SHAKESPEARE & COMPANY, DE SYLVIA BEACH
Por Javier Aparicio Maydeu
12, Rue de l’Odéon fue, entre 1921 y 1941, la tierra prometida de
cualquier letraherido trotamundos, la dirección de París que todo escritor o
intelectual anglosajón debía llevar consigo si pasaba por la capital francesa,
y el domicilio editorial de James Joyce: una bibliófila y larguirucha
emprendedora norteamericana llamada Sylvia Beach había abierto la librería
Shakespeare & Company que, en poco tiempo, se convirtió en la encrucijada
literaria que atravesaron algunos de los más grandes nombres del modernism y
del arte de la primera mitad del XX, de Joyce, Ezra Pound y D.H. Lawrence a
Hemingway, Scott Fitzgerald, T.S. Eliot (que la retrató en “Miss Sylvia Beach”, Mercure
de France, 349, agosto-septiembre, 1963), Djuna Barnes, Picasso o Gertrude
Stein (cuya Autobiografía de Alice B. Toklas, de 1933, es la mejor
lectura complementaria de las jugosas memorias de Beach que reseñamos), y en
uno de los espacios de la literatura contemporánea
anglosajona, como Gotham y Brentano’s en Nueva York o Foyles en Londres.
Shakespeare & Company es, sencillamente, sinónimo de la historia de la
literatura expatriada y trasterrada entre 1920 y 1940, y la complicidad
comercial y personal que mantuvo Beach con la librera parisina Adrienne
Monnier, que tanto la ayudó en los albores de su negocio desde su librería de
préstamo Les Amis des Livres en la
misma calle Odéon, permitió muy fecundos encuentros transversales entre los
escritores en lengua inglesa y autores franceses como Paul Valéry, Georges
Duhamel o Jules Romains, y como André Gide, André Maurois y otros nombres
relacionados con Gallimard y la Nouvelle Revue Française.
A Beach le debemos el haber publicado el Ulises a su
costa creyendo de forma ciega en el talento de un excéntrico y caprichoso Joyce
que acabaría debiéndole dinero. Se convirtió en su entusiasta editora –“Sylvia
se paseaba a lo largo del andén de la Gare de Lyon mientras esperaba, envuelta
por el frío aire de la mañana, la llegada del tren de Dijon. Era el 2 de
febrero de 1922. El expreso llegó a las 7.00. Corrió hacia el conductor y le
pidió los dos primeros ejemplares de Ulises”, enviados por el
celebérrimo impresor Maurice Darantière (Noel Riley Fitch, Sylvia Beach
y la generación perdida, Lumen, Barcelona, 1990, pp. 13-14)–, dejándose la
piel en cada corrección de cada párrafo de cada galerada tachada, reescrita y
manoseada hasta el extremo (vean, si no, el facsímil de la página 59),
publicando ejemplares de lujo –sufragados por más de mil suscriptores entre los
que no quiso figurar su paisano George Bernard Shaw– al margen de los 750 en
papel artesanal, a 150 francos de los de entonces, y sintiendo como propios los
avatares de Dedalus y Bloom que Joyce había comenzado a escribir en 1914 y
ahora empaquetaba febril y personalmente en la librería de Sylvia para
enviarlos a críticos de medio mundo: “Joyce llegaba a la librería cada día al
amanecer. Ni él ni su editora se preocupaban de comer”. El irlandés la sedujo
con su personalidad y sus miramientos lingüísticos, el Joyce poeta la fascinó:
“La voz de Joyce me encantaba. Hablaba con la entonación de un tenor [...]
Escogía sus palabras y su sonoridad con gran cuidado, debido sin duda a su amor
por la lengua”. Se implicó en la edición de esa rara avis llamada
Finnegans Wake desde que no era más que un work in progress,
contribuyendo a que algunas páginas sobre su heroína Anna Livia Plurabelle se
publicasen en la Nouvelle Revue Française. Le hizo de agente,
abonándole anticipos de las ediciones checa o alemana del Ulises y
tratando de controlar sus derechos de autor en el mercado evitando
la piratería –“Lo primero que supe sobre piratas abordando la nave de Joyce fue
cuando una edición no autorizada de Música de cámara apareció en
Boston en 1918. Mucho más serio fue el rapto de Ulises en
1926. No estaba protegido por el copyright en Estados Unidos...”–, actuó de
consejera, de contable, de distribuidora y de eficacísima jefa de prensa de la
obra de Joyce, encarnando esa cadena ideal de tres eslabones, lector, librero y
editor. Arriesgó su dinero por un talento ajeno que descubría leyendo de forma
voraz, sufrió como nadie con la egolatría de Joyce y las penurias y angustias
de tantos escritores desvalidos, se sintió infinidad de veces vulnerable frente
al mercado pero seguramente pensó, como escribió Faulkner en Las
palmeras salvajes, “entre la pena y la nada elijo la pena”. No quiso, en
cambio, publicar El amante de Lady Chatterley de D. H.
Lawrence porque siguió siempre criterios propios, Ulises lo
absorbía todo y los recursos económicos no permitían alegrías (por otra parte,
“qué podían ofrecerme después de Ulises?”, escribe en la página
94), renunció a los derechos sobre el Ulises en favor de Random
House diez años después de la mítica entrega del primer ejemplar de la novela,
fue, con Monnier, una espléndida scout editorial avant
la lettre, y se erigió en anfitriona perfecta de veladas literarias en las
que Eliot o Valéry leían versos entre las torcidas fotografías de Wilde, Joyce,
Mansfield o Madox Ford colgadas de la pared y las instantáneas que en ocasiones
sacaba la fotógrafa alemana Gisèle Freund: “La librería se convertía en un
pequeño salón donde la gente se apretujaba para oír leer a Joyce, Gide o Valery
Larbaud; servían copas y cosas para picar” (Shari Benstock, “Sylvia Beach y
Adrienne Monnier: rue de l’Odéon”, Mujeres de la “Rive Gauche”. París
1900-1940, Lumen, Barcelona, 1992, p. 248). Más adelante formaría parte del
consejo de redacción de la revista Mesures junto a otros tres
grandes de las letras del XX, Michel Leiris, Henri Michaux y Vladimir Nabokov.
En diciembre de
1941, durante la ocupación y tal como refiere Herbert Lottman en La
Rive Gauche. La elite intelectual y política en Francia entre 1935 y 1959 (Tusquets,
Barcelona, 1994), un oficial nazi amenazó a Sylvia con confiscarle las
existencias de la librería si no le vendía su único ejemplar de Finnegans
Wake, y colorín colorado, Shakespeare & Company se había acabado.
Desmantelada ya la librería, llegó el legendario Hemingway al mando de una
hilera de jeeps y, a requerimiento de la librera, limpió de francotiradores los
tejados de la Rue de l’Odéon, esto es, se convirtió en metáfora de la
liberación (y el topos de las armas y las letras renacía una
vez más).
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