ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
QUINCUAGESIMOCUARTA ENTREGA
Esos de que acabo de hablar eran los
alumnos particulares de Sebastián, que querían dedicar su vida a la música y
por los que él se tomaba un interés paternal. En los últimos años de su vida se
unieron a ellos alumnos aficionados, que le asediaban para que les diese
lecciones, porque deseaban poder decir que habían sido alumnos de “Bach de
Leipzig”, que es como era conocido en general. Al principio quiso verse libre
de esa clase de alumnos y trató de asustarlos fijando unos precios muy altos
para las lecciones; pero cuando vio que no bastaba eso para alejarlos, aceptó
todos cuanto le permitía el tiempo que le quedaba libre, porque los ingresos
que le producían esas lecciones nos ayudaban considerablemente. Mas, si algunos
de dichos alumnos aficionados se comportaba de una manera algo incorrecta o no
tomaba el estudio en serio, le enseñaba la puerta sin consideraciones. Así
recuerdo que le sucedió a un dilettante a
quien daba lecciones de clavicordio. Sebastián le había entregado una pieza
determinada para que la estudiase. En la lección siguiente, el alumno la
ejecutó en tiempo distinto y con una colocación de dedos completamente
diferente de los que Sebastián le había prescrito.
-Me parece que así suena mejor -le explicó
con ligereza-; el modo que me ha indicado usted de colocar el pulgar lo
encuentro muy difícil y por eso he creído conveniente ejecutarlo a mi manera.
El rostro de Sebastián se oscureció
un momento, mas pronto se volvió a aclarar y le respondió, consiguiendo
sonreírse:
-Señor mío, por lo que veo, está
usted demasiado adelantado para que yo le dé lecciones y creo que lo mejor será
que esta sea la última.
-¡Ah! -le respondió el elegante
joven, muy asombrado-. ¡Creí que aun podría aprender bastante con usted!
Pero Sebastián no volvió a darle
lección. Cuando tropezaba con algo desagradable que provenía de necesidad pura,
trataba de hacer como que no lo notaba, aunque tuviese que esforzarse para
escuchar obras sin ningún valor artístico. Un día se presentó en nuestra casa
un tal señor Hurlebusch, de Brunswick, con unas sonatas para clavicordio, de
muy poco mérito, que había compuesto. Las tocó con gran satisfacción desde el
principio hasta el fin y no pareció darse cuenta de que no complacía a nadie
sino a él, pues en nuestra casa estábamos acostumbrados a otra clase de música.
Sebastián lo escuchó muy cortés, en silencio, y nuestro visitante debió de
tomar aquel silencio por una admiración inexpresable, habituado como estaba a
los elogios. Al despedirse, regaló a Friedmann y a Manuel sus sonatas impresas,
aconsejándoles que leyesen y tocasen esas obras con mucha aplicación, ya que
semejante música puede ser muy útil… “para saber lo que no se debe hacer”,
terminó la frase Sebastián con un guiño, en cuanto nuestro visitante hubo
salido.
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