CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
CUADRAGESIMOCTAVA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO SEGUNDO
8 (1)
Cuando una mujer con
voz de soprano emite sus notas vibrantes y melodiosas, al percibir esa armonía
humana mis ojos se llenan de un fuego latente y despiden chispas dolorosas,
mientras en mis oídos parece resonar el retumbo de los cañones. ¿De dónde puede
provenir ese disgusto profundo por todo lo que se refiere al hombre? Si los
acordes se desprenden de las cuerdas de un instrumento, escucho con
voluptuosidad esas notas perladas que se deslizan cadenciosas por las ondas
elásticas de la atmósfera. La percepción no transmite a mi oído más que una
impresión de una dulzura capaz de derretir los nervios y la mente; un sopor
inefable envuelve con sus mágicas adormideras, como un velo que tamizara la luz
del día, la potencia activa de mis sentidos y las fuerzas viva de mi
imaginación. Cuentan que nací en brazos de la sordera. En las primeras épocas
de mi infancia, no oía lo que me decían. Cuando con muchas dificultades
consiguieron enseñarme a hablar, sólo después de haber leído lo que alguien
escribía en una hoja podía yo comunicar a mi vez el hilo de mis razonamientos.
Por ese tiempo -tiempo funesto- yo me desarrollaba en belleza e inocencia, y
todos admiraban la inteligencia y la bondad del divino adolescente. Muchas
conciencias enrojecían cuando contemplaban aquellos rasgos límpidos en los que
el alma había asentado su trono. No se aproximaban a él sino con veneración,
porque descubrían en sus ojos la mitad de un ángel. Pero no, yo sabía de sobra que
las rosas felices de la adolescencia no florecían perpetuamente, trenzadas en
caprichosas guirnaldas sobre su frente modesta y noble que besaban
frenéticamente todas las madres. Comenzaba a parecerme que el universo, con su
bóveda sembrada de globos impasibles e irritantes, no era quizás lo que yo
había soñado de más grandioso. Así es que un día, fatigado de marcar el paso
por el sendero abrupto del viaje terrestre, y de andar tambaleándome como un
ebrio a través de las catacumbas oscuras de la vida, alcé lentamente mis ojos spleenizados, que cercaban sendos
círculos azulinos, hacia la concavidad del firmamento, y me atreví a
escudriñar, yo, tan joven, los misterios del cielo. No habiendo encontrado lo
que buscaba, levanté mis párpados azorados más arriba, aun más arriba, hasta
que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, desde el cual
ejercía el poder con orgullo idiota, el cuerpo envuelto en un sudario hecho con
sábanas sin lavar de hospital, aquel que se denominaba a sí mismo el Creador.
Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto y lo llevaba
alternativamente de los ojos a la nariz y la nariz a la boca; una vez en la
boca, puede adivinarse qué hacía. Sumergía sus pies en una vasta charca de
sangre en ebullición, en cuya superficie aparecían bruscamente, como tenias a
través del contenido de un orinal, dos o tres cabezas medrosas que se atrevían
a hundir con la velocidad de una flecha: un puntapié bien aplicado en el hueso
de la nariz era la consabida recompensa por la infracción del reglamento, provocada
por la necesidad de respirar otro ambiente, ya que, después de todo, esos
hombres no eran peces. ¡Todo lo más, anfibios que nadaban entre dos aguas en
ese líquido inmundo! Hasta que, no teniendo ya nada en la mano, el Creador, con
las dos primeras garras del pie tomó a otro de los zambullidos por el cuello
como con unas tenazas, y lo levantó en al aire, sacándolo del fango rojizo,
¡salsa exquisita! Con este hizo lo mismo que con el otro. Le devoró primero la
cabeza, las piernas y los brazos, y, en último término, el tronco, hasta que,
al no quedar nada, roía los huesos. Y así sucesivamente en todas las horas de
su eternidad. A veces exclamaba: “Os he creado, por lo tanto tengo derecho de
hacer con vosotros lo que quiera. No me habéis hecho nada, no digo lo
contrario. Os hago sufrir para mi propio placer.” Y proseguía con su cruel
manjar, moviendo la mandíbula inferior, la que a su vez movía la barba
salpicada de sesos.
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