ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
DUODÉCIMA ENTREGA
2 (7)
DE LA JUVENTUD DE SEBASTIÁN EN EISENACH, LÜNEBURG Y ARMSTADT; DE SU
PRIMER MATRIMONIO EN MÜHLHAUSEN Y DE SU VIDA EN WEIMAR Y EN CÖTHEN
Pero salvo esos momentos de
expansión, no le vi nunca dilapidar el tiempo mientras duró nuestro matrimonio,
porque el tiempo, según solía decir, es uno de los más preciosos dones de Dios,
del que tendremos que darle cuenta ante su Trono. Día por día enseñaba,
componía y tocaba el órgano, el clavicordio, la viola o cualquier otro
instrumento. Luego, se dedicaba a la educación de la familia y, cuando le
quedaba tiempo, leía los libros que había ido coleccionando poco a poco. Sobre
todo le interesaban las obras de teología. Yo no podía seguirle en esa lectura
difícil, y más teniendo en cuenta que la mayoría de esos libros estaban
escritos en latín. Desde su juventud había sido siempre así de aplicado, y
cuando alguno de sus contemporáneos se llevaba las manos a la cabeza, asombrado
de su producción, le contestaba con mucha sencillez que no era más que el fruto
del trabajo. Los aplausos no le producían ninguna impresión, y únicamente la aprobación
de músicos de valor reconocido le alegraba algunas veces. -Toco siempre para el
mejor músico del mundo -me dijo una vez. -Quizá no esté presente, pero yo toco
como si lo estuviera.
Yo pensaba para mí que siempre estaba
presente cuando Sebastián tocaba, pero no me atrevía a expresar en voz alta ese
pensamiento, pues no le gustaba esa clase de manifestaciones. En semejantes
casos solía contestarme: -Te extravías, Magdalena-, y en el modo de arrugar el
ceño y en cierto aire sombrío de su mirada, deducía yo que le había
desagradado. Sin embargo, en la época de que hablo ahora, yo no podía ni
gustarle ni disgustarle; no era todavía sino una niña que daba los primeros
pasos inseguros en el mundo, sin poder adivinar que me habían de conducir hacia
él.
Mientras Sebastián se perfeccionaba
en Arnstadt, en el arte de tocar el órgano, deseó que le concediesen una
licencia para ir a Lubeck, con objeto de asistir a los famosos conciertos nocturnos
del señor Buxtehude, a los que acudían desde muy lejos los músicos más
conocidos. Desde Arnstadt tenía que recorrer más de doscientas millas a pie;
pero era un buen andador, y un día brumoso de otoño emprendió el camino con su
cartera de notas a la espalda, un bastón en la mano y la música en el corazón
como fiel compañera. Había encontrado a un joven que le substituyese como
organista durante su ausencia y tenía licencia para estar un mes fuera de
Arnstadt. Al partir creyó que ese tiempo sería suficiente para hacer los
estudios que se había propuesto, pero en cuanto llegó a Lubeck y se sintió
acogido en el regazo de la música, comprendió que no podría arrancarse de allí
tan pronto y, en efecto, pasaron varios meses antes de que regresase a
Aranstadt. La música de aquellos conciertos nocturnos ejercía en él un encanto
mágico, parecido al que ejercen las brujas de los cuentos infantiles en las
personas; pero este encanto de Lubeck no era funesto. Todavía en su vejez me
hablaba como algo maravilloso de aquellos días de Adviento, en los que, al oscurecer,
entraba en la iglesia, iluminada con cirios y llena de una muchedumbre
silenciosa que oía las cantatas de Buxtehude. Conservó toda su vida un recuerdo
particularmente vivo de "Las bodas del Cordero” y de “La celestial
felicidad del alma en la tierra por el nacimiento de Nuestro Salvador
Jesucristo”. El canto, los instrumentos de cuerda y el órgano le llenaban de
entusiasmo. ¡Cómo le atraía el órgano! También le atraía el pensar que en
Lubeck hubiera tenido mucho más libertad que en Arnstadt. Y, en efecto, poco
faltó para que el órgano de Lubeck me robase a mi marido antes de que la
bondadosa Providencia le pusiera en mi camino. El señor Buxtehude le comunicó
que le gustaría nombrarle su sucesor, si quería casarse con su hija y ser su
yerno. Pero ¡sean dadas gracias a Dios!, Sebastián no quiso de ninguna manera a
su hija por esposa, pues la doncella era de carácter agrio y no le agradaba;
además, tenía bastante más edad que él. Pero, con esta oferta del señor
Buxtehude, Sebastián se encontró en una situación algo violenta y se volvió a
despertar en él el deseo de regresar a Arnstadt.
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