26/6/17

ESTHER MEYNEL


LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH



QUINCUAGESIMOCUARTA ENTREGA


Esos de que acabo de hablar eran los alumnos particulares de Sebastián, que querían dedicar su vida a la música y por los que él se tomaba un interés paternal. En los últimos años de su vida se unieron a ellos alumnos aficionados, que le asediaban para que les diese lecciones, porque deseaban poder decir que habían sido alumnos de “Bach de Leipzig”, que es como era conocido en general. Al principio quiso verse libre de esa clase de alumnos y trató de asustarlos fijando unos precios muy altos para las lecciones; pero cuando vio que no bastaba eso para alejarlos, aceptó todos cuanto le permitía el tiempo que le quedaba libre, porque los ingresos que le producían esas lecciones nos ayudaban considerablemente. Mas, si algunos de dichos alumnos aficionados se comportaba de una manera algo incorrecta o no tomaba el estudio en serio, le enseñaba la puerta sin consideraciones. Así recuerdo que le sucedió a un dilettante a quien daba lecciones de clavicordio. Sebastián le había entregado una pieza determinada para que la estudiase. En la lección siguiente, el alumno la ejecutó en tiempo distinto y con una colocación de dedos completamente diferente de los que Sebastián le había prescrito.


-Me parece que así suena mejor -le explicó con ligereza-; el modo que me ha indicado usted de colocar el pulgar lo encuentro muy difícil y por eso he creído conveniente ejecutarlo a mi manera.


El rostro de Sebastián se oscureció un momento, mas pronto se volvió a aclarar y le respondió, consiguiendo sonreírse:


-Señor mío, por lo que veo, está usted demasiado adelantado para que yo le dé lecciones y creo que lo mejor será que esta sea la última.


-¡Ah! -le respondió el elegante joven, muy asombrado-. ¡Creí que aun podría aprender bastante con usted!



Pero Sebastián no volvió a darle lección. Cuando tropezaba con algo desagradable que provenía de necesidad pura, trataba de hacer como que no lo notaba, aunque tuviese que esforzarse para escuchar obras sin ningún valor artístico. Un día se presentó en nuestra casa un tal señor Hurlebusch, de Brunswick, con unas sonatas para clavicordio, de muy poco mérito, que había compuesto. Las tocó con gran satisfacción desde el principio hasta el fin y no pareció darse cuenta de que no complacía a nadie sino a él, pues en nuestra casa estábamos acostumbrados a otra clase de música. Sebastián lo escuchó muy cortés, en silencio, y nuestro visitante debió de tomar aquel silencio por una admiración inexpresable, habituado como estaba a los elogios. Al despedirse, regaló a Friedmann y a Manuel sus sonatas impresas, aconsejándoles que leyesen y tocasen esas obras con mucha aplicación, ya que semejante música puede ser muy útil… “para saber lo que no se debe hacer”, terminó la frase Sebastián con un guiño, en cuanto nuestro visitante hubo salido.

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