LECCIONES
DE VIDA
ELISABETH KÜBLER-ROSS Y DAVID KESSLER
DECIMONOVENA ENTREGA
2
/ LA LECCIÓN DEL AMOR (9)
DK
El año pasado me
invitaron a participar en un congreso para médicos y enfermeras en Nueva
Orleans y al impartir una clase para asistentes sociales en la Universidad de
Tulante. La experiencia iba a ser muy gratificante para mí profesionalmente, pero
sin duda no sería un viaje de placer. Cuando el avión aterrizó, me embargaron
muchas emociones. Aquella ciudad siempre sería para mí el último lugar donde vi
a mi madre con vida. Decidí que cuando mi labor profesional terminara,
visitaría el hospital donde mi madre había fallecido.
En el hospital de la
población donde vivíamos no podían hacerse cargo de mi madre, así que la
trasladaron a aquel otro, que disponía de más recursos y estaba a dos horas de
viaje de nuestra casa. En aquella época yo no tenía más de trece años, y las
normas del hospital establecían que los visitantes debían tener, al menos,
catorce. Por consiguiente, estuve muchas horas sentado junto a la entrada de la
unidad de cuidados intensivos, esperando una oportunidad para colarme dentro y
hablar con mi madre, tocarla o, simplemente, estar con ella.
Por si aquello fuera
poco, el hotel Howard Johnson, que estaba justo frente al hospital y en el que
mi padre y yo nos hospedábamos, fue evacuado un día de forma inesperada. Mi
padre y yo estábamos en el vestíbulo camino de visitar a mi madre cuando, de
repente, varios coches de la policía se detuvieron en medio de enormes
chirridos, delante del hotel. Los agentes corrieron al interior y nos gritaron
que saliéramos fuera. Mientras lo hacíamos, oímos unos disparos. Un
francotirador estaba apostado en el tejado del hotel y disparaba a los
transeúntes. Mi padre y yo queríamos ir directamente al hospital para estar con
mi madre, pero los agentes no nos lo permitieron e insistieron en que nos
refugiáramos en el edificio de al lado. Al final la policía logró dominar,
hasta cierto punto, la situación y pudimos entrar en el hospital. Más tarde, el
francotirador murió a manos de la policía.
Así que a los trece
años, y mientras sentía una imperiosa necesidad de ver a mi madre, pasé por la
experiencia de salir corriendo de un hotel mientras un francotirador disparaba
a los peatones para refugiarme en un edificio contiguo. Durante todo aquel rato
deseé ardientemente pasar unos minutos con mi madre y despedirme de ella.
Veintiséis años más
tarde atravesaba la pequeña parcela de césped que había a la entrada del hotel,
frente al hospital. Recordé el nerviosismo y la confusión de aquel día. Me
detuve frente a la puerta de la unidad de cuidados intensivos en la que mi
madre había pasado las últimas dos semanas de su vida y miré por la misma
ventana por la que había mirado veintisiete años atrás, cuando era un niño que
ansiaba ver a su madre.
Una enfermera pasó por
allí y me preguntó si quería visitar a alguien. Yo le respondí que no y le di
las gracias, pero no pude evitar pensar en la ironía que suponía su actitud su
actitud respecto a la de las enfermeras que no me dejaron entrar años antes.
-¿Está seguro? -insistió
la enfermera-. Si quiere, puede entrar.
-No -le respondí-. La
persona que quiero ver ya no está aquí, pero gracias.
Ahora, después de
muchos años y muchas lecciones, sé que mi madre vive en mi corazón, en mi mente
y en las palabras de este relato. También estoy convencido de que ella existe
en algún otro lugar y de algún otro modo. No puedo verla ni tocarla, pero puedo
sentirla. A pesar de la sensación de pérdida y separación, estoy seguro de que
estuve junto a mi madre durante sus últimos días de vida, aunque no lo
estuviera físicamente.
También hay ocasiones
en que son otras las personas que están junto a nuestros seres queridos. El
hecho de que esos profesionales de la sanidad o un amable desconocido estén
simplemente ahí, aun sin saber siquiera el nombre de la persona a la que
acompañan, constituye un poderoso acto de amor.
Una señora de la
limpieza, una madre, un amigo o un policía que sostiene entre sus brazos a una
niña a la que no conoce de nada… Las lecciones de amor adoptan muchas formas y
se encuentran en todo tipo de personas y situaciones. No importa quiénes somos,
qué hacemos, cuánto dinero ganamos y a qué personas conocemos: todos podemos
amar y ser amados. Podemos estar ahí y abrir nuestros corazones al amor que hay
a nuestro alrededor y también ofrecerlo y no perdernos ese gran regalo.
El amor siempre está
presente en la vida, en todas las experiencias maravillosas y también en las trágicas.
El amor es lo que da a nuestros días un significado profundo, y es de lo que
estamos hechos en realidad. Sea cual sea el nombre que le demos: amor, Dios,
alma, etcétera, el amor es algo vivo y tangible que habita en el interior de
todos nosotros. El amor es nuestra experiencia de lo divino, de la santidad. El
amor es la riqueza que nos rodea. Y está a nuestra disposición.
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