GÉRARD
BREY / EXCLUSIVO DESDE PARÍS
RELATO DE CENIZA:
LA FASTUOSA ESCRITURA DE MARYSE RENAUD
(Les
Langues Néo-Latines / junio de 2017 / traducción realizada para elMontevideano
Laboratorio de Artes)
Maryse Renaud, Relato de ceniza o La vida zarandeada de
Cyparis el Superviviente de Martinica a Panamá, Madrid, Verbum, 2016, 216
p, 20 euros.
Llegada la hora de la
jubilación ciertos colegas se dedican a ocupaciones totalmente ajenas a sus
actividades de docentes-investigadores. Liberados de clases, de la exigencia de
publicar y de esas infinitas molestias administrativas que gangrenan inexcusablemente nuestra profesión,
ellos (o ellas) viajan, hacen chapuzas, pintan, crían conejos, hacen vino o
deporte, miman a su estirpe, frecuentan exposiciones, teatros, salas oscuras o
auditorios, salen de excursión, aprenden chino, árabe o qué sé yo. En pocas
palabras, hacen borrón y cuenta nueva. Otros, en cambio, prefieren borronear
cuartillas, ya sea que sigan con la investigación o que vayan probando otra clase
de escritura. Maryse Renaud forma parte de estos últimos. Desde que ya no
enseña se ha lanzado en la escritura literaria. Pero no en su lengua materna,
el francés (nació en Martinica y pasó casi toda su vida en la metrópoli), sino
en un castellano que domina fabulosamente. Es para ella la mejor manera de dar
cuenta del universo latinoamericano por el cual se apasionó desde el cursillo
de perfeccionamiento lingüístico de un año que siguió en Cuba, a finales de los
años 60, hasta el término de su carrera, específicamente en el seno del CRLA (Centre
de Recherches Latino-Américaines de l’Université de Poitiers), donde dirigió
por más de diez años el Seminario de Literatura Latinoamericana.
Apenas jubilada, Maryse
Renaud, alentada por la novelista y poeta argentina Luisa Futoransky, escribió
un libro de cuentos (En abril, infancias
mil, Buenos Aires, Corregidor, 2007). Trabajando con fecunda regularidad,
ya anda con Relato de ceniza por su
cuarta novela, tras El cuaderno granate
(mismo editor, 2009), La mano en el canal
(mismo editor, 2012) y Junglas (Madrid,Verbum,
2014). En esta última ficción el lector compartía las tribulaciones picarescas
y los encuentros de dos jóvenes franceses, uno de los cuales de origen antillano,
por la Nueva York cosmopolita de hoy.
Relato
de ceniza,
donde también se traban intensas
historias de amistad, nos lleva esta vez
directamente a la tierra natal de la autora, donde el lector es atrapado desde
las primeras páginas por la capa de cenizas blancas bajo las cuales acaba de
quedar sepultada la ciudad de Saint-Pierre, arrasada tras la erupción del Monte
Pelado el 8 de mayo de 1902. De ahí sale medio vivo Louis-Auguste Sylbaris,
alias Cyparis, un negro de 27 años, pendenciero condenado a la cárcel, cuyos
espesos muros le salvan justamente la vida. Seguiremos los pasos de este personaje
de historicidad confirmada, único superviviente —o casi— de la catástrofe,
desde ese día en que, alelado, surge de ruinas cubiertas de cenizas aún tibias,
hasta su increíble estancia en Nueva York donde..., luego en Panamá a donde
pone rumbo alrededor de 1904 a fin de... No, no cuenten conmigo para que les
vaya revelando la historia de ese hombre humilde que, superado ya el
abatimiento, irá aprendiendo a mostrarse inflexible ante la adversidad, con el
color de piel y el destino inédito que le cayó en suerte, en una sociedad
dividida en razas y clases como era la Martinica de aquel entonces. Un «país de
parlanchines» que retrata bellamente Maryse Renaud, con sus administradores
coloniales, su sacarocracia, sus trabajadores modestos, sin olvidarnos de una
sorprendente pareja de curas. Uno de ellos decide educar al casi analfabeto
Cyparis, quien, con los años y los encuentros, será capaz —gracias a la
ficción— de hablar de poesía hugoliana, de arquitectura y de psicoanálisis.
Más allá de Martinica, y
con algunos guiños a autores latinoamericanos, españoles o franceses que
pueblan su imaginación, la novelista pone en escena con ternura, una pizca de
humor y a veces un buen chorro de ferocidad, el conjunto de la cuenca caribeña
a la cual pertenece —cabe no olvidarlo— ese departamento francés de América.
Sumerge a su lector en medio de los olores y variopintos colores de una
naturaleza por otra parte despiadada, de su historia a ratos trágica, de sus
contradicciones socio-étnicas, de sus poblaciones diversificadas y antagónicas
embarcadas en la misma aventura, esa que lleva a Cyparis y sus compañeros (de
fortuna o infortunio?) a una Panamá que se imaginan como un nuevo
eldorado. ¡Pero bien se sabe lo que son los eldorados! La sexualidad es desbordante
e informal en la novela, pero no siempre son exaltantes los amoríos: el romance
entre Cyparis y Victorine tiene el sabor
de la fragilidad y la incomprensión, pero ambos pertenecen a un mundo en el que
la vida tiene tanta fuerza que seres que uno pensaba muertos en la erupción
pueden reaparecer. Relato de ceniza
es una vigorosa metáfora de una Humanidad que sobrevive mal que bien a las
calamidades que le inflige la naturaleza
y que se inflige a sí misma.
Maryse Renaud nos brinda
en esta novela de una escritura fastuosa, y por momentos tan áspera como la
naturaleza antillana, un texto muy logrado. Cosa que no dejó de subrayar la
crítica argentina especializada, que la eligió entre los 25 mejores libros del
año 2016 .
RELATO
DE CENIZA / 24
Se disponía a
tomar el camino de regreso a la casa sobre pilotes cuando creyó notar en el
aire, por primera vez, un olor a desmoronamiento, a caos. Eran palpables la
tensión y la angustia. Algo grave acababa de suceder. Victorine, perpleja,
buscaba en vano en los labios apretados de su amigo un asomo de explicación. Todo se le antojaba
ahora inquietante a Cyparis: el silencio apelmazado que se había abatido
sobre la Zona, y que lo agobiaba de golpe, el escaso trajín por las calles
a esa hora relativamente avanzada de la mañana, las puertas y las persianas apenas
entreabiertas.
Se cruzó con
cuatro jóvenes antillanos anglófonos
enzarzados en vibrantes discusiones —a una lidia de gallos en las
afueras de Colón estaban acudiendo al parecer—, y con un par de ingenieros blancos pasados de
tragos. Por poco resbalan Victorine y él con unas hojas de repollo caídas del
carretón de mano de un asiático. El
hombre, un jardinero chino de los que solían abastecer de verduras los
refectorios de la Compañía, se disculpó con varias inclinaciones de cabeza. Reacomodó con celeridad su cargamento antes de reemprender su marcha. De
no haber visto pasar a su lado a esas personas, oído sus pisadas, sus voces,
sus exclamaciones, Cyparis habría continuado creyéndose el único habitante de
un planeta desertado por la vida. Una
riña de mirlos enardecidos, en la cima de un árbol, rajando a picotazos limpios
un aguacate, le provocó una breve sonrisa. Se vio de niño en el patio de la
escuela, honda en mano, procurando tumbar pájaros y papayas verdes. El aguacate
terminó su carrera a pocos centímetros de sus pies, descubriendo un enorme
hueso marrón. Cyparis le dio una patada vigorosa. Pero fue el precipitarse de
un pequeño destacamento de jóvenes obreros martiniqueses surgidos de sabe Dios
qué callejuela, fueron su consternación y sus gestos alelados los que lo
obligaron a despejarse de verdad.
Sus compatriotas habían pasado a su lado como alma que lleva
el diablo. Incomprensiblemente ni lo saludaron, cuando todos ellos se conocían
por manejar cada mañana las mismas barras de dinamita, cargar los mismos trenes
de desechos, desescombrar el mismo camino. Ni repararon en Victorine. Debía de haber
sufrido un accidente gravísimo algún integrante de la comunidad martiniquesa,
un imprudente muchachito de Diamant, Case-Pilote, Robert, Fort-de-France, o tal vez de ese Norte
damnificado que ya había llovido tantos desvalidos sobre el Canal. Todos se
habrían abalanzado a constatar sobre el terreno lo sucedido, ansiosos de
arrimar el hombro. No cabía otra
explicación : se había producido
un accidente laboral, que borraba ipso facto rencores y mezquindades y
suscitaba sinceros arranques de solidaridad. A no ser que se tratara de un
asunto de licor, de naipes o de robo, con sus siempre posibles navajadas o
botellazos.
Cyparis descartó inmediatamente que pudiese haber ocurrido
otra vez entre los blancos la terrible desgracia de tres años atrás, cuando
amaneció colgado de un árbol un joven ingeniero. De nombre Müller, lo
apreciaban los trabajadores antillanos a quienes no dudaba en llamar por su
nombre y en dar alientos al pasar a su
lado. Era un hombre depresivo, incapaz
de amoldarse a la vida de la Zona, que abandonado por su novia, allá en
Alemania, había terminado por perder los estribos. Se habló entonces de un
sobre marrón con una fina letra femenina, de una muñeca con cortaduras, luego
de una soga y de una carrera precipitada hacia la calle. La muerte de Müller,
balanceándose entre los frutos maduros de un ciruelo —unos vistosos frutos de
oro, comentaron medio alelados los testigos—, había exasperado a la Compañía,
herida en su reputación. Fue talado en el acto el árbol de la vergüenza para
gran indignación de los trabajadores, chocados por tamaña falta de compasión. Durante
tres días aminoraron su ritmo de trabajo y se desataron en la noche los
tambores del África, renovando en el corazón de los blancos los antiguos
terrores de los tiempos de la esclavitud.
Pero el caso del alemán era excepcional y la excepción,
bien lo sabía Cyparis, no se repite.
Echó a correr, porque sí. Jadeaba. Victorine se había
retrasado, lo seguía con dificultad. No, finalmente, ningún trabajador se había
caído a las aguas del río, ni había quedado atropellado o malherido por el
tren, ni se vio sorprendido por un deslizamiento de tierras. No se podía culpar
esta vez a la malaria, ni a las excesivas tomas de quinina, que habían
dañado tantos oídos e incluso provocado sorderas irremediables. No se
apreciaban tampoco huellas de sangre en la hierba, ni zapatos perdidos al borde
del camino, ni jirones de ropas prendidos en la maleza. No podía tratarse de un
accidente corporal: jamás había retumbado la sirena, que sacudía con su
potencia las fibras más íntimas de los trabajadores y provocaba en el mismo
corazón de la selva histéricas desbandadas de tucanes y papagayos.
Cyparis corría como un descosido, se repetía entre dientes,
obsesivamente :
—No. No ha sonado la
sirena.
Victorine, que se esforzaba en vano por caminar a su par, lo
miraba como si desvariara. Cyparis estaba a punto de alcanzar al hosco rebaño
de sus compatriotas, cuando detrás suyo creyó distinguir una voz conocida
saliendo de un bosquecillo de jacarandás.
Era Jeff, un joven jamaicano de Kingston, un simpático
calavera de cara sonriente y andar felino, que había venido a parar al Canal
tras una estruendosa ruptura con los suyos. Sus padres, unos mulatos
acomodados, se habían cansado de la holgazanería y excentricidades del «artista
de la familia», que por poco lo conducen a la cárcel. Le habían suprimido los
subsidios y señalado la puerta de salida. Ya que tanta repulsa sentía él
por el trabajo honrado de los tenderos, por el alinear en los estantes los
envoltorios de bacalao salado, de café y de azúcar, ya que también resultaba
incapaz de llevar los libros desde un cómodo sillón de cuero, que fuera
entonces a picar piedra con los americanos. ¡Aire !, que se largara. Jeff
no vaciló: se despidió de Kingston y de la finca de las Blue Mountains donde la familia cultivaba café, puso rumbo al
Canal, convirtiendo chulamente la sanción familiar en una oportunidad de
escapar de su condición insular.
Jeff y Cyparis enseguida se encontraron afinidades, aunque
procedían de medios sociales opuestos. Se complacían sacando a relucir que en
materia de terremotos, huracanes, corrimientos y otras calamidades, nada tenían
que envidiarse Martinica y Jamaica; repetían que la geografía hermanaba más que
el idioma y el dinero. Dinero, además,
no tenían ni el uno ni el otro.
Jeff era, hablando con propiedad, el único antillano a quien
el martiniqués se había animado a confiar su poco ejemplar pasado. Con él había
evocado su calvario en la mazmorra de
Saint-Pierre y aludido sesgadamente a las cicatrices de sus espaldas, que
siempre mantenía cubiertas desde que había dejado Nueva York y trabajaba en la Zona. Cierta
tarde de septiembre se encontraban guarecidos los dos bajo un kiosco de paja,
chorreantes de lluvia, con las camisas pegadas a sus torsos y los pantalones
hechos una miseria. Se oían truenos a lo lejos. Movido por un insólito acceso
de confianza, Cyparis se puso a quitarse los zapatos llenos de barro y la
camisa de tela gruesa que se le incrustaba en el cuerpo. Su piel oscura,
salpicada de ligeras marcas blancas, brillaba intensamente bajo los anchos
goterones tibios. Captó entonces en la mirada de su joven compañero una
angustiada fascinación y un asomo de repugnancia, y se reprochó en el acto su
desacertada iniciativa.
Jeff también estaba al tanto de la gloria pasada de Cyparis
en el Circo Barnum y Bailey y no dudaba
en repetir, socarrón, a su compañero :
—¿Conque... el ocaso del artista, eh ?
Cyparis no se daba por ofendido, toleraba con ecuanimidad
esas pequeñas crueldades lanzadas con humor,
y hasta se sonreían los dos al
discutir a ratos de los caprichos del destino. Tampoco había conseguido
imponerse Jeff en su tierra y lo reconocía de buena gana. Todos lo tenían por
un pintamonas reñido con la perspectiva y el sentido común y sólo capaz de
encajar de tarde en tarde algún cuadro excéntrico a turistas europeos de gustos
tan pésimos como el suyo.
Pero ahora la voz enronquecida que se dirigía a Cyparis
desde el bosquecillo de jacarandás no parecía estar para bromas.
—Capaz que nos llaman a filas...
—¿Y eso ?
—Oye, tío, allá en Europa hace como un par de meses mataron a
un duque y a su mujer. ¡Bájate de la luna, abre los ojos, Cyparis !
—¿Un duque, en junio? ¡Estás loco, Jeff ! ¿Y qué
pintamos nosotros en este fregado ?
—Un tal Francisco Fernando, te digo, un pez gordo de la
política; miento, un heredero... Y justo después ¿qué te crees tú que pasó? Al
mes siguiente estalló en serio la guerra. Se dan todos contra todos como perros
rabiosos por lo de las..., ¿cómo es que dicen ellos?, alianzas. Ya vas a ver
cómo de rebote a nosotros también nos fastidia ese rollo.
—¿Alianzas con quiénes ? ¿Con los bolcheviques ?, que de ellos estaban
hablando el otro día los yanquis muy animados bajo el cobertizo. No te entiendo, chico. Éste es un asunto de
blancos, ¿no es cierto ?, y nosotros que yo sepa estamos en América, a mil
leguas de ellos. Bronca no quiero con nadie.
—Pero es que allá la cosa ha prendido como fogata en
Cuaresma. Van a tener que mandar gente a pelear, otra alternativa no les queda.
Seguro que de nosotros no se van a olvidar. Lo de la edad es lo de menos y
también lo del color. Blancos, prietos, mulatos, ¡qué más da ahora ! ¿Acaso
no eres tú un integrante del Imperio francés ? —se cuadró grotescamente—,
¿y no debo yo obediencia a mi Gracioso Jorge V?
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