CONDE
DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE)
LOS
CANTOS DE MALDOROR
NONAGESIMOTERCERA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO CUARTO
2 (1)
Dos pilares que no era
difícil, pero tampoco probable, tomar baobabs, se distinguían en el valle, con
un tamaño superior al de dos alfileres. En efecto, eran torres enormes. Y
aunque dos baobabs, al primer golpe de vista no se parecen en nada a dos
alfileres, ni siquiera a dos torres, se puede afirmar sin temor a equivocarse
que, manejando con habilidad los hilos de la prudencia (pues si esta afirmación
estuviera acompañada de la menor pizca de incertidumbre, ya no sería una
afirmación; aunque un mismo nombre designe a esos dos fenómenos del alma que
presentan caracteres demasiado netos para que los pueda confundir con ligereza)
un baobab no difiere tanto de un pilar como para hacer inconcebible la
comparación entre esas formas arquitecturales… o geométricas… o una y otra… o
más bien formas elevadas y compactas. Acabo de encontrar, no tengo la pretensión
de sostener lo contrario, los epítetos apropiados para los sustantivos pilar y
baobab; y entiéndase bien que no es sin mezcla de alegría y orgullo que lo hago
notar aquellos que, después de haber abierto los ojos, han tomado la loable
decisión de recorrer estas páginas, mientras arde la bujía, si es de noche, y
mientras brilla el sol, si es de día. Y hay que advertir además que aun cuando
una potencia superior nos ordenara, en los términos más claramente precisos,
arrojar a los abismos del caos la juiciosa comparación que todos han podido sin
duda saborear con impunidad, aun en ese caso, y justamente en ese caso, no debe
perderse de vista este axioma primordial, los hábitos adquiridos en el
transcurso de los años, los libros, el contacto con sus semejantes y el
carácter inherente a cada uno que se desarrolla en rápido florecimiento,
impondría al espíritu humano, el irreparable estigma de la recidiva en el
empleo criminal (criminal si nos colocamos momentánea y espontáneamente en el
punto de vista de la potencia superior) de una figura retórica que más de uno
desprecia pero que muchos ponderan. Si el lector encuentra esta frase demasiado
larga, le pido que acepte mis excusas, aunque sin esperar bajezas de mi parte.
Puedo tener defectos, pero no los agravaré por cobardía. Mis razonamientos
chocan a veces contra los cascabeles de la locura, y la apariencia seria de lo
que a fin de cuentas sólo es grotesco (aunque según ciertos filósofos, sea
difícil diferenciar al bufón del melancólico, puesto que la vida misma es un
drama cómico o una comedia dramática); sin embargo, le está permitido a todo el
mundo matar moscas, y hasta rinocerontes, a fin de distraerse, de vez en
cuando, de un trabajo demasiado escabroso. Para matar moscas esta es la manera
más expedita, aunque no quizás lo mejor: se las aplasta entre los dos primeros
dedos de la mano. La mayor parte de los autores que han tratado este asunto a
fondo, han llegado a la conclusión, muy verosímil, de que es preferible, en
muchos casos, cortarles la cabeza. Si alguien me reprocha el hablar de
alfileres por ser un tema radicalmente frívolo, que considere, sin prejuicios,
que los más grandes efectos los producen, a menudo, las más pequeñas causas. Y
para no alejarme demasiado del marco de esta hoja de papel, ¿no se advierte que
el laborioso fragmento literario que estoy por componer desde el comienzo de
esta estrofa, sería quizás menos gustado si tomara su punto de apoyo en una
cuestión espinosa de química o de patología interna? Por lo demás, todos los
gustos está en la naturaleza, y, cuando al comienzo comparé los pilares con los
alfileres con tanta exactitud (por supuesto no imaginaba que un día habrían de
reprochármelo) me basé en las leyes de la óptica, las que establecen que,
mientras más alejado esté el rayo visual de un objeto, más pequeña resulta la
imagen reflejada en la retina.
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