14/6/17

EL RAT-PICK

JOSÉ ENRIQUE RODÓ

(Una profética denuncia de la crueldad espectacularista y consumista que campea en la actual barbarie posmodernista, escrita hace 117 años.)



TERCERA ENTREGA



Hay una forma o especie de la imaginación creadora, que bien merecería ser estudiada por Ribot, y mejor aun, por quien reuniese la potencia analítica y los cálidos colores de un Taine. Es la imaginación aguijoneada e inspirada por el sentimiento de crueldad, para desarrollar la fuerza inventiva que crea castigos, suplicios, máquinas de tormento y de muerte, y también juegos, fiestas y deportes en el que el dolor ajeno es motivo de deleite. ¡Qué interesante historia sería esta! Cuando se piensa que en la Roma de los Antoninos, dentro de uno de los más espléndidos florecimientos de la cultura del espíritu y las ideas liberales que presente la historia de la humanidad, la arena del circo se teñía, ante un concurso en gran parte aristocrático, con la sangre de los gladiadores y las fieras, y por fin del espectáculo, algunos de los espectadores, para mostrar su archicorazón, como diría Gracián, solían bajar a la arena, y metían la mano en las heridas de las víctimas, y les arrancaban las entrañas palpitantes, no puede menos de conceder el más optimista que las exterioridades de benevolencia y pulcritud con que la civilización decora la naturaleza del hombre, son una corteza muy liviana, y que por bajo de ellas, pronta a incorporarse al más leve rasguño, la fiera duerme o dormita… ¿La fiera? No. ¿Por qué hemos de calumniar a las fieras? Esto de la crueldad como espectáculo, como deleite inútil, como “finalidad sin fin”, según la célebre forma del arte, es privilegio humano; y toca a la materna Roma el triste honor de haberlo asimilado a las costumbres y embellecido con las pompas de la civilización, comunicando a la maldad un carácter de dilettantismo que no tuvo en los más sangrientos delirios del Oriente. El animal es cruel. La fatalidad universal de la lucha no admite exención ni tregua, y la eterna dualidad de la víctima y el victimario se manifiesta en la naturaleza con rigores a menudo atroces; por más que sea justo agregar que la observación humana se ha detenido hasta ahora, casi exclusivamente, en este aspecto de las relaciones entre los seres vivos, y no en los rasgos de mutua cooperación y mutuo auxilio entre aquellos seres; riesgos que atenúan la crudeza de la guerra natural con toques de piedad y simpatía. Pero en las mayores crueldades de la bestia el acicate es la necesidad individual, o bien el estímulo de las necesidades de la especie, cuya sugestión se acumula y asienta en odios instintivos. Cuanto puede acontecer de más es que, en el ejercicio de la caza de que se alimenta, el animal a quien la obtención de su presa cuesta menos gasto de energías que las que es capaz de desplegar, emplee el exceso dinámico en prolongar y complicar la caza como diversión o juego, ocasionando así la angustia y padecimiento de la víctima.



De observación común es el juego del gato, cuando, ya atrapado el ratón, lo revuelve mañosamente entre las uñas, y le concede escapatorias precarias y fugaces alientos, solazándose en atraparlo cien veces antes de comérselo. Pero si el animal llega a cultivar la crueldad como activo juego, no llega, como el hombre, a hacer de ella objeto de contemplación morosa, objeto de ese juego inactivo o contemplativo que denominamos espectáculo. Esta maldad pasiva y cobarde, esta maldad de contemplación, es, lo repito, propia del fuero humano. Acaso tan innoble placer germina ya en emociones que aparentemente se confunden con las que proporciona el arte, como las que vulgo incapaz de poesía experimenta en la lectura de truculentos novelones y crónicas de criminalidad. Cuando se ha dicho que entre el placer del espectador de una tragedia y el del criminal por temperamento, en el instante de ensangrentarse con su crimen, no hay más que diferencia de grado, se ha dicho verdad, pero a condición de que en el ánimo del espectador no asista el sentimiento de lo bello, que todo lo purifica y ennoblece. Siendo axiomático en psicología que toda imagen trae consigo una fuerza elemental de ejecución, un cierto impulso a realizarse, se sigue que, si apartamos de las imágenes del crimen y la sangre el timón con que las guía, al través de nuestra sensibilidad, la emoción realmente artística, desviándolas de toda innoble excitación, -a la manera como, conducido por el pararrayos, el fluido eléctrico atraviesa sin peligro la pólvora,- aquellas representaciones tenderán a ejercer un influjo desmoralizador; por lo menos, cuando no las inhiben la natural delicadeza de alma y la cultura de que el vulgo carece. Y si el conjuro de la ficción teatral y de la simple lectura es suficiente para provocar, en las almas no muy desbastadas, el hormigueo de la afición sanguinaria, ¿cuánto más no lo serán aquellos espectáculos en que la muerte no se representa, sino que se consuma de verdad?...

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