LOS
RECOVECOS DE MANUEL MIGUEL
Desbocada
reinvención de la vida de Manuel Espínola Gómez.
Hugo
Giovanetti Viola
Primera edición: Caracol al Galope, 1999.
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de
Artes, 2016.
VIGESIMOCTAVA ENTREGA
SÉPTIMA
PUERTA: HOMBRE AL SESGO (3)
El
Papalote bajó hacia el Mataojo sin chistar. Nosotros nos escapamos lo antes
posible del alboroto y esta vez encontramos a la tía Rosa inmovilizada muy
cerca de la esquina, como si estuviese esperando una extraña serenata sobre el
vientre de la tierra.
Rosa: que en el hogar natal que
fundaron don Melquíades Espínola y doña Trinidad Rivero vio a su hermano caerse
del techo y quedar ensartado en un hierro de la verja igual que si fuese un
cordero puesto a asar al pincho y que mientras escuchó casualmente la serenata
del Papalote revivió las facciones de su hermano y sintió que hasta la sangre
que le chorreaba del cuerpo a medio morir era hermosa y que el mundo era una
especie de irremediable horror festejable y celeste.
Y Trinidad: que era comadre del
comisario de la Quinta Sección de Maldonado y cuando supo que don Manuel
(muchachón todavía) había caído preso en una redada de timba clandestina puso
el máuser abajo del recado y galopó hasta la comisaría y se le apersonó a su
compadre el comisario exigiéndole que le entregara inmediatamente a su hijo: y
que cuando su compadre dudó en soltarlo ella se le atarantuló gritándole que no
tenía más tiempo para perder en zonceras y el hombre le ordenó que respetase
sus barbas y Trinidad gritó que se cagaba en sus barbas y terminó llevándose al
futuro General a su cuarto de viuda.
Y Melquíades: que al llegar de las
Islas Canarias ya era maestro y se adaptó al plan vareliano y atendió la escuela
de la Quinta Sección de Maldonado donde según contaba Chochó Salsamendi era
capaz de sofrenar a cualquier retobado agarrándole un brazo mientras lo
encandilaba con su barbaza pluvial y sus cejas de plata: y que según contaba
Rosa una vez salió al camino real para clavarle los ojos a un carrero y exigirle
que dejara de maltratar a unos bueyes tristísimos.
Y el General: que cimentó su
legendario imbatibilidad como jugador de gofo timbeando una semana seguida con
el Papalote en una carpeta fernandina: pero que cuando fue dependiente de
almacén a los 18 años y comprobó que el patrón le dejaba plata dulce boyando
por cualquier rincón lo paró en seco y le advirtió que no tenía necesidad de
someterlo a ninguna prueba y que si llegaba a orejear otra muestra de esas
abandonaba inmediatamente el trabajo: y que tropeando chanchos o recaudando
fondos para el Partido Nacional o vendiendo los bizcochos que horneaba Trinidad
para “enredar” la cuenta supo que por las buenas cualquiera era capaz de
hacerlo desprenderse hasta de la camisa pero si que lo atropellaban tampoco le
importaba cantarle las cuarenta al mismísimo Presidente de la República: y una
tarde en una penca encontró al mejor cliente de Trinidad empacado y tristón y
al saber que andaba seco como culo’e perro le ofreció la factura de fiado y el
gordo se encaramó como un rayo en la jardinera y se comió en cuatro patas todas
las masas y los bizcochos que había y el General optó por sonreír frente a la
bestialidad venial: y cuando determinó casarse con Evarista y Trinidad mostró
su desacuerdo el hombre clarificó que él se iba a casar a su gusto y no al de
ella y la vieja que solía caminar con pasos valseadores terminó por resignarse
y en la foto del casorio se perfiló con la cara de todos los días.
-Vámonos
a la mierda -ronca Manuelito.
Y
cuando ya estamos en la esquina de la casa de Rosa me doy vuelta a contemplar
la elegante pobreza del hombre alto -acompañando galantemente a las mujeres
grises- y recuerdo el Monumento de la Plaza Virgilio.
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