GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CIENTOTRECEAVA ENTREGA
XXVIII
/ ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (5)
No sólo de pan vive el
hombre, y la ocupación británica de un país
no brinda cuanto el corazón anhela. Las mercedes pueden volverse hasta
calamidades cuando el poder que las concede, ahuyenta de nosotros el tímido
espíritu de la Belleza y la Poesía. Ni es sólo porque inspira en nosotros
sentimientos románticos, que este país ha prendado mi corazón. En la perfecta
república la libertad que en ella siente el viajero del Viejo Mundo es
indeciblemente dulce y original. Aun en Inglaterra, en nuestra condición en
exceso vigilada, tornamos periódicamente en busca de la Naturaleza, y
respirando el aire puro de la montaña y paseándola vista sobre grandes trechos
de mar y tierra, hallamos que siempre nos atrae poderosamente. Es algo más allá
de estas sensaciones, puramente materiales, lo que se experimenta cuando nos
asociamos, por primera vez, con nuestros semejantes en un lugar como este,
donde todos los hombres son enteramente libres e iguales. Ya me parece oír a
algún sapientísimo señor protestando enérgicamente y exclamar: “¡No! ¡no! ¡no!,
la Tierra Purpúrea de la que usted hace tanto alarde es sólo nominalmente una
república: su Constitución es un pedazo de papel garabateado y sin valor
alguno; su gobierno es una oligarquía templada por asesinatos y revoluciones”.
Es verdad; pero el grupo de ambiciosos gobernantes, cada uno esforzándose por
derribar a su adversario por tierra, no tiene el poder de hacer sentir al
pueblo. La constitución tradicional, más poderosa que la escrita en letras de
molde, hállase grabada en el corazón de todo hombre y lo mantiene siempre un
republicano libre, puesto que él rinde una reverencia casi supersticiosa y
obedece de modo implícito a su jeque. En cambio, aquí, el señor de muchas
tierras e innumerables majadas se sienta a platicar con el asalariado pastor,
pobre y descalzo, en un rancho lleno de humo, sin que los separe ningún
sentimiento de casta, y sin que el sentido de sus pasiones, tan distanciadas
una de otra, enfríe la viva corriente de simpatía que une a dos corazones
humanos.
Qué alentador es
hallarse con esta perfecta libertad de trato, templada solamente por aquella
cortesía innata y gracia propia de los hispanoamericanos. Qué cambio para la
persona que llega de países donde hay clases altas y bajas, cada cual con sus
innumerables y detestables subdivisiones; para el que no aspira a asociarse con
la clase superior a la suya, y que se estremece de aversión ante el servilismo
y la humildad de la clase inferior a la suya. Aunque esta absoluta igualdad sea
incompatible con un perfecto orden político, yo, al menos, sentiría ver tal
orden establecido. Además, no es cierto que las comunidades que con más
frecuencia nos horrorizan con crímenes violentos sean moralmente peores que
otras. Una comunidad en la que no hay muchos crímenes no puede ser moralmente
sana. En el Perú, bajo la dinastía de los Incas, no había, en realidad,
crímenes; era algo muy fuera de lo común que alguien cometiera un crimen en
aquel imperio.
Y la razón por la cual
existía ese estado de cosas, tan contrario a la naturaleza, es la siguiente: la
base del sistema de gobierno incaico estaba fundada en aquella doctrina tan
inicua y funesta de que el individuo guarda la misma relación hacia el
gobierno, que un niño para con sus padres; que su vida desde la cuna hasta la
tumba debe serle ordenada por un poder al que aprende a considerar como
omnisapiente; un poder, en realidad, omnipresente y todopoderoso. En tal pueblo
no podría existir la voluntad individual o un saludable y libre movimiento de
las pasiones, y, por consiguiente, tampoco ningún crimen. ¿No es de admirar que
un sistema tan indeciblemente repugnante a todo individuo que siente que su
voluntad es una divinidad obrando en él, se derrumbase al primer roce de la invasión
extranjera y que no dejara ni rastros de su perniciosa existencia en el
continente en el que había gobernado?
Pues todo el imperio se
hallaba, por decirlo así, podrido aun antes de su disolución, y cuando cayó, se
mezcló con el polvo y quedó enterrado en el olvido. La Polonia, un país mal
gobernado y sin más organización que la Banda Oriental, antes de que fuera
gobernada por la Rusia, no se mezcló así con el polvo, cuando cayó; el
despotismo implacable del emperador de Rusia no pudo aniquilar su espíritu; su Voluntad siempre sobrevivió para
endulzar la tétrica opresión con venerados sueños y para hacer que empuñara con
éxtasis feroz, el puñal oculto en su pecho. Pero no había necesidad de alejarme
de este Verde Continente para probar
la verdad de lo dicho. La gente que habla y escribe de las desorganizadas repúblicas
sudamericanas, es muy aficionada a señalar al Brasil, aquel gran imperio,
apacible y progresista, como un ejemplo digno de seguirse. ¡Un país ordenado,
sí, pero su gente embebida en todo vicio abominable! En comparación con estos
emasculados hijos del ecuador, los orientales son los hidalgos de la
naturaleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario