LUIS SILVA SCHULTZE / ZARPES DESDE CATALUNYA
LOS DOMINGOS DE JUAN SEBASTIÁN ELCANO (3)
EL GORDO CHINO
En el
avión que nos llevaba a Hong Kong desde la capital de Catar, Doha, recordé
aquella anécdota de la señora turista que se paseaba por un muy lujoso shopping
en China, y cuando a urgentes requerimientos de su pequeño hijo preguntó
por un baño sin que ninguno de los desconcertados empleados atinara a decirle
nada (y el niño ya había empezado a gritar) corrió unos centímetros una cortina
detrás de los mostradores y se encontró con una enorme cantidad de pobres
acampados y con un baño sin ninguna higiene. Antes de escribir sobre
lo que hemos visto, oído y sentido (y que será muy limitado por el poco tiempo
del que disponíamos y porque nos movimos solo por aquellos lugares
hermosos que han hecho famosa a la ciudad) desearía referirme a las
informaciones que recabé antes de viajar, para saber un poco más acerca de
lo que hay detrás de las cortinas.
Desde 1997, cuando el Reino Unido renuncia a la última
colonia de su imperio después de permanecer allí 158 años, Hong
Kong, con un poco más mil kilómetros cuadrados de superficie, se
constituye como una Región Administrativa Especial de la República Popular
China en virtud del acuerdo "un país, dos sistemas". Años antes, durante
la segunda guerra mundial Hong Kong sufrió la terrible invasión japonesa que
asesinó, encarceló y violó a una población hambrienta. En 1949, con el triunfo
de Mao, encuentran refugio en Hong Kong capitalistas que huyen de la
revolución, lo que en parte explica el despegue económico posterior. La ciudad
es hoy uno de los tres grandes centros financieros del planeta,
tiene el mercado inmobiliario más caro del mundo y ocupa el cuarto
lugar mundial en el porcentaje de hogares millonarios, pero tiene también
desigualdad y arbitrariedad. En la zona norte de su territorio,
limítrofe con China y adonde no llega el turismo, se hacinan miles y miles de
chinos pobres y es allí también donde son detenidos en terribles condiciones
y durante años, pakistaníes, afganos, nepalies, etc, que
entran ilegalmente buscando un trabajo. Pero incluso en la misma ciudad
también hay verdaderas favelas levantadas con metal barato y maderas
en las azoteas de viejos edificios. En las publicaciones digitales de la
prensa internacional se pueden ver fotos espeluznantes de jaulas de
alambre de un metro y medio cuadrado metidas en apartamentos semidestruidos, y
para “vivir” en ellas se debe pagar un alquiler altísimo. Cien mil personas
viven en "viviendas inadecuadas", al decir del gobierno, pero son
muchísimas más las personas marginadas, en su mayoría ancianos, y 400.000
las que esperan en las listas oficiales, desde hace años, una vivienda
social, chiquita, muy modesta, como en las que ya vive la tercera parte de
una población de siete millones. Como actualmente los candidatos al gobierno de
Hong Kong deben tener el aval previo del gobierno chino, el año pasado,
desde setiembre a diciembre, se organizó un gran movimiento estudiantil al que
luego se agregaron personas mayores, llamada la revolución de los
paraguas, y en algunos días llegaron a congregar a cien mil manifestantes que
tuvieron cortado el tráfico durante 79 días, reclamando un gobierno surgido de elecciones
democráticas realizadas entre los propios kongkonenses, hasta que
finalmente fueron expulsados por el gas pimienta de la policía,
quedando un saldo de centenares de heridos y detenidos.
Hong Kong propiamente dicha es una isla donde reside la
mayor parte de los grandes bancos y empresas financieras radicadas en
extraordinarios rascacielos, cada uno con su bella forma particular, cada uno
con su innovación tecnológica para aprovechar mejor la luz natural, cada uno
haciéndose un lugar para poder ver el mar. Según los chinos, el edificio desde
no se ve el mar, trae mucha mala suerte a sus empresas y generalmente
omiten los pisos con el número cuatro, porque en cantonés, el idioma
local, dicho número es muy parecido a la palabra muerte y cuesta mucho más caro
el número de celular sin un cuatro. Los rascacielos, que por el
precio desorbitado del suelo bien podrían medir el doble, no pueden superar la
altura de las montañas circundantes para no irritar a la naturaleza y a los
dioses. Yo, que soy un frustrado estudiante de arquitectura, quedé
extasiado mirando esos gigantes desde la vereda y subiéndonos luego a
muchos de ellos con sus imponentes miradores. Con el aporte del gran
capital, todo lo han ideado los arquitectos, los ingenieros y
las computadoras hechas por el hombre, y todo lo han
levantado los albañiles y las máquinas también hechas por el hombre: y por
más que la injusticia social no debería existir, estas construcciones
comprueban la gran potencialidad de la que disponemos los humanos y nos dan una
razón más para soñar con lo que podría alcanzarse si todos tuviéramos derecho
al estudio. La vista del paisaje te apabulla de día y de noche y dicen que es
el horizonte urbano con mayor impacto visual, pero nosotros seguimos
insistiendo que aun no hemos visto nada mejor que el Tokio nocturno que se ve
desde el mirador central de esa capital.
El primer día fuimos hasta el Pico Victoria, montaña muy
alta casi volcada sobre el mar, y desde donde mejor se aprecia
el paisaje grandioso que comprende la costa y la parte continental de la
ciudad enfrentada a la isla Kowloon, también (para variar) llena de imponentes
rascacielos. A esa montaña se sube en un funicular que hasta muy avanzado
el siglo veinte de fue uso exclusivo del gobernador inglés, y que luego de
agotadoras luchas populares, pasó a ser de dominio público. El funicular
cruza majestuoso entre los rascacielos, y como va trazando una diagonal
ascendente, los edificios se ven inclinados, como si estuvieran cayéndose, en
una fantástica visión surrealista. A la salida del Pico, nos colamos
durante dos horas en un autobús turístico de dos pisos que nos paseó por la
parte sur de la isla, opuesta al continente, y que cuenta con unas bahías
preciosas, entre ellas las de Aberdeen, donde hasta hace pocos años vivía una
población pesquera sobre los barcos mismos y allí aprovechamos para dar un
paseo en una modesta barquita. En la isla también está la escalera mecánica más
grande del mundo, aproximadamente de un kilómetro, que ayuda a la población
local, de menores recursos, a empinar la tremenda subida que la lleva hasta sus
casas. Al lado de esa escalera, encontramos un barrio bohemio y pintoresco
donde se localizan las únicas terracitas que hay en Hong Kong para tomar una
cerveza. La isla cuenta con un transporte público modelo en el mundo,
pero nosotros solo utilizábamos los simpatiquisimos tranvías. Para ir
hacia la parte continental de la ciudad, el subte cruza por debajo del agua, lo
mismo que los túneles para vehículos y trenes, pero lo más entrañable es un
barco que existe desde 1897 (y que nunca tuvo un accidente) y que nosotros, sin
apuro y amigos de lo romántico, abordamos para cruzar. En esa parte
continental de la ciudad, una de las zonas más pobladas del planeta, estuvimos
visitando hoteles ingleses coloniales con unos ambientes de película,
con orquestas tocando de día y de noche en los balcones interiores de los
soberbios salones. Nosotros íbamos a dichos hoteles para subir luego
a los boliches miradores de la azotea. En uno de ellos, en un edificio de 484
metros y 118 pisos, sus últimos 50 son ocupados por un hotel de lujo en
cuya azotea existe un bar extraordinario con toda una vidriera
circular para abarcar la grandiosa vista, pero además, con una
terraza al aire libre donde le encargarías un whisky a la luna o al
sol, según a quién le toque laburar a esa hora en el mostrador del
cielo. Cuando llegamos al bar leí que esa semana estaba dedicada a la
cocina argentina e hicimos llamar al chef. Resultó un tipo recién llegado de la
Patagonia, muy simpático, que nos invitó a sus exquisiteces criollas y en algún
momento comentó que el ascensor del edificio en donde estábamos subía más
rápido las 118 plantas que las 3 del hotel en el que él trabajaba en Argentina.
Y es cierto, porque cuando subo a esos bólidos silenciosos e impecables,
siempre me acuerdo de mi niñez con mi madre en los ascensores de
Angenscheidt, jaulas lentísimas donde la ascensorista, piso a
piso, tenía tiempo de cantar lo que nos aguardaba, bombachas,
sutienes, fajas, enaguas, cinturones de castidad, y el nombre de las
empleadas que nos íbamos a encontrar, incluida una tía mía.
Desde el aeropuerto de Shangai tomamos el único
ferrocarril del mundo que funciona a través de potentes electroimanes, lo
que permite elevar el tren unos centímetros sobre las vías y alcanzar los 431
km por hora. El principio de atracción y repulsión permite que no salga
despedido hacia el Uruguay. Es muy caro su mantenimiento por lo cual no se ha
vuelto a hacer otro igual en ningún país. Este tren no te deja exactamente
en el centro de la ciudad, sino en su periferia, y entonces se debe
combinar con el subte, que tomamos en una estación con impresionante olor a
comida picante que me hizo recordar a las estaciones bolivianas, es
decir, una estación muy precaria, sin escaleras mecánicas para
nuestras pesadas valijas, por lo que allí se dan la mano, encantados de haberse
conocido, los siglos XXII y XVII. Y ese tren supersónico llegando a
esa paupérrima estación, podrían ser un algo así como un símbolo de la China de
hoy: segunda potencia mundial donde la gran mayoría de su población aún
no se ha enterado de ello. Aunque es evidente que en los últimos años han
mejorado considerablemente los índices de bienestar del pueblo, y hay una
incipiente clase media que hasta hace poco no existía, aquí es
considerablemente más voluminoso y pesado en lo social lo que la modernidad y los
datos macroeconómicos ocultan detrás de las cortinas de este shopping que hoy
asombra al mundo. Porque Shangai tiene barrios comerciales espectaculares con
pantallas de televisión publicitarias que cubren todas las paredes exteriores
de los enormes comercios, donde todas las grandes marcas del mundo están
representadas, no una vez sino muchas. Son barrios de un consumo impresionante,
donde las tiendas, seguramente con dos turnos de empleados, cierran tardísimo y
siempre hay gente comprando. Pero en otras zonas, más alejadas, te parece estar
en El Cairo o alguna ciudad de la India, con un tráfico que no presta atención
a los colores del semáforo, con las motos y bicicletas, día y noche, sin cascos
y con niños que inundan todo temerariamente y donde se ve gente muy mal
vestida, sufrida, castigada por la vida, ancianos vendiendo fruta a altas horas
de la noche, etc. Evidentemente, en el centro, y en la zona maravillosa
del río con rascacielos imponentes en sus dos orillas y por donde
camina el turismo (al que me referiré después) todo reluce. Es curioso constatar
que unos años antes de que Colón descubriera América China ya
navegaba imperial por las costas orientales de África con naves enormes para la
época. Pero en 1479, China con miedo al poder creciente de los mercaderes,
abandona la navegación y se encierra tras su gran muralla por los siglos de los
siglos. Exactamente 500 años después, en 1979, comienza a abrirse al mundo otra
vez y hoy rompe murallas con su comercio basado en una mano de obra barata y
con malas condiciones laborales, constituyéndose en el país con más dinero
líquido en reservas de la historia. Claro que a las pocas horas de
haber sacado la lotería, en los años actuales de China, el pobre
sigue siendo pobre aunque ahora con dinero.
Shangai no es la capital política, pero es la ciudad más
grande e importante de China. Es un centro comercial y financiero
global de primer orden. Su puerto, a 50 kilómetros, está entre los
primeros del mundo y tiene una actividad fabulosa. La ciudad ya destacaba en la
década del treinta como la "Atenas de Oriente" porque hacía de puente
entre occidente y oriente con un comercio extraordinario. La revolución
socialista limitó sus posibilidades de apertura al mundo y cayeron sus índices
económicos. Shangai fue luego la cuna de la revolución cultural de los sesenta con
la tenebrosa Banda de los Cuatro y la mujer de Mao. Pero se logró conservar la
cohesión social, algo muy importante en los desarrollos económicos, y en
la década de los noventa da el gran salto, constituyéndose hoy en la
ciudad del mundo de mayor desarrollo de los últimos años. El paso a la economía
de mercado, el reconocimiento de la propiedad privada y una
actividad en la construcción impresionante, trajo también una gran corrupción
gubernamental y una feroz especulación inmobiliaria. Hoy están en la cárcel
altos dirigentes comunistas de la ciudad, y no hace muchos años, el mismo
intendente fue fusilado (recordemos aquí que el Comité Central del Partido
Comunista Chino, está integrado en una gran parte del mismo por millonarios,
dado que es imposible hacer negocios fuera del único partido existente).
Con mi compañera caminamos muchísimo: el 7 de noviembre
estaba en la Plaza del Pueblo con un teatro maravilloso que visitamos, y
recordé que el 7 de noviembre de 1974 estaba en la Plaza Roja de Moscú. El
jardín de Yuan es el Shangai antiguo, milenario, con casas de Alicia en el país
de las maravillas chinas. Ese domingo inolvidable también nos enamoró también
el barrio afrancesado de Xintiandi, encantador, y con unos boliches con terraza
de los mejores que ha visto Mary, autoridad indiscutible en la
materia, donde sus ojos brillan tras el humo permitido y la lluvia de
cerveza. Fuimos dos noches a cenar, y no hay caso, la mejor pasta italiana está
en China y Japón.
Y termino finalmente en la zona del río Huangou que corre
por Shangai. Al borde del río, está la rambla del Bund, llena de fantásticos
edificios coloniales dejados por los ingleses. En frente, en la otra orilla,
hasta 1990 existía un pantano que ha sido recuperado y hoy es un territorio de
fantásticos rascacielos, el llamado Pudong. El paisaje desde los dos ángulos
de las dos orillas, es maravilloso. Se le llama el Museo de la Arquitectura
Mundial. Yo me había estudiado edificio por edificio, a cual más hermoso, pero
aquello mucho más de lo que esperaba. Entre estos edificios sensacionales
destaca La Perla Oriental, torre de radio y televisión, construida en 1994.
Mide 468 metros y fue hasta el 2007 el edificio más alto de China. Es una
maravilla arquitectónica. Cuenta con once esferas rojas, 2 grandes a lo
alto con un diámetro de 50 metros, más 5 pequeñas donde funciona un hotel de
lujo y 4 decorativas unidas en su base por 3 columnas. Arriba del todo funciona
un restaurante giratorio. El mirador más alto está a 350 metros y fue lo
primero que visitamos extasiados por la vista resultante. Luego bajamos y en el
segundo mirador, a 293 metros de altura, la cristalera de la pared continúa en
el piso en sus últimos diez metros con todo el abismo urbano abajo. Mary
enseguida saltó y empezó a caminar sobre el cristal como todo el mundo con su
celular apuntando para abajo. La torre, además de su función de
comunicación, está destinado como parque de diversión futurista y estaba lleno
de gente porque era fin de semana. Yo dudaba, como un Hamlet chino, si dar
o no un paso sobre el cristal porque lo veía medio suicida. En eso llega un
gordo chino de cuatro metros cuadrados y 203 kilos de peso antes de
comer. Se veía enseguida que iba todos los sábados porque apenas llegó se
tiró en el cristal como si fuera una piscina, luego se giró acostado, con los
brazos y piernas abiertos para que su acompañante le sacara una foto que
saldría luego como si él estuviera volando. El acompañante del gordo
era menudo, flaquito y de unos 18 años. Eran tan distintos los dos que yo
no creo que fuera ni su hijo, ni incluso su sobrino, vamos a poner sobrino
tercero por llamarlo de alguna manera. Este muchacho no podía sacar bien
la foto porque no se animaba a dar el paso al más allá en el piso de cristal (en
esas alturas impresionantes de la China el más allá está abajo). Y el
gordo se irritó mucho, y para demostrarle a su sobrino tercero que el cristal
no se rompía, se levantó y empezó a saltar como un loco. Saltaba y gritaba como
si festejara el gol del triunfo de China sobre Brasil en la final del mundial
de Maracaná en el 2050. Enseguida yo me pregunté, y seguramente lo mismo le
pasó al sobrino tercero, si el ingeniero que hizo la torre había
previsto que iba a venir una exageración como la que se le ocurrió hacer al gordo. Finalmente,
decidimos irnos porque creí detectar una casi imperceptible inclinación de la
torre hacia el lado del gordo o me la imaginé yo, y nos pusimos entonces en una
cola enorme. Aguantar media hora esa cola te permitía tener el gran
privilegio de acceder a un espacio enorme de salida final, al que desde arriba
yo le llamé inmediatamente "El Caos", porque allí estaban los 24
millones de habitantes de Shangai menos el gordo, su sobrino tercero y una
señora mayor a la que el médico le recomendó no salir de casa porque
estaba un poco resfriada. La cola era un arrollado de dulce de leche chino, con
seiscientas colas que iban de pared a pared, bien pegaditos unos contra otros,
tanto es así, que cuando veías a uno que venía de frente, seis metros más
adelante, le envidiábamos porque iba a salir dos días antes que nosotros. Son
esos momentos que tienen todos los viajes que pagarías cualquier cosa por estar
en el sillón de tu casa. Cuando por fin llegamos a la calle traté de no pasar
por debajo del gordo que seguía saltando.
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