado, que ha nacido con la idea de que es tan sólo
un monstruo, le impide otorgar su simpatía abrasadora a quienquiera que sea. Le
parecería que se profana y que profana a los otros. Su orgullo le repite este
axioma: “Que cada cual persevere en su naturaleza.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario