20/6/17

GUILLERMO ENRIQUE HUDSON

LA TIERRA PURPÚREA



CIENTOTRECEAVA ENTREGA



XXVIII /  ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (5)



No sólo de pan vive el hombre, y la ocupación británica de un país  no brinda cuanto el corazón anhela. Las mercedes pueden volverse hasta calamidades cuando el poder que las concede, ahuyenta de nosotros el tímido espíritu de la Belleza y la Poesía. Ni es sólo porque inspira en nosotros sentimientos románticos, que este país ha prendado mi corazón. En la perfecta república la libertad que en ella siente el viajero del Viejo Mundo es indeciblemente dulce y original. Aun en Inglaterra, en nuestra condición en exceso vigilada, tornamos periódicamente en busca de la Naturaleza, y respirando el aire puro de la montaña y paseándola vista sobre grandes trechos de mar y tierra, hallamos que siempre nos atrae poderosamente. Es algo más allá de estas sensaciones, puramente materiales, lo que se experimenta cuando nos asociamos, por primera vez, con nuestros semejantes en un lugar como este, donde todos los hombres son enteramente libres e iguales. Ya me parece oír a algún sapientísimo señor protestando enérgicamente y exclamar: “¡No! ¡no! ¡no!, la Tierra Purpúrea de la que usted hace tanto alarde es sólo nominalmente una república: su Constitución es un pedazo de papel garabateado y sin valor alguno; su gobierno es una oligarquía templada por asesinatos y revoluciones”. Es verdad; pero el grupo de ambiciosos gobernantes, cada uno esforzándose por derribar a su adversario por tierra, no tiene el poder de hacer sentir al pueblo. La constitución tradicional, más poderosa que la escrita en letras de molde, hállase grabada en el corazón de todo hombre y lo mantiene siempre un republicano libre, puesto que él rinde una reverencia casi supersticiosa y obedece de modo implícito a su jeque. En cambio, aquí, el señor de muchas tierras e innumerables majadas se sienta a platicar con el asalariado pastor, pobre y descalzo, en un rancho lleno de humo, sin que los separe ningún sentimiento de casta, y sin que el sentido de sus pasiones, tan distanciadas una de otra, enfríe la viva corriente de simpatía que une a dos corazones humanos.


Qué alentador es hallarse con esta perfecta libertad de trato, templada solamente por aquella cortesía innata y gracia propia de los hispanoamericanos. Qué cambio para la persona que llega de países donde hay clases altas y bajas, cada cual con sus innumerables y detestables subdivisiones; para el que no aspira a asociarse con la clase superior a la suya, y que se estremece de aversión ante el servilismo y la humildad de la clase inferior a la suya. Aunque esta absoluta igualdad sea incompatible con un perfecto orden político, yo, al menos, sentiría ver tal orden establecido. Además, no es cierto que las comunidades que con más frecuencia nos horrorizan con crímenes violentos sean moralmente peores que otras. Una comunidad en la que no hay muchos crímenes no puede ser moralmente sana. En el Perú, bajo la dinastía de los Incas, no había, en realidad, crímenes; era algo muy fuera de lo común que alguien cometiera un crimen en aquel imperio.


Y la razón por la cual existía ese estado de cosas, tan contrario a la naturaleza, es la siguiente: la base del sistema de gobierno incaico estaba fundada en aquella doctrina tan inicua y funesta de que el individuo guarda la misma relación hacia el gobierno, que un niño para con sus padres; que su vida desde la cuna hasta la tumba debe serle ordenada por un poder al que aprende a considerar como omnisapiente; un poder, en realidad, omnipresente y todopoderoso. En tal pueblo no podría existir la voluntad individual o un saludable y libre movimiento de las pasiones, y, por consiguiente, tampoco ningún crimen. ¿No es de admirar que un sistema tan indeciblemente repugnante a todo individuo que siente que su voluntad es una divinidad obrando en él, se derrumbase al primer roce de la invasión extranjera y que no dejara ni rastros de su perniciosa existencia en el continente en el que había gobernado?



Pues todo el imperio se hallaba, por decirlo así, podrido aun antes de su disolución, y cuando cayó, se mezcló con el polvo y quedó enterrado en el olvido. La Polonia, un país mal gobernado y sin más organización que la Banda Oriental, antes de que fuera gobernada por la Rusia, no se mezcló así con el polvo, cuando cayó; el despotismo implacable del emperador de Rusia no pudo aniquilar su espíritu; su Voluntad siempre sobrevivió para endulzar la tétrica opresión con venerados sueños y para hacer que empuñara con éxtasis feroz, el puñal oculto en su pecho. Pero no había necesidad de alejarme de este Verde Continente para probar la verdad de lo dicho. La gente que habla y escribe de las desorganizadas repúblicas sudamericanas, es muy aficionada a señalar al Brasil, aquel gran imperio, apacible y progresista, como un ejemplo digno de seguirse. ¡Un país ordenado, sí, pero su gente embebida en todo vicio abominable! En comparación con estos emasculados hijos del ecuador, los orientales son los hidalgos de la naturaleza.

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