CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
SEPTUAGESIMOSEXTA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO TERCERO
2 (1)
Allí tenéis a la loca
que pasa bailando, mientras rememora vagamente algo. Los niños la persiguen a
pedradas como si fuera un mirlo. Enarbola un palo, y hace ademán de correrlos;
luego prosigue su camino. Ha perdido un zapato en el trayecto, pero no lo nota.
Largas patas de araña recorren su nuca: son tan sólo sus cabellos. Su rostro ha
dejado de parecerse a un rostro humano, lanza carcajadas como la hiena. Se le
escapan jirones de frases, en las que, por más que se las hilvane, muy pocos
encontrarían un significado claro. Su vestido, con agujeros en más de un sitio,
está animado de violentas sacudidas en torno de sus piernas huesudas y
embarradas. Ella marcha hacia adelante como la hoja del álamo, viéndose
arrastrada, ella, su juventud, sus ilusiones y su felicidad pasada que vuelve a
ver a través de las brumas de una inteligencia destruida por el torbellino de
las facultades inconscientes. Ha perdido su encanto y su belleza primeros; su
andar es grosero y su aliento hiede a aguardiente. Si los hombres fueran
felices en esta Tierra, entonces sería la ocasión para asomarse. La loca no
hace ningún reproche, es demasiado altiva para quejarse, y morirá sin haber
revelado su secreto a los que se interesan por ella, pero a quienes ha
prohibido que le dirijan la palabra. Los niños la persiguen a pedradas como si
fuera un mirlo. Se le acaba de caer del seno un rollo de papel. Un desconocido
lo recoge, se encierra en su casa toda la noche y lee el manuscrito que
contiene lo que sigue. “Después de muchos años de esterilidad, la Providencia
me envió una hija. Durante tres días estuve arrodillada en las iglesias, y no
cesé de agradecer al gran nombre de Aquel que finalmente había atendido mis
súplicas. Alimenté con mi propia leche a la que era más que mi vida, y que yo
veía crecer rápidamente, dotada de todas las cualidades del alma y del cuerpo.
Ella me decía: ‘Quisiera tener una hermanita para divertirme con ella; ruega al
buen Dios que me envíe una, y, como recompensa, tejeré para él una guirnalda de
violetas, mentas y geranios.’ Por única respuesta la levanté hasta mi pecho y
la besé con amor. Ella había aprendido ya a interesarse por los animales y me
pedía que le explicara por qué la golondrina se conforma con rozar con el ala
las cabañas humanas sin atreverse a entrar. Pero yo, colocando un dedo sobre
mis labios, le daba a entender que había que guardar silencio sobre esa grave
cuestión, cuyos fundamentos no quería hacerle comprender todavía, a fin de no
herir con una impresión excesiva su imaginación infantil, y me apresuraba a
desviar la conversación de ese asunto, penoso de tratar para todo ser
perteneciente a la raza que ha impuesto una dominación injusta sobre los demás
animales de la creación. Cuando ella me hablaba de las tumbas del cementerio,
diciéndome que en ese ambiente se respiraban los agradables perfumes de los
cipreses y de las siemprevivas, me cuidaba de contradecirla, pero le decía que
era la ciudad de los pájaros; que allí cantaban desde el alba hasta el
crepúsculo vespertino, y que las tumbas eran sus nidos donde reposaban de noche
con sus familias, levantando las losas.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario