GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
SEPTUAGESIMOSEPTIMOQUINTA ENTREGA
XIX
/ CUENTOS DE LA TIERRA PURPÚREA (6)
No expresé mi
incredulidad, ni aun meneé la cabeza. Los detalles del encuentro fueron descriptos
por Mariano tan a lo vivo y circunstancialmente, que era casi imposible no
creer su cuento. No obstante, algunos incidentes me parecieron después algo
absurdos; por ejemplo, aquel sombrero de paja; también parecía extraño que el
genio de una persona de la disposición de Mula hubiese mejorado tanto con su
estancia en un lugar tan cálido.
-Hablando de ánimas…
-dijo Larralde, el otro gaucho; pero no prosiguió porque al momento lo
interrumpí. Larralde era un hombre de baja estatura, ancho de pecho, perniabierto
y de barba canosa, tupida y desplegada; sus amigos le llamaban Lechuza con motivo de sus enormes ojos
redondos de color leonado y su mirada fija.
Me pareció que ya
habíamos tenido bastante de sobrenatural.
-Amigo -dije-,
discúlpeme que le interrumpa; pero no tendremos tiempo para dormir esta noche
si vamos a tener más cuentos de ánimas.
-Hablando de ánimas…
-volvió a decir Lechuza, sin hacer
caso de mis palabras, y eso me picó, así que volví a interrumpirle.
-Protesto que ya hemos
tenido bastantes ánimas esta noche. Esta conversación iba a ser solamente de
cosas raras y curiosas. Pero las visitas del otro mundo son muy comunes. ¿No es
cierto, amigos, que todos ustedes han visto más ánimas que lampalaguas
arrastrando zorros con resuello?
-Yo he visto la
lampalagua, como dije, una vez no más -dijo Rivarola, gravemente-; claro que
ánimas he visto la mar de veces.
Todos los demás
admitieron haber visto más de un ánima en pena cada uno.
Lechuza
se
quedó sentado sin hacer ningún caso, fumando su cigarrillo, y cuando todos
hubimos dejado de hablar, empezó otra vez.
-Hablando de ánimas…
Nadie le interrumpió
esta vez, aunque él parecía esperarlo, porque deliberadamente hizo una larga
pausa.
-Hablando de ánimas -repitió,
mirando en su rededor triunfalmente- una vez tuve un encuentro con un ser
extraño que no era ánima. Yo era joven
entonces y lleno de juego, juerza y del coraje de la juventú, pues lo que le
voy a contar pasó hace más de veinte años. Había estado jugando al naipe en
casa de un amigo, y salí a medianoche pa dirme a casa de mi padre, a unas cinco
leguas de distancia. Había tenido palabras aquella noche y me juí habiendo
perdido plata, y reventaba de rabia contra el hombre que me había robao e insultao,
y con quien no me dejaron pelear. Jurando vengarme, me jui en mi caballo a
rajacincha; estaba clara la noche, casi como de día, pues había luna llena. De
repente vide parado en el camino delante de mí a un hombre macizo. Montao en un
caballo blanco, sin moverse. Seguí adelante hasta que llegué bien cerquita, y
entonces le grité a toda voz: “Hágase a un lao, amigo, o me lo voy a llevar por
delante”, pues tuavía ardía de rabia.
“Viendo que no me hacía
ningún caso, le jugué las lloronas a mi pingo y me le jui encima; y entonces en
el momento preciso en que mi pingo se estrelló a tuita juerza contra el suyo,
le di en la cabeza con toda mi juerza con el cabo de fierro de mi talero.
Resonó el golpe como si le hubiese pegao a un yunque, mientras que al menos
tiempo, él, sin siquiera ladearse, se aferró de mi poncho con las dos manos.
Podía sentir que tenía las manos huesudas y con uñas largas y encorvadas como
las garras de un halcón; ¡pucha que eran afiladas!, pues me atravesaron el
poncho y se hundieron en mi carne. Soltando el talero, lo agarré de la
garganta, que se sentía dura y escamosa, y abrazaos en una lucha mortal, nos
cimbramos de lao a lao, cada uno tratando de voltear al otro de su flete, hasta
que por último los dos rodamos por tierra. Sobre el auto nos desenganchamos y
nos paramos otra vez. Como un rejucilo peló el otro su facón, y viendo que yo
no tenía tiempo para sacar el mío, me lancé sobre él y le agarré la mano en que
empuñaba el cuchillo antes de que él pudiera largarme una puñalada. Se quedó por
un momento sin moverse, mirándome juriosamente con un par de ojos que
chispeaban como carbón vivo; entonces, lleno de juria, me levantó del suelo, y
volteándome como quien voltea una boleadora me arrojó a unas cien varas, tan
grande era la juerza que tenía… Caí en medio de unos retamos, pero apenas me
repuse del porrazo y la sorpresa, cuando con un grito de rabia me levanté,
volví y me le jui encima otra vez. Pues, siñores, aunque ustedes apenas lo
crerán, por alguna curiosa casualidá me había llevado su arma y la tenía
agarrada en mis manos.
“Era un puñal muy
pesao, de doble filo, como aguja de afilao, y mientras lo empuñaba, sentí en mí
las juerzas de mil hombres peleadores. Mientras yo avanzaba él reculaba, hasta
que agarrando un retamo grande por las ramas, ladeó el cuerpo y lo arrancó del
suelo raíz y todo. Revoleándolo alrededor de la cabeza con tuita su juerza como
un remolino de viento, se me atracó y me tiró un golpe feroz que si me da, me
habría aplastao; pero jué a dar demasiado lejos, pues yo lo había cuerpeao; me
lo jui al humo con tal juerza, que le encajé el puñal en el pecho hasta la ese.
Pegó un grito ensordecedor y al mesmo tiempo arrojó juera un torrente de
sangre, quemándome la cara como si hubiese sido agua hirviendo y empapándome la
ropa hasta el cuero. Durante un momento quedé como ciego; pero cuando me saqué
la sangre de los ojos y miré alrededor, había desaparecido flete y todo.
“Entonces montando mi
pingo, me jui a casa y les conté a todos lo que había pasao, mostrándoles el
puñal que tuavía traiba en la mano. Al día siguiente tuitos los vecinos se
juntaron en mi casa, y montaos a caballo nos juimos juntos ande había tenido lugar
la pelea. Ay encontramos el retamo arrancao de las raíces, y la tierra
alrededor tuita pisoteada ande habíamos peleado. La tiera taimen estaba
manchada con sangre a varias varas alrededor, y el pasto, ande había caído, se
había secao como si hubiera sido quemao con juego. Taimen recojimos un puñao de
pelo, largo, duro y encorvao con las puntas como anzuelos; taimen tres o cuatro
escamas como de pescao, pero más asperas y del tamaño de un patacón. El lugar
ande tuvo lugar la pelea se llama hoy día La Cañada del Diablo, y he oído decir
que dende aquel día el diablo nunca jamás se ha aparecido en la Banda Oriental
a pelear con ningún hombre.
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