CON
GUILLERMO FERNÁNDEZ
LA
LECCIÓN DEL MAESTRO
por
Rosario Peyrou
(Reportaje recuperado
de Guillermo Fernández / Pinturas y
dibujos / “Por tierras de la memoria” / Universidad Católica / 2006)
PRIMERA ENTREGA
Formó
a varias generaciones de artistas, quienes reconocen haber aprendido con él el
lenguaje de la pintura. Pero Guillermo Fernández (Montevideo, 1928) no sólo es
un gran maestro de taller, un docente brillante que dio a sus alumnos una
libertad de invención infrecuente en las escuelas plásticas, son también un
maestro por la calidad y el rigor de su propio trabajo y de su estilo.
Conversar con Guillermo sobre su propia producción y sobre los caminos del arte
moderno, depara el placer de escuchar a alguien que ha reflexionado en
profundidad sobre el oficio y que se expresa con pasión.
Cuando
entraste al taller Torres García, no estaban haciendo arte constructivo.
No. En el taller se
hacía pintura de muchas maneras, pero mientras yo estuve nunca se enseñó el
Constructivismo. No trabajé con Torres, él me vio unos dibujitos y me envió con
Alpuy, pero me consta que él insistía en “el hecho plástico”, cualquiera fuera
la forma de pintura o de expresión tenía que haber una unidad visual; es decir
que la función de los elementos en juego debía estar coordinada de modo que
tanto el espectador como el artista participaran de un sistema visual
unificado. Esa era la condición más importante para Torres. Eso explica el aparente
eclecticismo que había en la escuela, porque si se rechazaba un retrato
imitativo o fotográfico no unificado desde el punto de vista visual y de la
entonación, tampoco se admitía una cosa abstracta que no funcionara
plásticamente. Se puede tener unas ideas muy hermosas, la cabeza llena de
pensamientos y la memoria llena de tesoros, pero si no se sabe manejar el nexo
entre los elementos plásticos, no marcha.
¿Eso
quiere decir que hay una gramática independientemente de los estilos?
Eso es lo que yo
pienso. Ahí se trata de lo que creo yo personalmente. Hay cosas que son las
mismas en los distintos estilos, porque son las que hacen que el espectador
sintetice el orden visual, tenga un papel activo. Así como el oyente de música
no registra las notas una a una sino la melodía, y esa melodía pone en movimiento
en la conciencia su mundo personal, el espectador de la pintura participará en
algo de lo que el pintor quiso hacer, y luego pondrá de sí lo que se le ocurra.
Aunque yo no sepa música puedo escucharla y disfrutarla porque estoy
pertrechado de un sistema de percepción que es igual al de un músico. En la
pintura ocurre lo mismo. El pintor tiene que manejar un idioma, un sistema de
coherencias. Por supuesto que eso incluye elementos subjetivos, pero hay un
objeto, la obra, que hace la intermediación, que opera sobre el espectador. Y
éste puede hacerlo porque su sistema perceptivo es igual al del artista. Si no
hay eso, la cosa no camina. Uno puede decir está bien, tiene méritos técnicos,
pero me deja afuera.
Esa
forma de trabajar presuponía de todos modos la lección de Torres García.
Sí, claro. Para que la
gente pudiera evolucionar, Torres veía que había que entender dónde estaba la
invención de la pintura tradicional. La diferencia que había entre una pintura
de imitación, con técnica y oficio, y lo que es una pintura sintética, que es
completamente distinta. En ambas puede estar la figura representada, pero son
muy diferentes. Hay retratos académicos que parecen fotografías, en cambio en
el Clemenceau de Manet, está el
modelo, pero hay una conexión, una unidad de los elementos puestos en juego,
que hace que el espectador vea la imagen y la unidad rítmica, lo lleve a una
percepción más interesante y más sugerente que la mera reproducción “fotográfica”.
Torres insistía porque se daba cuenta que no habían visto mucha pintura acá, no
había mucho para ver. Trató entonces de que los pintores y el público pudieran
reconocer la inteligencia que había en los maestros del pasado, que vieran que
la maestría no es sólo el resultado de procedimientos ingeniosos sino que había
una manera de concebir, que a veces es todavía más interesante que la de los
modernos.
Es decir que vos encontrás al retratado en el proceso de trabajo, y en
otras ocasiones es al revés.
Sí, y a veces no es
nadie. Es una figura que se arma con el ritmo de las líneas y uno la acepta. En
el caso de Rodó yo quería hacerlo porque era el centenario de Ariel, y él fue el primero que planteó
la unidad de América Latina como una esperanza. Se dirigió a los jóvenes que
eran los que podían mirar más allá de los pleitos del presente en los que
estaban sumergidos los políticos. Yo pensé que el centenario generaría cosas
más fermentales, una relectura desde el presente, y no, más bien hubo actos de
respeto. En ese retrato trabajé con las técnicas del oficio, pero la imagen
estaba previamente.
En
una charla dijiste que hubo una conferencia de José Bergamín que fue como un
disparador para tu reflexión plástica.
Sí, por el año 55
Bergamín dio una conferencia, creo que por un centenario de Leonardo, y se
refirió a Juan de Jáuregui, pintor y poeta que fue compañero de taller de
Velázquez, y que es autor de los retratos de Quevedo y de Cervantes conocidos.
Bergamín citó un trabajo de la pintura de Jáuregui donde éste explicaba que en
los talleres sevillanos se enseñaba una manera de trabajar que partía del
dibujo de observación y eso inmediatamente se trasegaba, se reelaboraba en lo
que se llamaba entonces “el diseño”; venía de Italia, sometiendo los datos de
la observación a un reordenamiento rítmico para que funcionaran en la
superficie plana. Decía Bergamín que eso que llamaban “el diseño” es lo que
nosotros llamamos el Barroco. La obra de Murillo, de Zurbarán, de Velázquez, de
Ribera, tiene unas características que reconocemos, que es el modo de ordenar
los datos que recogían de la observación. No copiaban, reordenaban según el
pensamiento barroco. Nunca pude conseguir el texto de Jáuregui, pero ese dato,
que yo no conocía antes, me hizo pensar. Porque en el proceso de la modernidad,
el oficio que se enseñaba en las escuelas era el académico, las técnicas para
imitar, tanto en escultura como en pintura. Los modernos se rebelan contra las
academias y cada uno se hace su oficio, su estilo, a pulmón. Son tan personales
por eso. Degas, Manet, cada uno se distancia del oficio académico porque éste
no les daba las pautas para inventar, porque la invención no estaba en el
léxico de la academia. La academia daba el muñeco de cera, uno mira los cuadros
de David en el Louvre y son duros como piedra, y ve el Tiziano pocos metros más
allá y se encuentra con una luz y una gracia, con una sugestión de imagen que
la pintura imitativa no tiene. Los modernos se tuvieron que hacer los recursos
en un diálogo con su mismo trabajo. Manet copió a Goya, sí, y miró bien a
Velázquez, a Delacroix -no era un navegante solitario- pero se las ingenió para
conseguir una síntesis no convencional, con sus propias convenciones.
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