1/3/16

SAÚL IBARGOYEN

PORCA MISERIA (11)


EN DIAS actuales todavía sostengo el hábito o la obsesión o la manía de reunir recortes de periódicos, revistas, boletines, folletos de propaganda comercial o política, anuncios de distinto tipo, etcétera. Eso viene de la adolescencia, o aun antes. Eran formas materiales de la memoria, productos a ser utilizados en circunstancias adecuadas o por exigencias de la imaginación. Cada dos o tres meses revuelvo las viejas carpetas en una búsqueda variable, casi infinita: es lo que hago ahora mismo en auxilio de estas escrituras.


Recojo las frágiles páginas, la una y la dos, de un periódico ya extinto, El Plata. La portada, en papel de gris calidad, de materia despareja y poco densa, exhibe dos líneas debajo de los datos temporales (lugar, fecha -borrosa-, número de edición) una noticia que, según comentarios familiares que recuerdo imprecisamente, fue un estallido en la relativa calma de una ciudad-puerto de seiscientos mil habitantes, capital del país.


Leo los encabezados, evitando el uso de mayúsculas y apelando a las obligadas comillas: “Tres hermanas alquilaban su vientre”. Continúo leyendo: “Las hermanas Eugenia, Dorotea y Asunción Meléndez Ribas daban en alquiler sus vientres para fecundación artificial, procedimiento no aceptado por nuestras leyes. Varios médicos entrevistados por este diario coincidieron en declarar que eso era ‘una operación contra natura’, inaceptable para las ciencias de la salud. Altos dignatarios eclesiásticos no disimularon su ira y lo sacerdotes encargados de la misa dominical en nuestro principal templo, en su sermón afirmaron que ‘era un atentado contra las leyes divinas’. Si bien somos un país laico, cuesta creer que algunos irresponsables acudan a ese procedimiento para obtener un fruto humano que Dios y la naturaleza les han negado.”


Esta lectura y su transcripción correspondiente se basan en un detallado proceso de reconstrucción, pues el papel ofrecía huecos, arrugas y tinta empalidecida muy difíciles de traducir a palabras.     


Leo después de unas cuantas líneas referidas a vivienda, situación social, nivel educativo, ocupación y antecedentes de las tres mujeres (“de 20, 23 y 26 años respectivamente”), información retorcida para que la famosa “opinión pública” cuestionara la moralidad de las hermanas Meléndez Ribas, y de paso oficiara de apoyo ideológico a aquel conglomerado urbano, por cierto conservador y ombliguista. Ahora lo digo críticamente: “en el mundo hay incontables ombligos, ¿por qué ver solo el propio?”  


Las tres jóvenes fueron sometidas a la justicia, pero el derecho civil no tenía respuestas legales para enjuiciarlas; en un país en el que no había una ley que admitiera interrupción del embarazo (eso vendría décadas más tarde), pero que contradictoriamente se oponía a la concepción por vientre subrogado (como se dice actualmente). Recuerdo ahora el libro de Ezequiel: “tiempo de nacer, tiempo de morir”.


Abandono las gastadas páginas del periódico, consulto otros recortes. Hubo polémica entre conservadores y moderados, entre reaccionarios y liberales, entre religiosos y agnósticos, entre cristianos y ateos, entre derechas e izquierdas... Me parece mejor volver toda esa papelería a sus carpetas y pedir ayuda a la memoria, a los recuentos de la oralidad.


Regreso entonces a mi pre-adolescencia, es un viaje casi a la velocidad de la luz en el vacío. Estoy en una esquina de la gran mesa del comedor de la residencia de la prima de mi madre. Hojeo un libro de Amado Nervo, tomo alguna galleta de nuez de una pequeña fuente blanca, y como padezco de la tendencia ensimismada de mis genes vascos, las otras personas que beben tazas de té en el otro extremo de la mesa señorial, olvidan mi presencia o no les interesa que escuche su conversación.


-Mirá, yo conozco a las mujeres esas, de chicas vivían en un gran conventillo, en el barrio Sur, en el llamado ‘Medio mundo’. Yo les llevaba comida cada diez días, estaban flacas como palitos de dientes, la madre era lavandera, sirvienta a veces, analfabeta y de pocos dientes, un descuido que ni te digo. Las tres eran hijas de padres distintos, la mamá se juntaba con algún tipo y cuando se embarazaba, el hombre desaparecía. Cuando crecieron las niñas, ayudaban a la madre. Todas lavaban y planchaban, el patio del conventillo tenía varias piletas, había que arreglarse con los turnos, si no empezaban tremendos líos y discusiones, hasta riñas duras hubo, las mujeres grandes hasta se agarraban de los pelos para ganarse un lugar en las tinas. ¿Te sirvo otro té?  


-Pero… supongo que se salieron de ahí en algún momento… -dijo mi madre.


-Sí, pudimos colocarlas a todas en casa de gente bien, de confianza. Se estuvieron afincadas como sirvientas, hasta que la menor empezó con síntomas de preñez, tenía como diecisiete… -interrumpió para beber un suave sorbo de té made in England. Y enseguida: -Mis amigos que la habían recogido, la familia Anzorena, tú los conoces, se escandalizaron. Son más católicos que el Papa. Me dijeron que no la querían en su casa, así que la metimos en un refugio para solteras preñadas o sin vivienda fija. ¿Más té? Es de buena marca…


Yo seguía como distraído, pero anotaba los asuntos principales de la plática en una libreta escolar que me acompañaba como ayuda memoria.


-Pero un día la muchacha se fugó, con todo y panza llena. Me dijeron que protestaba porque la hacían cepíllar pisos, ayudar en la cocina, lavar ropa… En fin, lo único que saben hacer esas desdichadas… -comentó la prima, y continuó su historia: -Sucedió que con las otras dos pasó igualito: me hicieron quedar mal con mis conocidos, eso no se los perdono así como así. Las perdí de vista por bastante tiempo, de la madre no supe nunca más nada. Pero, como sabes, no me gusta que esas personas ignorantes, aunque sean bonitas como las tres muchachas, se burlen después de que tanto las ayudé. Es injusto, ¿no te parece?    


Mi mamá bebía de su tercera taza de té, masticaba sus galletitas, creo que para no hablar, apenas movía la cabeza, asintiendo sin asentir.


-Entonces, le dije a mi marido, que por algo es coronel, que buscara información, pues yo quería ver a esas desgraciadas. Fue así que pude ubicarlas, en una casita de la periferia, bastante decente, atrás del cerro. Fueron a por ellas varios miembros de la policía militar, resulta que todas habían parido… pero, ¿dónde mierda estaban los bebés? Iba con los agentes un juez militar, les preguntó a fondo lo necesario, hasta las golpearon un poco a las infelices, había que conocer la verdad, estaban contra la ley… bueno, no hay leyes expresas contra la fecundación artificial, era un tema de moral. ¡Habían vendido a los bebés! Por eso vivían mejor que antes, por eso ya no eran sirvientas, las jodidas mujeres! ¡Habían puesto una fábrica de niños! -para bajar la indignación, se sirvió más té.


-¿Quién iba a imaginar algo así? -comentó pálidamente mi madre.


-Pero lo peor de lo peor es que, esas putitas ignorantes, ni supieron explicar cómo había sido el procedimiento, que al salir de la casa de mis conocidos las habían instalado en ese sitio bastante habitable, en hora de parir las llevaron a una especie de sanatorio, las habían dormido con éter, cuando despertaron estaban de barriga vacía, nunca vieron a los bebés… El asunto es cómo las fecundaron si estaban de jornada completa en su trabajo, eso no quedó claro para mí… ¡Las dos más jóvenes eran vírgenes, lo comprobó el mismo juez metiendo mano!  ¡Las desvirgaron de adentro para afuera, a las muy putas! Mi marido el coronel me dijo, y solo a ti te lo cuento, que el juez le hizo un comentario de que posiblemente fueran mis familias conocidas las que armaron el operativo… pero si ya tienen hijos… no alcanzo a acreditar que lo hicieran con otros fines… Es que son gente bien, sabes, de lo mejorcito de nuestra sociedad… -otro suave sorbo de té- aunque eso no se puede probar, si es que es cierto... No sé que será de estas tipas, no las pueden juzgar ni meter presas, seguirán fabricando y vendiendo bebés, aquí o donde sea… Mira, perdón que me alteré con esta historia, jamás digo palabrotas, eso es hábito de personas vulgares. Ah, ¿tu hijo no habrá escuchado, no? -y terminó de vaciar su postrera taza de té.


-Es como el padre, bien distraído. Le das un libro y se le olvida el mundo… -dijo mi madre, al levantarse de su silla de cedro para una afectuosa despedida. 



Al salir del comedor, pude ver sobre una mesita de caoba el ejemplar del periódico El Plata, cuyos lastimados fragmentos hace un rato guardé nuevamente en la añeja carpeta.  

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