ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
CUARTA ENTREGA
1 (3)
DE CÓMO EL MAESTRO DE CAPILLA JUAN SEBASTIÁN BACH, EMERGIÓ, COMO SAN
JORGE, DE LOS SONIDOS DEL ÓRGANO, Y LA SOLITARIA OYENTE HUYÓ, ESTREMECIDA, DE
LA IGLESIA; Y DE CÓMO LA JOVEN MAGDALENA LLEGÓ A SER LA ESPOSA DEL PRODIGIOSO
MÚSICO Y LE COMPRENDIÓ DEL TODO PORQUE LE AMABA
Sería necio decir que fue hermoso. Pocos
de los Bach fueron hombres bellos y, sin embargo, la fuerza de su espíritu se
expresaba en sus facciones. Verdaderamente notables eran su frente poderosa y
sus ojos, con sus cejas extraordinarias siempre fruncidas, como si estuviese
sumido en profunda meditación. Cuando yo lo conocí tenía él los ojos muy
grandes, pero, con los años, se fueron encogiendo y enturbiando por el
sufrimiento y el trabajo excesivo, y los párpados le fueron descendiendo. Su intensa
mirada parecía dirigida hacia el interior, lo cual impresionaba mucho. Eran, si
me puedo expresar así, unos ojos oyentes, que tenían a veces un resplandor
místico.
Su boca era ancha y móvil, tenía una
expresión de generosidad y, en las comisuras de los labios se escondía una
sonrisa. El mentón era ancho y cuadrado, como convenía para guardar la debida
proporción con la frente. Nadie podía verla una vez sin volver a mirarle, pues
sobre él flotaba algo extraordinario que se comunicaba inmediatamente a
cualquiera que se le acercase, fuese quien fuese. Una mezcla maravillosa de
grandeza y humildad irradiaba de él… Estaba convencido de su fuerza, pero que
él fuese el portador de esa fuerza le dejaba completamente indiferente y ni
siquiera pensaba en ello: lo único que le conmovía era la música, y algunas veces
aparentaba creer que con aplicación, estudio constante y fervor, cualquier
hombre hubiese podido elevarse hasta el lugar que él ocupaba. ¡Cuántas veces le
oí decir, al entrar casualmente en su cuarto y encontrarle con un alumno, junto
al clavicordio: “Si eres tan aplicado como yo he sido, pronto sabrás tocar como
yo”. Uno de sus discípulos de órgano, que le quería mucho y que sabía lo mucho
que me gustaba oír las frases del maestro, vino a verme un día y me contó que
Sebastián, después de darle la lección, había tocado el órgano
maravillosamente. El alumno no pudo contener una explosión de entusiasmo y admiración,
y Sebastián le miró contrariado y le dijo, muy serio: “¡No hay nada que admirar;
todo consiste en poner el dedo conveniente en la nota apropiada y en el momento
preciso; lo demás lo hace el órgano!”. Los dos reímos mucho de aquella salida,
porque entonces ya sabía yo lo suficiente de arte de tocar el órgano para no
creer que bastase con apoyar el dedo en la tecla precisa y en el momento
debido, pues, poco después de nuestra boda, supliqué a Sebastián que me diese
lecciones de órgano, a lo que accedió con gusto, a pesar de opinar que el órgano
no era un instrumento propio para mujeres. Pero lo que yo quería era saber
tocar lo suficiente para comprender mejor su música escrita y apreciar mejor su
interpretación.
A fines del verano de 1727,
aproximadamente un año después de la muerte de su primera mujer, Sebastián pidió
mi mano a mi padre. Yo no le había visto con mucha frecuencia; pero, no
obstante, había pensado en él mucho más de lo que mi madre hubiera deseado.
Llegué a ver con claridad, mucho antes de atreverme a esperar que quisiera
hacerme su esposa, que no podría ser de ningún otro hombre. Mis padres
comprendieron el honor que representaba su petición, pero creyéronse en el
deber de recordarme que Sebastian me llevaba quince años y tenía cuatro hijos.
Otros tres se le habían muerto, y si me decidía a casare con Sebastián había de
ser una verdadera madre para los cuatro que quedaban. Cuando, por mis
balbuceos, mi rubor y mis lágrimas -no podía expresarse de otra manera mi
felicidad- comprendieron que aceptaba la petición de Sebastián, dijéronme que fuera
a otro cuarto donde él esperaba mi contestación. Me parece que estaba seguro de
mi respuesta, pues sus ojos penetrantes habían leído en mi corazón, a pesar de
que habíamos cruzado muy pocas palabras y de que, en su presencia, siempre
estuve sumamente reservada y silenciosa. Cada vez que le veía, mi corazón
empezaba a latir con tal fuerza que me impedía hablar. Estaba de pie junto a la
ventana. Cuando entré se volvió, dio dos pasos hacia mí y me dijo: “Querida
Magdalena. Ya sabes mis deseos. Tus padres están conformes. ¿Quieres ser mi
mujer?”. Yo le respondí: “¡Oh, sí, gracias!” y rompí en lágrimas, lo que
realmente no estaba muy indicado; pero eran lágrimas de felicidad pura, lágrimas
de agradecimiento a Dios y a Sebastián. Cuando apoyó su brazo en mis hombros saliéronme
del corazón estas palabras: “Una sólida fortaleza” (Ein’ feste Burg), y canté con la imaginación la gran melodía de
aquel coral que tantas veces habíamos cantado junto ala chimenea, en las noches
invernales. Sí, una sólida fortaleza era mi Sebastián, y siguió siéndolo para
mí toda su vida. Nuestros esponsales fueron una fiesta extraordinariamente alegre.
Observaba con alegría lo orgullosos que estaban mis padres y de que su hija se
casase con un músico tan distinguido y, además, tan apreciado por el príncipe.
El duque Leopoldo me habló con mucha amabilidad y me dijo que, al casarme con
su Maestro de Capilla, me casaba con un hombre cuyo nombre sería honrado y
admirado mientras se oyese música en el mundo. Después me hizo un cumplido
sobre la feliz casualidad de que yo estuviese en condiciones de cantar la música
de mi marido. Mantenía con Sebastián relaciones afables y hasta amistosas, y de
ello dio buena prueba aceptando sacar de pila al último dijo del primer
matrimonio del músico. Sebastián tenía que acompañarle en todos sus viajes, y
al regresar de uno de estos, como ya he referido, fue cuando se encontró con
que la pobre María Bárbara estaba ya enterrada.
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