JULIO
HERRERA Y REISSIG
EPÍLOGO
WAGNERIANO A LA “POLÍTICA DE FUSIÓN”
Con
surtidos de psicología sobre el Imperio de Zapicán
Todos estos peajeros, y
estos Reyes, y estos mercaderes; todos estos guardianes de países y de tiendas,
todos son mis enemigos. Abomino todo sacrificio al dios vulgo o al dios éxito.
Me repugna lo trivial. Odio la hipocresía y el servilismo como los mayores
crímenes. He de decir la Verdad aunque me aplaste el Universo.
NIETZSCHE: Así
hablaba Zaratustra.
NOVENA ENTREGA
La gente intelectual
forma el estado mayor del misoneísmo en este pueblo retrógrado. Hace ya tiempo
que una casa de Buenos Aires propuso a nuestro Municipio la circulación de
trenes eléctricos por las avenidas de la Nueva Troya… Rechazada incontinente la
propuesta, el ingeniero de dicha casa pidió a los miembros de la Junta
explicaciones al respecto. Un miembro de dicha corporación, dijo al enviado: “En
Buenos Aires, mi amigo, existe desde hace tiempo, la manía de las cosas nuevas;
aquí en Montevideo se piensa distintamente. Yo sé bien el peligro de esos
tranvías. No están los transeúntes para tener un rayo suspendido sobre la
cabeza! Los trenes con caballos no presentan ese inconveniente; además, amigo,
qué dejamos, con tanto cambio, para que se conserve la fisonomía tradicional de
nuestro país, que debe distinguirse por costumbres y cosas de todas las demás
comarcas. Nada más odioso que con tanto invento y tanta maquinaria convertir a
nuestra ciudad, cuyo mayor encanto es el ser tranquila, en una Nueva York que
nos destroce el tímpano. Hoy nos proponen ustedes el tranvía eléctrico; mañana
vendrán los automóviles; cualquier día ni se verán por la mañana los mancarrones de los lecheros”. Se cuenta
que el ingeniero, que era un francés muy humorista, le dijo a cierto amigo,
cuando se embarcaba para Buenos Aires: “¡Bello país para después de muerto!”
De otras maneras se
manifiesta el horror a lo nuevo. Un joven de nuestra sociedad, que mereciera ser comido a besos,
decíale a un escritor de cuño propio, que para leerlo era imprescindible
conocer íntimamente su carácter, pues, de lo contrario, podíase tomar a mal lo
que escribía; la gente podría decir: ese pedante, antipático, que escribe
distinto a todo el mundo para llamar la atención! Agregaba el joven: a usted se
le perdonan las extravagancias; las cosas de usted no ofenden.
Un sociólogo del país,
decíale a este literato, la noche de su casamiento, mientras le daba la mano: “Bueno
es que me felicite; todo hombre que se sale de las prácticas del medio
ambiente, es un verdadero loco, sólo puede inspirar lástima”.
En nuestra tierra no
hay innovadores, ni se consideran necesarios. Muchos no creen ni que existan;
se les detesta de nombre. Los uruguayos hacen guerra despiadada a todo lo que
no es trivial, a lo que perturba las viejas asociaciones de su cerebro. Se
piensa en el antiguo gaucho que enlazaba a las locomotoras, y apuñaleaba a los
postes del telégrafo!
Hace algunos lustros,
cuando apareció el Ministro Paz, con lacayo en el pescante, produjo una
revolución social. La gente ridiculizaba soezmente al diplomático; una ola de
antipatía bañó su nombre. Poco a poco fuese calmando la hostilidad, y el
espíritu de imitación acabó por decidir el uso de lacayos en los carruajes de
categoría (1).
A propósito del odio
que nuestras gentes manifiestan a los hombres que visten de un modo original,
sentencia un profesor de filosofía, dirigiéndose a un elegante: acá no estamos
en París; no se debe hacer sufrir los centros nerviosos de la mayoría. Es
insensato lo que usted hace, usted no tiene derecho de perjudicar al público.
No sea usted cruel, comprenda… con lo cual el profesor confería un privilegio a
la rutina, un rango vulnerable a la típica imbecilidad, al mal gusto, a la ordenanza
plebeya del vestir en Montevideo…
¡Acabóse la elegancia!
Un filósofo del Uruguay la hirió de muerte. No deben existir originalidades,
creaciones; esto es cruel, es insensato… sufre la mayoría! Fuera el genio;
fuera las inventivas; enterremos el Progreso… He aquí lo que se desprende de
las palabras del filósofo. La trivialidad inatacable, que es el ideal de los
uruguayos. Lo nuevo con esposas. La herencia triunfante. El arquetipo en la Jefatura!
Asómbrese el Universo
de cómo se aplica la ciencia en nuestro país… Cierto que esto es una
originalidad, pues, ¿qué hay de más original que hacer de la psicología un
punto de apoyo, un sotabanco bíblico de la barbarie, de la estupidez y del mal
gusto?...
Con motivo de habérseme
antojado usar el apellido Hobbes, al pie de mis escritos, se ha levantado una
vorágine de protestas, de habladurías de confesionario, de rabias espumantes,
de murmuraciones de familia, que me han hecho temer por mi seguridad… (2) Hubo
hasta quien dijese que me hacía merecedor al desprecio de mi parentela, pues me
avergonzaba del apellido de mi augusta madre, usando un nombre de otras épocas,
que aunque fuera de mi ascendiente más ilustre, era poco menos que una locura
resucitarlo. Un buen amigo decía, enarbolando el ceño: sólo los criminales y
las prostitutas pueden cambiarse de nombre. Arguyósele que en Europa los
literatos usan los apellidos que se les antoja, que Anatole France, Pierre
Louys, Prevost y tantos otros no son tales como se llaman, que adoptaron a
capricho, por razones de eufonía, el nombre que actualmente lucen. Mi crítico
respondió: eso será en París donde todo está subvertido; esas cosas aquí no
pegan…
Notas
(1)
Sobre el espíritu de imitación he
fulminado 50 páginas. A este respecto los uruguayos compiten con el chimpancé.
(2) Desciendo de Thomás
Hobbes, hijo amado de Epicuro, padrino egoísta de La Rochefoucauld; luna negra
de escepticismo que visitó las noches de Schopenhauer, Hartmann y Nietzsche. Mi
genio lo proclama. Sé que no soy comprendido. Esto me regocija. Las montañas no
fueron hechas “para ser miradas” por los uruguayos… Desprecio el Cerro para
pedestal: este es una medianía, como los poetas comarcanos, cuya lira cimarrona
es una vieja guitarra…
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