26/10/16

GUILLERMO ENRIQUE HUDSON

LA TIERRA PURPÚREA



SEPTUAGESIMONOVENA ENTREGA



XX /  UN REGALO MACABRO (2)



Empecé a comer, y a tomar vino, siempre con aquellos sanguinarios ojos fijos en los míos y con la aguzada punta de su facón rozándome el poncho. Una espantosa expresión de horrible agitación alteraba ahora la fisonomía del bandido, mientras que la moledura de dientes era más frecuente, y aquel viscoso espumarajo le caía continuamente de las esquinas de la boca sobre el pecho. No me atrevía ni a mirar el facón, porque a cada instante me venía un terrible impulso de arrancárselo de la mano. Era tan intenso este deseo, que apenas pude resistirlo; pero bien sabía que la menor intentona de escaparme sería fatal, porque el bandido estaba evidentemente sediento de mi sangre, y sólo buscaba un pretexto para apuñalarme. “Pero -pensé-, ¿y si acaso se cansara de esperar, y arrastrado por sus instintos criminales, me enterrara el facón?”. En tal caso, moriría como un perro, sin haberme valido de mi única esperanza de salvarme, por haber sido demasiado precavido. Estos pensamientos eran para volver loco a cualquier hombre; pero, a pesar de ellos, me esforcé por mantener exteriormente una frente serena.


Terminé mi cena. Empecé a sentirme extrañamente débil y nervioso. Mis labios estaban secos; me moría de sed y ansiaba mucho tomar más vino, pero no me atrevía temiendo que, en mi estado de agitación, hasta una gota de alcohol pudiera alterarme.


-¿Cuánto tiempo demorará su amigo antes de que vuelva con el alcalde? -le pregunté por último.


Gándara no contestó. -Mucho tiempo -dijo uno de los hombres-. Lo que es yo, no puedo esperarlo -y diciendo esto se fue. Uno por uno empezaron los hombres a marcharse hasta que por último sólo quedaban dos de ellos, además de Gándara, en el zaguán. Este sanguinario salvaje se quedó plantado ahí delante de mí como un tigre que observa su presa, o por mejor decir, como un jabalí, crujiendo los dientes y espumarajeando de ira, pronto a destripar a su adversario con su espantoso colmillo.


Por fin, empezando a perder la esperanza de que viniese el alcalde a librarme, le dije: -¡Amigo! Si usted me permite hablar, puedo convencerle de su error. Yo soy un extranjero y no sé nada del tal Santa Coloma.


-¡No! ¡No! -interrumpió, oprimiéndome el estómago con la punta del facón y entonces retirándolo otra vez repentinamente como si me lo fuese a enterrar-. Yo sé que vos sos un revoltoso. Si creyera que al alcalde no iba a venir, te traspasaría en el acto con este facón, y en seguida te degollaría. Es una virtú degollar a un rebelde Blanco, y si no salís de aquí amarrao de las manos y los pies, entonces aquí has de morir. ¡Cómo! ¡Te atreves a decirme vos que no te vide en San Pablo! ¿Qué no sos un oficial de Santa Coloma? ¡Mirá, rebelde! Juro por esta cruz que te vide.


En diciendo esto, levantó la guarnición del arma a sus labios para besar la guarda que con la empuñadura hace forma de cruz. Aquella piadosa acción fue el primer desliz que había cometido, y me dio mi primera oportunidad durante aquel terrible encuentro. Antes de que hubiese concluido de hablar, me cruzó como un relámpago por la mente la convicción de que este era el momento oportuno. Al tiempo que sus viscosos labios besaban la guarnición, dejé caer la mano derecha y agarré mi revólver debajo del poncho. Vio el movimiento y muy rápidamente empuñó otra vez su facón. En otro segundo me lo habría enterrado, pero aquel segundo fue todo lo que yo necesitaba. Le disparé mi revólver desde la cintura, debajo del poncho. El facón cayó sonando en el suelo; se ladeó, se fue de espaldas y pronto rodó por tierra con sordo ruido. Mientras caía, salté sobre su cuerpo, y casi antes de que hubiese tocado el suelo, me hallaba a varios metros de distancia; al darme vuelta, vi que los otros dos gauchos me venían persiguiendo.


-¡Alto! -grité, apuntando mi revólver al que venía adelante.


En el acto se detuvieron.


-Nosotros no lo estamos persiguiendo a usté, amigo, dijo uno de ellos-; sólo queremos escaparnos de aquí.


-¡Atrás, o les hago fuego! -repetí y entonces retrocedieron hacia el zaguán. Como ellos permanecieron indiferentes mientras su compañero degollador, Gándara, estaba amenazándome de muerte, era sólo natural que estuviese furioso con ellos.


De un salto me puse a caballo, pero en vez de marcharme inmediatamente, me quedé algunos minutos al lado del palenque, observando a los dos hombres. Estaban de rodillas al lado de Gándara; uno de ellos le abría la ropa para buscar la herida; el otro tenía en la mano una vela encendida sobre su rostro cadavérico.


-¿Está muerto? -pregunté.


Uno de los hombres levantó la cabeza y repuso:


-Parece que sí.


-Entonces, les hago el regalo de su cadáver.


En seguida, cerrando las espuelas a mi caballo, me fui al galope.



Después de lo dicho, algunos de mis lectores podrán creer que mi estancia en la Tierra Purpúrea me había embrutecido enteramente, pero me es grato informarles que no fue así. Sea cual fuese el carácter individual de un hombre, está siempre fuertemente inclinado a responder a un ataque en el mismo espíritu en que se le hace. No llama sepulcro blanqueado o pillo miserable a la persona que, por travesura, ridiculiza sus flaquezas; y el mismo principio tiene cabida cuando se trata de una verdadera lucha cuerpo a cuerpo. Si un francés, alguna vez, me desafiara, no dudo de que yo iría al encuentro retorciéndome los bigotes, saludando hasta el suelo, todo sonrisas y cumplimientos; y que escogería mi espada con una agradable especie de sensación semejante a la que ha de tener el escritor satírico por escribir algún mordaz y brillante artículo, mientras escoge una pluma con adecuada punta. De otra manera, si un brutal asesino de truculenta mirada y rechinantes dientes trata de destriparme con una cuchilla de carnicero, el instinto de la propia conservación surge en mí en toda su prístina ferocidad, infundiéndome en el corazón tan implacable furia que después de derramar su sangre podría dar de puntapiés a su asqueroso cadáver. No me admiro de mí mismo al expresarme en tan salvajes términos. Que hubiese fallecido parecía seguro, y sin embargo, no sentía ni sombra de remordimientos por su muerte. Al lanzarme al galope en la oscuridad de la noche, la única emoción que sentí, fue un gran regocijo por la terrible pena que le había impuesto al miserable forajido; tanto fue así, que podría haber cantado y gritado de alegría, si no hubiera sido una temeridad dar libre curso a tales sentimientos.

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