12/2/16

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)

LOS CANTOS DE MALDOROR


CUADRAGESIMOSEXTA ENTREGA

(Barral Editores / Barcelona 1970)


CANTO SEGUNDO


7 (1)



Allí, en un bosquecillo rodeado de flores, sumido en profundo sopor, duerme el hermafrodita sobre el césped, y empapado en llanto. La luna acaba de desprender su disco de la masa de nubes, y acaricia con sus pálidos rayos ese suave rostro de adolescente. Sus rasgos denotan la energía más viril a la par que el encanto de una virgen celestial. Nada parece natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo, que se abren paso a paso a través de los armoniosos contornos de formas femeninas. Tiene una mano sobre la frente y la otra apoyada contra el pecho como para retener los latidos de un corazón cerrado a todas las confidencias y abrumado por la pesada carga de un secreto eterno. Cansado de la vida y avergonzado de andar entre seres que no se le parecen, la desesperación domina su alma y se aleja solo como el mendigo del valle. ¿Cómo se procuran los medios de subsistir? Almas compasivas velan cerca por él, sin que sospeche esa vigilancia, y no lo abandonan: ¡es tan bueno! ¡tan resignado! Con gusto habla a veces con aquellos que tienen temperamento sensible, pero sin estrecharles la mano y manteniéndose a distancia, temeroso de un peligro imaginario. Si le preguntan por qué ha elegido la soledad por compañera, eleva los ojos al cielo, reteniendo con esfuerzo una lágrima de reproche a la Providencia, pero no responde a esa pregunta imprudente que hace extender por la nieve de sus párpados el rubor de la rosa matutina. Si la conversación se prolonga, comienza a inquietarse, vuelve los ojos hacia los cuatro puntos cardinales, como tratando de eludir la presencia de un enemigo invisible que se aproxima, hace con la mano una brusca seña de adiós, se aleja en alas de su pudor siempre vigilante, y desaparece en el bosque. Generalmente lo toman por loco. Cierta vez, cuatro hombres enmascarados que habían recibido órdenes, se arrojaron sobre él y lo sujetaron sólidamente de modo que no pudiera mover sino las piernas. El látigo dejó caer sus rudas tiras sobre su espalda, y le dijeron que tomara sin dilación el camino que lleva a Bicêtre. Al recibir los golpes comenzó a sonreír y a hablar con tanto sentimiento e inteligencia sobre las muchas ciencias humanas que había estudiado, demostrando conocimientos excepcionales en alguien que todavía no había franqueado el umbral de la juventud, y sobre los destinos de la humanidad, revelando allí por entero la nobleza poética de su alma, que los guardianes, mortalmente espantados por la acción que acaban de cometer, soltaron sus miembros heridos y se arrastraron a sus plantas rogándole un perdón que les otorgó, para finalmente alejarse con los testimonios de una veneración que no se concede habitualmente a los hombres. Después de este acontecimiento que fue muy comentado, todos adivinaron su secreto, aunque aparentaban ignorarlo para no aumentar sus sufrimientos; y el gobierno le otorgó una pensión honorable para hacerle olvidar que por un momento se lo quiso internar por la fuerza, sin previa verificación, en un hospicio de alienados. En cuanto a él, sólo emplea la mitad de su dinero, el resto lo distribuye entre los pobres. Cuando ve a un hombre y una mujer paseando por alguna avenida de plátanos, siente que su cuerpo se hiende en dos de abajo arriba, y cada una de las nuevas porciones va a abrazar a uno de los paseantes; pero es sólo una alucinación, y pronto la razón recobra su dominio. Este es el motivo por el cual no se hace presente ni entre los hombres ni entre las mujeres, pues su pudor exagerado, que ha nacido con la idea de que es tan sólo un monstruo, le impide otorgar su simpatía abrasadora a quienquiera que sea. Le parecería que se profana y que profana a los otros. Su orgullo le repite este axioma: “Que cada cual persevere en su naturaleza.”

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