CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
QUINCUAGÉSIMA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO SEGUNDO
9 (1)
Hay un insecto que los
hombres alimentan a su costa. No le deben nada, pero le temen. El tal, que no
gusta del vino, y en cambio prefiere la sangre, si no se satisfacen sus
legítimas necesidades, sería capaz, merced a un oculto poder, de adquirir el
tamaño de un elefante y aplastar a los hombres como espigas. Por esa razón hay
que ver cómo se le respeta, cómo se le tiene en la más alta estima por sobre
todos los animales de la creación. Se le otorga la cabeza como trono, y él fija
sus garras en la raíz de los cabellos, con dignidad. Más adelante, cuando está
gordo y llega a una edad avanzada, imitando la costumbre de un antiguo pueblo,
se le sacrifica a fin de que no sufra los achaques de la vejez. Le organizan
grandiosos funerales, como a un héroe, y el féretro que lo conduce directamente
hacia la losa del sepulcro es cargado sobre los hombros de los principales
ciudadanos. Junto a la tierra húmeda que el sepulturero extrae con su diestra
pala, se combinan frases multicolores sobre la inmortalidad del alma, sobre la
futilidad de la vida, sobre la voluntad inexplicable de la providencia, y el
mármol se cierra para siempre sobre esa existencia, laboriosamente cumplida,
que ya no es más que un cadáver. La muchedumbre se dispersa, y la noche no
tarda en cubrir con sus sombras los muros del cementerio.
Pero consolaos, humanos,
de su dolorosa pérdida. He aquí que avanza su incontable familia, que os cede
con toda liberalidad para que vuestra desesperación sea menos amarga y
encuentre alivio en la grata presencia de esos engendros huraños, que se
convertirán más tarde en magníficos piojos, con las galas de una notable
belleza, monstruos con aire de sabios. Incubó muchas docenas de queridos
huevos, con maternal dedicación, sobre vuestros cabellos desecados por la
succión encarnizada de esos temibles forasteros. Pronto llega el momento en que
los huevos estallan. No os preocupéis, esos adolescentes filósofos no tardan en
desarrollarse a través de esta vida efímera. Se desarrollarán hasta un modo que
no podréis ignorar gracias a sus garras y órganos chupadores.
Vosotros no sabéis por
qué razón no devoran vuestro cráneo, conformándose con extraer mediante sus
bombas, la quintaesencia de vuestra sangre. Un momento de paciencia que os lo
voy a explicar: no lo hacen, simplemente, porque carecen de la fuerza
suficiente. Tened por seguro que si sus mandíbulas respondieran a la magnitud
de sus ansias infinitas, los sesos, la retina, la columna vertebral, todo
vuestro cuerpo desaparecería. Como una gota de agua. Sobre la cabeza de algún mendigo
joven de la calle observad con un microscopio a un piojo que trabaja: ya me
contaréis después. Desgraciadamente son pequeños, esos bandoleros de enorme
melena. No servirían para conscriptos, pues no alcanzan la talla exigida por la
ley. Pertenecen al mundo liliputiense de los patizambos, y los ciegos no
vacilan en clasificarlos entre los infinitamente pequeños. Desgraciado el cachalote
que luchara contra un piojo. Sería devorado en un abrir y cerrar de ojos, a
pesar de su talla. Ni siquiera la cola quedaría para anunciar la nueva. El
elefante se deja acariciar, el piojo no. No os aconsejo intentar esa
experiencia peligrosa. Especial cuidado debéis tener si vuestra mano es peluda,
y también si sólo está compuesta de carnes y huesos. Vuestros dedos no tendrán
remedio. Crujirán como si estuvieran sometidos a la tortura. La piel desaparece
por un extraño encantamiento. Los piojos nunca pueden a cometer tanto mal como
el que les sugiere su imaginación. Si encontráis un piojo en vuestro camino,
seguid adelante sin lamerle las papilas de la lengua. Os ocurriría alguna
desgracia. Eso está probado. No importa, estoy de todos modos contento por la
magnitud del mal que te hace, ¡oh raza humana!, aunque me gustaría que todavía
te hiciera más.
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