9/2/16

SAÚL IBARGOYEN

PORCA MISERIA (8)


DURANTE un tiempo cuya extensión ignoro, ocupamos una casa tipo chalet, de teja francesa y dos chimeneas, edificio residual, pues era lo que iba quedando de la discreta fortuna de la familia paterna. Creo que ya hablamos de las crisis de entre guerras, que afectaron la producción agropecuaria, y del decaimiento de la mesocracia junto con el aumento de la desocupación entre la población obrera. Pocos quedaron fuera de aquel retroceso social y cultural. Circulaban rumores de nuevos golpes de Estado, el último era una mancha reciente en un país llamado democrático y hasta admirado por esa tradición, en un continente de ostensible inestabilidad política, donde el peso de los ejércitos era una negación de libertad y los asaltos al poder, aun a nivel palaciego, solían basarse en violencia y sangre.


Estábamos asentados en un suburbio de la capital, que en unas tres décadas sería conurbado. En comparación con las viviendas de la zona, de un solo piso y construidas por sus dueños con materiales baratos, pero a base de piedra, cemento y ladrillos, con techos de lámina gruesa sostenidos por vigas de sólido maderamen, nuestro chalet semejaba un castillo renacentista. Solo faltaban estandartes y pendones rojos, azules, dorados.


La mayoría casi absoluta de los vecinos provenía de Europa central y del Mediterráneo. Eran campesinos sin tierra, obreros sin fábrica. Se asentaron allí y el suburbio cambió de manera insospechada a partir de cuando se recogieron las cosechas primeras: frutales, uva, algo de trigo y maíz, legumbres; en principio para el consumo familiar y luego para la conformación de un mercado local, fuera de los circuitos similares de las partes más desarrolladas de la ciudad. Allí se ejercía el intercambio, el dinero no operaba en las transacciones necesarias para el vivir de cada día. Las familias eran verdaderos clanes, y su unión originó el nombre de “la tribu de la estación”, pues había un paradero de ferrocarril en el lado oriente de la población; las vías eran uno de los límites, otro un camino vecinal de irregular pavimento; un extendido bosque de eucaliptos cerraba el triángulo.


Esto es historia pasada, agua pasada, toro pasado. Por lo tanto, debo sí recordar que afuera de las fronteras, de aquel conjunto de casas ordenadas según las prioridades de la producción de alimentos, separadas cada una en su terreno; afuera, decía, ni rechazados ni aceptados por aquel pequeño orbe de trabajo y solidaridad, malvivían decenas de expulsados del campo que se juntaban con los expulsados de la ciudad. ¿Qué podían ofrecer estos de utilidad a los fundadores de un barrio tan particular que seguiría creciendo?


Las ofertas de inicio, según opinión que accidentalmente escuché de mi padre, eran de carácter sexual. Mujeres jóvenes, y aun niñas, procuraban clientes en el paradero del tren, pues detrás de este había unos galpones ruinosos que “servían de hoteles de citas”. El ferrocarril pasaba dos veces diarias, ida y vuelta, uniendo la estación de la capital con poblados cercanos en las playas del este. Algunos viajeros descendían ahí, en la restringida estación, es decir, los que regresaban a la capital, para engancharse fugazmente con un hembraje de servicio barato. Hubo denuncias que la policía no atendió, los clientes más regulares fueron los inmigrantes, sobre todo los solteros, a quienes les era dificultoso ejercitar la endogamia sin casarse: en todo conjunto social pequeño, fuera de intereses en común, hay como acuerdos de lejana raíz que no permiten esa práctica, a más de un actitud de vigilancia social que estrecha los espacios.   


La actividad prostibularia creció junto con la barriada en aquella zona semi rural o semi urbana. Cuando volví, ya mozo joven, para ver el viejo chalet familiar y sufrir un golpe de desencanto, me enteré de que había dos burdeles “modernizados” detrás de la estación de tren, en el sitio de los destruidos y borrados galpones. El sentido de colectividad cerrada se mantenía aunque parcialmente, existía aún un trazado mental de los límites que no admitían la intromisión de algo reprobable, pese a que para los jóvenes machos resultara de necesidad. Quinquenios después también se esfumarían los prostíbulos: otra ola de crisis daría sombra al país.


En meses de cosecha, los hombres del pobrerío aportaban fuerza de trabajo, las remuneraciones eran bajas, no eran labores calificadas. Eso condujo alguna vez, apenas rememoro eso, a conflictos entre campesinos que no tenían temperamento ni hábito de patrones y ocasionales obreros agrícolas que no alcanzaban conciencia proletaria. Supe que la ola que antes mencionara despojó de equilibrio social a la zona, que unos cuantos de los descendientes de los primeros productores debieron hipotecar casas y terrenos. Curiosamente, quienes perdieron tierra y vivienda fueron a reunirse con aquellos que habían sido sus peones agrícolas, hasta protestaron y lucharon juntos contra los gobiernos responsables de la caída de la producción y el notorio desempleo.


Hace unos siete años pasé otra vez por el barrio, más casas que tierra visible y viñedos y árboles frutales; una empresa inmobiliaria había adquirido muchos terrenos de los ex campesinos, para venderlos en lotes pequeños y en cuotas. Visitar las viviendas construidas en poco tiempo, con recursos a veces mínimos, significaba para mí un regreso a la indigencia, a la imposibilidad, al fracaso, a los feos olores.


Eso lo comprobé tocando varias puertas, exhibiendo un carnet de periodista caducado no sé cuándo. Preguntaba a quienes me atendían sobre sus preferencias deportivas, de qué equipo eran seguidores, “es para una revista mexicana, allá son muy entusiastas del deporte del hombre, el fútbol”.


A veces pedía un vaso con agua, hasta vino me ofrecieron. En la plática entraron otros asuntos, “nos gustaría que aquí tuviéramos una cancha de fútbol, pa que se diviertan los muchachos”, “tendría que haber más servicio de autobuses y más barato, ahora que la avenida hasta el centro está mejor, nosotros mismos nos ocupamos de arreglar un tramo de cinco cuadras”, “en otros barrios hicieron igual”, “hay problemas con el agua corriente, los caños se rompen, los pusieron mal cuando lotearon los terrenos”, “la luz se corta a cada rato, es una joda”, “por acá ya no hay casi quien plante, ni papas”, “bueno, nos fuimos todos los hombres a laburar a la fábrica de material plástico, cuando la clausuraron porque contaminaba el suelo, el aire y el agua de abajo, nos quedamos sin nada”, “hacemos trabajos de lo que venga, mire a los pibes, son esqueletos que juegan en el pasto, hasta comen pasto”, “¿puede poner eso en su revista?”


Recuerdo que respondí:


“Lo pondré donde sea, seguro se lo digo…”


Hice lo prometido, desde fuera del país, pero en las redes sociales, en cada mensaje de internet que me daba ocasión, compuse artículos, cuentos, poemas, novelas, pero siempre tratando de que la escritura expresara dos verdades: la confundida o identificada con lo real y la verdad artística que es consustancial a la persona entera que escribe.


Antes de salir hacia la parada del autobús, me dirigí con zapatos fatigados a la ancha calle polvosa, cubierta de grava, de la infancia. Pero era otra calle, que cortaba una considerable superficie del terreno que había sido propiedad de mi familia; tanto que el chalet aparecía ahora casi sobre una acera de desperdigadas baldosas y pasto. Parecía que unas manos o fuerzas poderosas hubieran estirado la tierra, como si fuera una alfombra verde que a su vez arrastrara al chalet, en ese momento con su cuerpo lastimado por soles y vientos y lluvias, pero más por el desaseo y la negligencia de los posibles usuarios. De estos, solo distinguí dos rostros de niños que asomaban entre los arbolillos del frente: asombro en los ojos legañosos, mucosidades nasales, bocas desdentadas baboseando extraños insultos.


El autobús partió hacia el centro de la ciudad, dijeron que a unos ocho o nueve kilómetros. Rememoré las palabras de una canción: "Nunca mires para atrás / para ver lo que has andado. / Míralo a tu corazón / que lleva un mundo guardado." Y es lo que hice: mirar para adelante, que al fin y al cabo eso que se llama corazón está en cualquier lugar.


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