DE PRINCIPIO A FIN
/ GRAVES ALTERACIONES DE LA CASA LEBORGNE
Arq. Laura Alemán
(La Diaria)
“La enseñanza de Torres creo que fue lo que más influyó sobre mí.
Olvidándome de todo lo que había aprendido, empecé de nuevo a construir
modestamente sin tratar de imitar a nadie”. Así transmite Ernesto Leborgne
(1906-1986) el impacto que la mirada del pintor tuvo en su propia obra, en
medio del diálogo que mantiene con Mariano Arana, José Luis Livni y Lorenzo
Garabelli en enero de 1981. Y así se aprecia en lo que realiza tras el
encuentro con el maestro: una rara secuencia de piedras preciosas, un universo
peculiar y extraño que parece disolver el hiato establecido entre arte y
arquitectura.
El origen: un nuevo
nacimiento
El contacto entre
Ernesto Leborgne y Joaquín Torres García ocurre en 1934 -días después del
regreso de este a Uruguay- por mediación del arquitecto Alberto Muñoz del
Campo, quien invita y acompaña a Leborgne a la muestra “de un pintor uruguayo
muy conocido” (así es como se lo presenta), la primera que realiza en
Montevideo. Tiempo después, Leborgne visita al maestro en su casa de Isla de Flores
-“fui hasta allí temblando”, confiesa- y compra el primer cuadro que Torres
venderá en su tierra -Carguero, una escena portuaria pintada en
París en 1927-. Esto da inicio a un lazo fecundo y duradero que se hará
extensivo a los hijos y discípulos del artista: desde entonces, el arquitecto
asiste a las conferencias del pintor y a menudo conversa con él sobre los temas
que lo desvelan. Se fragua así la misteriosa inflexión, el giro rotundo, el
nuevo nacimiento: el origen de un modo de hacerirrepetible, que
sólo se explica si se apela a la figura mítica del genio, el que se rige por
sus propias e ignotas reglas.
La obra de Leborgne
crece entonces como un cuerpo unitario y coherente, como una serie de
variaciones sutiles sobre el mismo tema. El núcleo es siempre la casa, el
hogar, la cueva: el centro del mundo, el recinto donde se ama, se llora y se
sueña. El ladrillo y la piedra son la carne y el hueso, la materia. Y el aire
es un soplo de eternidad: las obras se instalan fuera del tiempo; calladas,
rotundas y ajenas.
Se define así un
universo cerrado y opaco, un mundo denso y oscuro que brota de la tierra. Una
música acotada y discreta, una elocuente forma de silencio. Una hermosa saga
que se inicia con su propia casa (1940) y se cierra con la que proyecta para
Mario Lorieto (1960) -y con la reforma de la casa de Augusto Torres, realizada
en paralelo-.
En este universo
encantado domina el ideario de Torres García, que impone la integración de las
artes en una unidad *constructiva+. Así, la arquitectura rodea y abraza las
elevadas formas del hacer “inútil”, incorpora el perfume del arte y sus
licencias. Y adopta sin velos la iconografía torresgarciana, en un visible
homenaje a ese legado. El resultado es un mundo fuera del mundo, que -como la
obra de Torres- suspende el pulso del devenir y encarna la fuerza de lo eterno,
lejos de la levedad aérea que impone la vanguardia. El arquitecto resuelve o
elude el dualismo de ese “espíritu nuevo” que atormenta al pintor -quien
prefiere “la olla de barro a la de aluminio; la mesa de madera, pesada y
fuerte, a la de cristal y hierro”-: se mueve en un tiempo sin tiempo y apuesta
sobre todo a la verdad del discurso arquitectónico. “A mí me gusta que la
piedra sea piedra y no que sea laja, y que el ladrillo sea ladrillo y no un
revestimiento de plaqueta”, dice Leborgne con firmeza, y hay en esto un reclamo
de correspondencia empírica. Pero esa verdad inmediata tiene también vuelo
metafísico: irradia el eco de una certeza recóndita, profunda, difusa.
El centro: la casa
del arquitecto
La Casa Leborgne
-situada en Trabajo 2773- es la pieza inaugural en este universo, el destacado
umbral de esta intensa secuencia. Un recinto tan introvertido y callado como su
dueño original -lacónico, tímido, retraído-. Una apuesta al tiempo absoluto o a
la duración eterna, concebida como un dominio autónomo y ajeno a las veleidades
externas.
El muro compacto de
ladrillo marca el tajo profundo, el borde preciso: define el confín de lo
privado, la frontera de lo más íntimo. Detrás se abre un refugio hecho de verde
y de piedra, donde crecen el rumor del agua y el crujir de las hojas secas: la
vieja quinta del abuelo -que llegaba hasta Cavia- deja espacio en sus fondos
para la obra magna del arquitecto.
La construcción ocupa
el sector lateral del predio, con una disposición en dos niveles que suscribe
el criterio habitual -espacios comunes en la planta baja, dormitorios en el
primer piso- y se erige sobre un sótano que guarda la colección de arte
africano y precolombino. El tono general es austero y contenido: todo se confía
a la fuerza expresiva del ladrillo, que define los delicados juegos
volumétricos y confiere dimensión táctil al conjunto. La reja en la puerta
principal de la casa replica un dibujo de Torres.
Pero es en el jardín
donde Leborgne despliega su ideario estético: es ese su verdadero sello. Un
espacio hecho de tiempo y en el tiempo, construido de modo moroso y dilatado a
partir del progresivo ingreso de nuevos elementos. En medio de la profusa
vegetación -en gran parte ya instalada en el predio-, se define un recorrido
lento y tembloroso, pautado por algunos hitos sorpresivos, un derrotero pleno
de meandros en el que brillan piezas creadas por Eduardo Díaz Yepes y por
integrantes del Taller Torres García, además de las que el propio arquitecto
realiza.
Todo se inicia en el
bebedero de pájaros que Leborgne realiza “con una pieza de granito de la Plaza
Independencia”, en una muestra de su afán por coleccionar rastros de otras
historias. A esto sigue un demorado proceso que incorpora el Génesis de
Díaz Yepes en el acceso a la casa, el mural en mosaico veneciano de Julio
Alpuy, el pez constructivo de Horacio Torres, el bajorrelieve en arenisca de
Gonzalo Fonseca y el homenaje a Lautréamont de Francisco Matto, entre otras
obras. Una secuencia que amplía el profuso repertorio artístico interior a la
casa.
Se configura así el
peculiar universo del arquitecto. La casa y su jardín instauran un hacer
genuino, riguroso, con fundamentos. Una experiencia personal que tiene, empero,
visibles consecuencias: promueve una línea ulterior de trabajo que dejará en
Uruguay su hermosa huella.
¿El fin?: los motivos
de esta nota
La Casa Leborgne
configura -junto a su jardín- una obra de primer orden en el panorama local,
aunque esto no parece ser visible para todos y exige una constante labor
educativa dentro y fuera del ámbito académico.
Este valor ha sido
reconocido y consagrado en el plano legal, con complicados vaivenes. Según la
documentación disponible, el 30 de enero de 1987 la casa es declarada Monumento
Histórico Nacional junto a las siguientes obras artísticas instaladas en el
predio: la reja de la puerta principal, la escultura de Díaz Yepes, el mosaico
de Alpuy, la fuente en piedra realizada por Leborgne, los murales de Augusto y
Horacio Torres, los bajorrelieves en piedra y en mosaico de Fonseca, y las
obras en piedra, ladrillo y madera de Matto. Esa resolución se amplía meses
después -28 de abril- para abarcar el padrón lindero -que pertenece también al
predio- y proteger así “todas las obras pictóricas, escultóricas y artesanales”
que integran el jardín.
Dos años después, el
conjunto es desafectado -17 de octubre de 1989- y reafectado al mes siguiente
-21 de noviembre del mismo año-. El 18 de agosto de 1992, el padrón que ocupa
la casa es desafectado en forma definitiva, debido a la imposibilidad de
afrontar su expropiación y a fin de evitar perjuicios a los titulares del
inmueble (como es obvio, cabe aquí preguntarse por lo referente al padrón
lindero). Con todo, el gobierno departamental asume entonces la protección de
la obra, declarada en 1993 Bien de Interés Municipal (hoy Departamental),
condición que mantiene.
Sin embargo, y al
margen de estas iniciativas pendulares, desde hace unos cuantos años la obra
-que ya no pertenece a la familia Leborgne- ha sido objeto de violentas
alteraciones. Entre otras cosas, señalo la temprana incorporación al jardín de
una piscina enorme, a todas luces ajena al talante original de la obra, y la
erección de una barbacoa, así como el más reciente agregado de un tercer nivel
edilicio, que viola la altura prevista en el tramo y traiciona la introversión
de la casa. A esto se agrega algo aun más despiadado: la sustracción de las
obras artísticas antes dispuestas en el predio -incluidas las rejas
constructivas en la casa-, que según fuentes confiables han sido vendidas por
el más reciente propietario.
Dada la gravedad de
los hechos, cabe destacar dos cosas: el oportunismo y la insensibilidad de ese
dueño -arquitecto con formación en temas patrimoniales- y la debilidad del
poder público ante estos actos, aunque cabe esperar que la actual
administración departamental tome cartas en el asunto y actúe como corresponde.
Es necesario también advertir el riesgo que todo esto supone para otras
creaciones de Leborgne, como la Casa Lorieto, a fin de evitar males mayores y
tomar las medidas pertinentes. Entretanto, parece obligatorio difundir el valor
singular de la obra y denunciar sin piedad estos atropellos.
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