20/6/17

ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA

TRIGESIMOTERCERA ENTREGA



Satisfacciones de la profesión de escritor (*) (1)



Cuando un hombre, un bueno y pobre hombre, alcanza a ser propietario de un auto, una finca o una boquilla de ámbar, agradece a Dios el bien adquirido, porque está seguro de que todas las leyes divinas y humanas protegen su posesión. Sabe que puede gozar de su bien hasta que muera, y que después de muerto las mismas leyes protegerán a sus herederos, quienes, hasta la eternidad de los siglos, podrán gozar de la propiedad del auto, de la finca y de la boquilla de ámbar adquiridos y legados por el ancestral progenitor.


Bien. Esto en cuanto al feliz poseedor de dichos bienes. Pero quien posee ahora no es un simple y pobre buen hombre, sino un intelectual, sin par, un escritor consagrado por el dolor y el genio. Este artista ha luchado por la vida desde su primera infancia. No hay miseria que ignore, ni tormento que desconozca. En pos de quince, veinte años de lucha, infunde en un libro la llama de su genio. No se hallan en su libro rastros de imitación. De tal modo es su exclusivo bien, tan personales han sido sus sufrimientos que el poema brilla fúlgido y aislado con luz hasta entonces desconocida. La fortuna amenaza por fin con serle propicia. Angustias de la miseria, hambre de sus pequeños -todo quedará pronto alejado-.


El hombre no tiene sino cuarenta años. Pero la vida, más dura para él que para otro cualquiera, lo abandona. No posee nervio ni hueso que la vida no haya golpeado duramente. El hombre piensa: “Voy a morir, pero he cumplido mi obra. Y mis tiernos hijos se alejarán pronto de la miseria”. Dicho lo cual, muere.


Transcurre el tiempo. Como lo previó el artista, la gloria -póstuma aquí como en la mayoría de los casos-, acaricia su nombre. Con la renta que ya producen sus libros, sus débiles hijos conocen ahora lo que es poseer ropa caliente desde principios mismos del invierno.


Pero he aquí que pasan diez años. Y las criaturas -la mayor es apenas adolescente-, caen de nuevo en la miseria.


¿Por qué? Porque han perdido ya todo derecho a las obras de su padre. La herencia no duró diez años. Desde ese instante cualquiera puede beneficiarse de la herencia, editar, vender y ganar una fortuna, aun cuando falte el pan diario a las criaturas del escritor.





(*) Publicado en Atlántida, Bs. As., año 6, nº 274, 5 de julio de 1923.

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