GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
SEPTUAGESIMOSEXTA ENTREGA
XVIII
/ ¡DESCANSA EN TU ROCA, ANDRÓMEDA! (5)
Si el curioso lector, sediento
de más detalles, consultase las historias del Uruguay, encontrará,
probablemente, una descripción más técnica de la batalla de San Pablo de la que
he podido dar. Sírvame de disculpa que fue la única batalla -campal u otra- en
la que he tomado parte, y también que mi grado en las fuerzas de los Blancos era uno muy inferior. En suma,
no estoy excesivamente orgulloso de mis hazañas militares; no obstante, como no
obré peor que Federico el Grande de Prusia, quien huyó de su primera batalla,
considero que no necesito sonrojarme con exceso. Mis compañeros aceptaron la
derrota con su acostumbrada resignación oriental. -Vea usté -dijo uno de ellos,
elucidando se actitud mental-, siempre, en todo combate, ha de haber un lao que
sale derrotao; pues, si nosotros hubiéramos ganao, entonces los Coloraos habrían perdido. -Había una
sana y práctica filosofía en este dictamen; era imposible refutarlo; no nos
cargaba la mente con nada nuevo y en cambio nos alegraba a todos. A mí no me
importaba gran cosa, pero no podía menos de pensar mucho en Dolores, cuya pena
sería agraviada por este nuevo golpe.
Galopamos rápidamente
como una legua o un poco más, hasta que nos detuvimos en la falda de la
Cuchilla para dar aliento a nuestros caballos, y, apeándonos, nos quedamos algún
tiempo contemplando hacia atrás el vasto panorama que se desplegaba ante
nuestra vista. A nuestras espaldas se elevaban las gigantescas laderas verdes y
morenas de la sierra, las cuales se extendían a ambos lados en masas violáceas
y de color azul oscuro. A nuestros pies se dilataba la ondulante llanura verde
y dorada, vasta como el océano, y surcada por innumerables arroyuelos; mientras
que allá, en lontananza, una mancha negra sobre una cuesta nos anunciaba que
nuestro enemigo estaba acampado en el mismo sitio donde nos había vencido. Ni
una nube oscurecía el brillante y perenne azul del cielo, aunque al oeste,
cerca del horizonte, algunos vapores purpúreos y de color rosa empezaban a
formarse, matizando con sus tintes el límpido cielo azulado en torno del sol
poniente. Sobre toda la naturaleza reinaba el más profundo silencio; de
repente, una bandada de oropéndolas de color de fuego y de naranja, con alas
negras, descendió con rápido vuelo y vino a posarse sobre algunos arbustos
cerca de nosotros, prorrumpiendo en seguida en un torrente de alegre y
silvestre melodía. ¡Qué extraño concierto!; notas estridentes que parecían como
un himno de triunfo y regocijo al cielo, y notas broncas y de rondón, se
mezclaban con otras más claras y penetrantes, como jamás produjeran labios
sobre instrumento de cobre o tubo de madera. Duró poco; la bandada de cantores
se elevó cual una llama de fuego y se remontó allá lejos a su querencia entre
los cerros; de nuevo reinó el silencio. ¡Qué matices más brillantes! ¡Qué música
más alegre y fantástica! ¿Serían realmente pájaros, o serían, más bien, los
afortunados plúmeos habitantes de alguna región mística sobre cuyo umbral había
yo pisado por casualidad, semejante a la tierra, pero más dulce que ella y
jamás visitada por la muerte? Entonces, mientras aquella eterna urna roja que
descansaba sobre el horizonte lanzaba sus últimos rayos sobre la tierra, de
encontrarme solo, habríame arrojado al suelo de rodillas, para adorar al gran
Dios de la Naturaleza que me había concedido aquel precioso momento de vida.
Pues allí la región que languidece en ciudades repletas de gente, o que se
esquiva tímidamente para ocultarse en sombrías iglesias, florece
abundantemente, colmando el alma con un solemne júbilo. A la caída de la tarde,
sobre dilatados cerros, en presencia de la Naturaleza, ¿quién no se siente
cerca del poder invisible?
De
su corazón Dios no se apartará
Su
imagen en cada hierba grabada está.
Mis compañeros, deseosos
de atravesar la cuchilla, estaban ya a caballo y gritándome que montara. Dirigí
una última y persistente mirada sobre aquella vasta extensión -vasta, y sin
embargo qué pequeña parte de los ciento ochenta mil kilómetros cuadrados y pico
de verdura siempre viva, regados por innumerables y hermosos arroyos-. De
nuevo, el recuerdo de Dolores rozó mi alma como una plañidera brisa. ¡Por este
rico premio, y su hermoso país, cuán pusilánimemente y con qué febles brazos
habíamos luchado! ¿Dónde se hallaba en aquel momento su héroe, el glorioso
Perseo? Estirado, quizás, y bañado en sangre sobre aquel campo que se iba
sombreando rápidamente. Todavía no estaba vencido el enorme monstruo Colorado. “¡Descansa en tu roca,
Andrómeda!”, murmuré tristemente. Y, poniéndome de un salto a caballo, galopé
tras mis compañeros que se iban alejando y que estaban ya a unas diez cuadras
de distancia en el tenebroso paso de la montaña.
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