SAÚL IBARGOYEN
PORCA MISERIA
(11)
EN DIAS actuales todavía sostengo el hábito o la
obsesión o la manía de reunir recortes de periódicos, revistas, boletines,
folletos de propaganda comercial o política, anuncios de distinto tipo,
etcétera. Eso viene de la adolescencia, o aun antes. Eran formas materiales de
la memoria, productos a ser utilizados en circunstancias adecuadas o por
exigencias de la imaginación. Cada dos o tres meses revuelvo las viejas
carpetas en una búsqueda variable, casi infinita: es lo que hago ahora mismo en
auxilio de estas escrituras.
Recojo las frágiles páginas, la una y la dos, de un
periódico ya extinto, El Plata. La
portada, en papel de gris calidad, de materia despareja y poco densa, exhibe
dos líneas debajo de los datos temporales (lugar, fecha -borrosa-, número de
edición) una noticia que, según comentarios familiares que recuerdo
imprecisamente, fue un estallido en la relativa calma de una ciudad-puerto de
seiscientos mil habitantes, capital del país.
Leo los encabezados, evitando el uso de mayúsculas y
apelando a las obligadas comillas: “Tres hermanas alquilaban su vientre”.
Continúo leyendo: “Las hermanas Eugenia, Dorotea y Asunción Meléndez Ribas
daban en alquiler sus vientres para fecundación artificial, procedimiento no
aceptado por nuestras leyes. Varios médicos entrevistados por este diario
coincidieron en declarar que eso era ‘una operación contra natura’, inaceptable
para las ciencias de la salud. Altos dignatarios eclesiásticos no disimularon
su ira y lo sacerdotes encargados de la misa dominical en nuestro principal
templo, en su sermón afirmaron que ‘era un atentado contra las leyes divinas’.
Si bien somos un país laico, cuesta creer que algunos irresponsables acudan a
ese procedimiento para obtener un fruto humano que Dios y la naturaleza les han
negado.”
Esta lectura y su transcripción correspondiente se basan
en un detallado proceso de reconstrucción, pues el papel ofrecía huecos,
arrugas y tinta empalidecida muy difíciles de traducir a palabras.
Leo después de unas cuantas líneas referidas a vivienda,
situación social, nivel educativo, ocupación y antecedentes de las tres mujeres
(“de 20, 23 y 26 años respectivamente”), información retorcida para que la
famosa “opinión pública” cuestionara la moralidad de las hermanas Meléndez
Ribas, y de paso oficiara de apoyo ideológico a aquel conglomerado urbano, por
cierto conservador y ombliguista. Ahora lo digo críticamente: “en el mundo hay
incontables ombligos, ¿por qué ver solo el propio?”
Las tres jóvenes fueron sometidas a la justicia, pero el
derecho civil no tenía respuestas legales para enjuiciarlas; en un país en el
que no había una ley que admitiera interrupción del embarazo (eso vendría
décadas más tarde), pero que contradictoriamente se oponía a la concepción por
vientre subrogado (como se dice actualmente). Recuerdo ahora el libro de
Ezequiel: “tiempo de nacer, tiempo de morir”.
Abandono las gastadas páginas del periódico, consulto
otros recortes. Hubo polémica entre conservadores y moderados, entre
reaccionarios y liberales, entre religiosos y agnósticos, entre cristianos y
ateos, entre derechas e izquierdas... Me parece mejor volver toda esa papelería
a sus carpetas y pedir ayuda a la memoria, a los recuentos de la oralidad.
Regreso entonces a mi pre-adolescencia, es un viaje casi
a la velocidad de la luz en el vacío. Estoy en una esquina de la gran mesa del
comedor de la residencia de la prima de mi madre. Hojeo un libro de Amado
Nervo, tomo alguna galleta de nuez de una pequeña fuente blanca, y como padezco
de la tendencia ensimismada de mis genes vascos, las otras personas que beben
tazas de té en el otro extremo de la mesa señorial, olvidan mi presencia o no
les interesa que escuche su conversación.
-Mirá, yo conozco a las mujeres esas, de chicas vivían
en un gran conventillo, en el barrio Sur, en el llamado ‘Medio mundo’. Yo les
llevaba comida cada diez días, estaban flacas como palitos de dientes, la madre
era lavandera, sirvienta a veces, analfabeta y de pocos dientes, un descuido
que ni te digo. Las tres eran hijas de padres distintos, la mamá se juntaba con
algún tipo y cuando se embarazaba, el hombre desaparecía. Cuando crecieron las
niñas, ayudaban a la madre. Todas lavaban y planchaban, el patio del
conventillo tenía varias piletas, había que arreglarse con los turnos, si no
empezaban tremendos líos y discusiones, hasta riñas duras hubo, las mujeres
grandes hasta se agarraban de los pelos para ganarse un lugar en las tinas. ¿Te
sirvo otro té?
-Pero… supongo que se salieron de ahí en algún momento… -dijo
mi madre.
-Sí, pudimos colocarlas a todas en casa de gente bien,
de confianza. Se estuvieron afincadas como sirvientas, hasta que la menor
empezó con síntomas de preñez, tenía como diecisiete… -interrumpió para beber
un suave sorbo de té made in England. Y enseguida: -Mis amigos que la habían
recogido, la familia Anzorena, tú los conoces, se escandalizaron. Son más
católicos que el Papa. Me dijeron que no la querían en su casa, así que la
metimos en un refugio para solteras preñadas o sin vivienda fija. ¿Más té? Es
de buena marca…
Yo seguía como distraído, pero anotaba los asuntos
principales de la plática en una libreta escolar que me acompañaba como ayuda
memoria.
-Pero un día la muchacha se fugó, con todo y panza
llena. Me dijeron que protestaba porque la hacían cepíllar pisos, ayudar en la
cocina, lavar ropa… En fin, lo único que saben hacer esas desdichadas… -comentó
la prima, y continuó su historia: -Sucedió que con las otras dos pasó igualito:
me hicieron quedar mal con mis conocidos, eso no se los perdono así como así.
Las perdí de vista por bastante tiempo, de la madre no supe nunca más nada.
Pero, como sabes, no me gusta que esas personas ignorantes, aunque sean bonitas
como las tres muchachas, se burlen después de que tanto las ayudé. Es injusto,
¿no te parece?
Mi mamá bebía de su tercera taza de té, masticaba sus
galletitas, creo que para no hablar, apenas movía la cabeza, asintiendo sin
asentir.
-Entonces, le dije a mi marido, que por algo es coronel,
que buscara información, pues yo quería ver a esas desgraciadas. Fue así que
pude ubicarlas, en una casita de la periferia, bastante decente, atrás del
cerro. Fueron a por ellas varios miembros de la policía militar, resulta que
todas habían parido… pero, ¿dónde mierda estaban los bebés? Iba con los agentes
un juez militar, les preguntó a fondo lo necesario, hasta las golpearon un poco
a las infelices, había que conocer la verdad, estaban contra la ley… bueno, no
hay leyes expresas contra la fecundación artificial, era un tema de moral.
¡Habían vendido a los bebés! Por eso vivían mejor que antes, por eso ya no eran
sirvientas, las jodidas mujeres! ¡Habían puesto una fábrica de niños! -para
bajar la indignación, se sirvió más té.
-¿Quién iba a imaginar algo así? -comentó pálidamente mi
madre.
-Pero lo peor de lo peor es que, esas putitas
ignorantes, ni supieron explicar cómo había sido el procedimiento, que al salir
de la casa de mis conocidos las habían instalado en ese sitio bastante
habitable, en hora de parir las llevaron a una especie de sanatorio, las habían
dormido con éter, cuando despertaron estaban de barriga vacía, nunca vieron a
los bebés… El asunto es cómo las fecundaron si estaban de jornada completa en
su trabajo, eso no quedó claro para mí… ¡Las dos más jóvenes eran vírgenes, lo
comprobó el mismo juez metiendo mano!
¡Las desvirgaron de adentro para afuera, a las muy putas! Mi marido el
coronel me dijo, y solo a ti te lo cuento, que el juez le hizo un comentario de
que posiblemente fueran mis familias conocidas las que armaron el operativo…
pero si ya tienen hijos… no alcanzo a acreditar que lo hicieran con otros
fines… Es que son gente bien, sabes, de lo mejorcito de nuestra sociedad… -otro
suave sorbo de té- aunque eso no se puede probar, si es que es cierto... No sé
que será de estas tipas, no las pueden juzgar ni meter presas, seguirán
fabricando y vendiendo bebés, aquí o donde sea… Mira, perdón que me alteré con
esta historia, jamás digo palabrotas, eso es hábito de personas vulgares. Ah, ¿tu
hijo no habrá escuchado, no? -y terminó de vaciar su postrera taza de té.
-Es como el padre, bien distraído. Le das un libro y se
le olvida el mundo… -dijo mi madre, al levantarse de su silla de cedro para una
afectuosa despedida.
Al salir del comedor, pude ver sobre una mesita de caoba
el ejemplar del periódico El Plata,
cuyos lastimados fragmentos hace un rato guardé nuevamente en la añeja
carpeta.
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