CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
CUADRAGESIMONOVENA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO SEGUNDO
8 (2)
Oh lector, ¿ante este
último detalle no se te hace agua a la boca? No cualquiera come un seso
semejante, tan sabroso, tan fresco y que acaba de ser pescado no hace un cuarto
de hora en el lago de los peces. Con
los miembros paralizados y la boca cerrada, contemplé algún tiempo ese
espectáculo. Por tres veces estuve a punto de caer de espaldas como un hombre
que sufre una emoción violenta; tres veces alcancé a mantenerme de pie. Ni una
fibra de mi cuerpo quedó inmóvil, pues temblaba como tiembla la lava interior
de un volcán. Finalmente, al no poder mi pecho oprimido expulsar con la
suficiente rapidez el aire que da vida, mis labios se entreabrieron y lancé un
grito… un grito tan desgarrador… ¡que lo oí! Las obstrucciones en mí oído desaparecieron
bruscamente, el tímpano crujió por el choque de esa masa de aire sonoro
expulsada de mí con violencia, y se produjo un fenómeno en el órgano condenado
por la naturaleza. ¡Acababa de oír un sonido! ¡Un quinto sentido se revelaba en
mí! ¿Pero qué gozo podría yo extraer de semejante descubrimiento? En adelante,
el sonido humano no llegó a mis oídos sino como el sentimiento del dolor que
engendra la piedad hacia una gran injusticia. Cuando alguien me hablaba, yo
recordaba lo que había visto un día por encima de las esferas visibles, y la
traducción de mis sentimientos reprimidos en un grito impetuoso cuyo timbre era
idéntico al de mis semejantes. No podía responderle, porque los suplicios
puestos en práctica sobre la debilidad humana en ese horroroso mar de púrpura,
pasaban ante mí rugiendo como elefantes desollados, y rozaban con sus alas de
fuego mis cabellos calcinados. Más tarde, cuando conocí mejor a la humanidad, a
ese sentimiento de compasión se unió un furor intenso contra esa tigresa
madrastra, cuyos hijos empedernidos no saben sino maldecir y hacer el mal.
¡Astucia de la mentira! ¡Dicen que entre ellos el mal es sólo una excepción!...
Hoy todo acabó desde hace tiempo; desde hace tiempo no dirijo la palabra a
nadie. Oh tú, quienquiera que seas, cuando estés al lado mío no hagas que las
cuerdas de tu glotis dejen escapar ninguna inflexión; que tu laringe inmóvil no
tenga que esforzarse por superar al ruiseñor, y tú mismo no intentes vanamente
hacerme conocer tu alma mediante el lenguaje. Observa un silencio religioso que
nada interrumpa; cruza humildemente tus manos sobre el pecho y dirige tu mirada
hacia abajo. Ya lo dije, desde aquella visión que me hizo conocer la verdad
suprema, demasiadas pesadillas me han chupado con avidez la garganta, durante
noches y días, para que yo tenga todavía ánimo de renovar, ni siquiera mentalmente,
los sufrimientos que experimenté en aquella hora infernal, que me persigue sin
descanso con su recuerdo. Oh, cuando oigas el alud precipitarse desde lo alto
de la fría montaña, lamentarse a la leona en el árido desierto de la
desaparición de sus cachorros, realizar su destino a la tempestad, mugir al
condenado en su prisión la víspera de que lo guillotinen, y relatar al pulpo feroz
su victoria sobre los nadadores y los náufragos a las olas del mar, dime: ¿esas
voces majestuosas no suenan más armónicas que la risa sarcástica del hombre?
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