GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
SEPTUAGESIMONOVENA ENTREGA
XX
/ UN REGALO MACABRO (2)
Empecé a comer, y a
tomar vino, siempre con aquellos sanguinarios ojos fijos en los míos y con la
aguzada punta de su facón rozándome el poncho. Una espantosa expresión de
horrible agitación alteraba ahora la fisonomía del bandido, mientras que la
moledura de dientes era más frecuente, y aquel viscoso espumarajo le caía
continuamente de las esquinas de la boca sobre el pecho. No me atrevía ni a
mirar el facón, porque a cada instante me venía un terrible impulso de
arrancárselo de la mano. Era tan intenso este deseo, que apenas pude
resistirlo; pero bien sabía que la menor intentona de escaparme sería fatal,
porque el bandido estaba evidentemente sediento de mi sangre, y sólo buscaba un
pretexto para apuñalarme. “Pero -pensé-, ¿y si acaso se cansara de esperar, y
arrastrado por sus instintos criminales, me enterrara el facón?”. En tal caso,
moriría como un perro, sin haberme valido de mi única esperanza de salvarme,
por haber sido demasiado precavido. Estos pensamientos eran para volver loco a
cualquier hombre; pero, a pesar de ellos, me esforcé por mantener exteriormente
una frente serena.
Terminé mi cena. Empecé
a sentirme extrañamente débil y nervioso. Mis labios estaban secos; me moría de
sed y ansiaba mucho tomar más vino, pero no me atrevía temiendo que, en mi
estado de agitación, hasta una gota de alcohol pudiera alterarme.
-¿Cuánto tiempo
demorará su amigo antes de que vuelva con el alcalde? -le pregunté por último.
Gándara no contestó. -Mucho
tiempo -dijo uno de los hombres-. Lo que es yo, no puedo esperarlo -y diciendo
esto se fue. Uno por uno empezaron los hombres a marcharse hasta que por último
sólo quedaban dos de ellos, además de Gándara, en el zaguán. Este sanguinario
salvaje se quedó plantado ahí delante de mí como un tigre que observa su presa,
o por mejor decir, como un jabalí, crujiendo los dientes y espumarajeando de
ira, pronto a destripar a su adversario con su espantoso colmillo.
Por fin, empezando a
perder la esperanza de que viniese el alcalde a librarme, le dije: -¡Amigo! Si
usted me permite hablar, puedo convencerle de su error. Yo soy un extranjero y
no sé nada del tal Santa Coloma.
-¡No! ¡No! -interrumpió,
oprimiéndome el estómago con la punta del facón y entonces retirándolo otra vez
repentinamente como si me lo fuese a enterrar-. Yo sé que vos sos un revoltoso.
Si creyera que al alcalde no iba a venir, te traspasaría en el acto con este
facón, y en seguida te degollaría. Es una virtú degollar a un rebelde Blanco, y si no salís de aquí amarrao de
las manos y los pies, entonces aquí has de morir. ¡Cómo! ¡Te atreves a decirme
vos que no te vide en San Pablo! ¿Qué no sos un oficial de Santa Coloma? ¡Mirá,
rebelde! Juro por esta cruz que te vide.
En diciendo esto,
levantó la guarnición del arma a sus labios para besar la guarda que con la
empuñadura hace forma de cruz. Aquella piadosa acción fue el primer desliz que
había cometido, y me dio mi primera oportunidad durante aquel terrible encuentro.
Antes de que hubiese concluido de hablar, me cruzó como un relámpago por la
mente la convicción de que este era el momento oportuno. Al tiempo que sus
viscosos labios besaban la guarnición, dejé caer la mano derecha y agarré mi
revólver debajo del poncho. Vio el movimiento y muy rápidamente empuñó otra vez
su facón. En otro segundo me lo habría enterrado, pero aquel segundo fue todo
lo que yo necesitaba. Le disparé mi revólver desde la cintura, debajo del
poncho. El facón cayó sonando en el suelo; se ladeó, se fue de espaldas y
pronto rodó por tierra con sordo ruido. Mientras caía, salté sobre su cuerpo, y
casi antes de que hubiese tocado el suelo, me hallaba a varios metros de
distancia; al darme vuelta, vi que los otros dos gauchos me venían
persiguiendo.
-¡Alto! -grité,
apuntando mi revólver al que venía adelante.
En el acto se
detuvieron.
-Nosotros no lo estamos
persiguiendo a usté, amigo, dijo uno de ellos-; sólo queremos escaparnos de
aquí.
-¡Atrás, o les hago
fuego! -repetí y entonces retrocedieron hacia el zaguán. Como ellos
permanecieron indiferentes mientras su compañero degollador, Gándara, estaba
amenazándome de muerte, era sólo natural que estuviese furioso con ellos.
De un salto me puse a
caballo, pero en vez de marcharme inmediatamente, me quedé algunos minutos al
lado del palenque, observando a los dos hombres. Estaban de rodillas al lado de
Gándara; uno de ellos le abría la ropa para buscar la herida; el otro tenía en
la mano una vela encendida sobre su rostro cadavérico.
-¿Está muerto? -pregunté.
Uno de los hombres
levantó la cabeza y repuso:
-Parece que sí.
-Entonces, les hago el
regalo de su cadáver.
En seguida, cerrando
las espuelas a mi caballo, me fui al galope.
Después de lo dicho,
algunos de mis lectores podrán creer que mi estancia en la Tierra Purpúrea me había embrutecido enteramente, pero me es grato
informarles que no fue así. Sea cual fuese el carácter individual de un hombre,
está siempre fuertemente inclinado a responder a un ataque en el mismo espíritu
en que se le hace. No llama sepulcro blanqueado
o pillo miserable a la persona
que, por travesura, ridiculiza sus flaquezas; y el mismo principio tiene cabida
cuando se trata de una verdadera lucha cuerpo a cuerpo. Si un francés, alguna
vez, me desafiara, no dudo de que yo iría al encuentro retorciéndome los
bigotes, saludando hasta el suelo, todo sonrisas y cumplimientos; y que
escogería mi espada con una agradable especie de sensación semejante a la que
ha de tener el escritor satírico por escribir algún mordaz y brillante artículo,
mientras escoge una pluma con adecuada punta. De otra manera, si un brutal
asesino de truculenta mirada y rechinantes dientes trata de destriparme con una
cuchilla de carnicero, el instinto de la propia conservación surge en mí en
toda su prístina ferocidad, infundiéndome en el corazón tan implacable furia
que después de derramar su sangre podría dar de puntapiés a su asqueroso
cadáver. No me admiro de mí mismo al expresarme en tan salvajes términos. Que
hubiese fallecido parecía seguro, y sin embargo, no sentía ni sombra de
remordimientos por su muerte. Al lanzarme al galope en la oscuridad de la
noche, la única emoción que sentí, fue un gran regocijo por la terrible pena
que le había impuesto al miserable forajido; tanto fue así, que podría haber
cantado y gritado de alegría, si no hubiera sido una temeridad dar libre curso
a tales sentimientos.
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