GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
OCTOGESIMOQUINTA ENTREGA
XXI
/ UNA CORONA DE ORTIGAS (2)
Al aproximarme a la
casa vi que había habido detrás de ella, en otro tiempo, una gran arboleda, de
la cual sólo quedaban unos cuantos troncos muertos, estando los zanjones que la
habían rodeado casi enteramente arrasados. El lugar estaba ruinoso y cubierto
de maleza. Apeándome, conduje mi caballo por un angosto sendero entre una
profusión de tornasoles silvestres, marrubio, amapolas y estramonio, a unos
álamos donde en los tiempos pasados había habido una tranquera, de la que sólo
quedaban en pie dos o tres postes rotos. De la vieja tranquera, el camino
conducía, siempre por entre la maleza, a la puerta de la casa; esta era de
piedra y ladrillo, con un empinadísimo techo de tejas. Al lado de la
desmantelada tranquera, apoyada en un poste, su cabeza descubierta y bañada por
el sol abrasador de la tarde, se hallaba de pie una mujer, vestida pobremente
de negro. Tendría unos veintiséis o veintisiete años de edad, y en su cara
descolorida como el mármol, salvo las manchas moradas bajo sus grandes ojos
oscuros, había una expresión de indecible abatimiento y cansancio. No se movió
cuando me acerqué a ella, pero alzó sus tristes ojos a los míos, sin sentir,
aparentemente, mucho interés en mi llegada.
La saludé quitándome el
sombrero, y dije:
-Señora, mi caballo está
rendido, y busco un lugar donde pueda descansar; ¿podría cobijarme bajo su
techo?
-Sí, señor, ¿por qué
no? -contestó con una voz aun más indicativa de tristeza que su rostro.
Le agradecí y esperé
que me mostrara el camino, pero continuó quedándose de pie delante de mí, la
vista clavada en el suelo y con una expresión indecisa e intranquila.
-Señora -empecé-, si la
presencia de un extraño en su casa estorba…
-¡No, no, señor! ¡No es
eso! -interrumpió vivamente. Entonces, bajando la voz casi a un susurro, dijo:
-¡Cuénteme, señor. ¿Ha venido del departamento de Florida? ¿Ha estado usté… ha
estado usté… en San Pablo?
Vacilé un momento;
entonces repuse que sí.
-¿De qué bando? -preguntó
ávidamente al instante.
-¡Ay, señora! ¿Por qué
me hace usted esa pregunta, a mí, un pobre viajero que llega a pedirle
alojamiento por una noche?
-¿Por qué? Tal vez sea
para su bien, señor. Acuérdese que las mujeres no son, como los hombres…
implacables. Por supuesto que tendrá alojamiento, pero es mejor que yo lo sepa.
-Tiene razón, disculpe
que no le haya contestado inmediatamente. He estado con Santa Coloma… el
revoltoso…
Me tendió la mano,
antes de que pudiese tomarla, la retiró y, cubriéndose y volviéndose hacia la
casa, me pidió que la siguiera.
Su ademán y sus
lágrimas me habían anunciado a las claras que ella también pertenecía al
desdichado partido Blanco.
-¿Es que ha perdido
usted algún pariente en este combate, señora? -le pregunté.
-No, señor, pero si
nuestro partido hubiese triunfado, tal vez me habría librado a mí. ¡Ay, no! Yo
perdí a todos mis parientes, hace mucho tiempo… a todos, excepto a mi padre.
Luego sabrá usted, cuando lo vea, por qué es que nuestros crueles enemigos han
desistido de derramar su sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario