GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CIENTOCATORCEAVA ENTREGA
XXVIII
/ ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (6)
Bien puedo imaginar a
un beato exclamar: “¡Ay, pobre iluso! ¡Cuán poca importancia podemos atribuir a
vuestra plausible defensa en pro del desorden en la administración de un
pueblo, cuando vuestra propia narración manifiesta claramente que la atmósfera
moral que habéis respirado os ha corrompido! Repasad vuestro propio relato y
encontraréis que habéis según nuestros conceptos, ofendido de varios modos y en
diversas ocasiones, y que ni aun tenéis la gracia de arrepentiros de todas las
maldades que habéis pensado, dicho y cometido”.
No he leído libros
sobre filosofía, porque cuando he tratado de ser filosófico, “la felicidad
-como ha dicho alguien- siempre ha entrado de por medio”; también, porque he
preferido más bien estudiar los hombres que los libros; pero en lo poco que he
leído hay un pasaje que recuerdo muy bien, y lo citaré como respuesta a
cualquiera que me llame una persona inmoral por no haber siempre permanecido
mis pasiones en un estado de reposo, como galgos -según el símil empleado por
un poeta sudamericano- durmiendo a los pies del cazador, mientras descansa
cerca de una roca a mediodía: “Debiéramos considerar las perturbaciones del
espíritu -dice Spinoza-, no como vicios de la naturaleza humana, sino como
propiedades tan de ella, como lo son el carácter de la atmósfera: el calor, las
tempestades, los truenos y otras manifestaciones semejantes, los cuales
fenómenos aunque inconvenientes, son, sin embargo, necesarios, y tienen causas
fijas por medio de las cuales tratamos de comprender su naturaleza, y el magín
tiene tanto placer en verlas claramente, como en saber las cosas que halagan
los sentidos”. Permítaseme experimentar los fenómenos que son inconvenientes
como así los que halagan los sentidos, y es probable que mi vida sea más sana y
más feliz que la de la persona que pasa su tiempo encima de una nube,
ruborizándose por las iniquidades de la naturaleza.
Se ha dicho muchas
veces que un estado ideal -una Utopía donde no existe ni la insensatez, ni el
crimen ni el sufrimiento- infunde en el ánimo una singular fascinación. Pues
yo, cuando encuentro una cosa falsa, me es indiferente quiénes sean las
notabilidades que la afirmen. No trato de hacer que me agrade, ni creerla, ni
remedar lo que chacharea acerca de ella el
mundo elegante. Detesto todo ilusorio sueño de una paz perpetua, toda
maravillosa ciudad del sol donde la gente pasa su monótona y desabrida
existencia en contemplaciones místicas o encuentra su deleite, como monjes
budistas, en contemplar las cenizas de generaciones muertas de devotos. El
estado es contrario a lo natural, e
indeciblemente repugnante; el reposo sin sueños del sepulcro es más tolerable a
la mente sana y activa que una existencia semejante. Si el Signor Gaudentio di
Lucca se mantuviera todavía vivo por medio de sus maravillosos conocimientos de
los secretos de la naturaleza, y se me apareciera aquí, en el presente momento,
para decirme que la santa comunidad con la que vivió en el África Central no
era un mero sueño y ofreciera conducirme a ella, no aceptaría. Preferiría
quedarme en la Banda Oriental, aun
cuando haciéndolo llegara por último a ser tan perfecto como el peor bandido en
ella, y dispuesto a vadear hasta las rodillas en sangre a la Silla
Presidencial. Porque aunque en mi propio país, Inglaterra, el cual no es tan
perfecto como el antiguo Perú o en el país del Pofar en el África Central, he
sido separado de la naturaleza largo tiempo, y ahora, en este país Oriental,
cuyos delitos políticos son un escándalo, tanto a la pura Inglaterra cuanto al
impuro Brasil, he sido de nuevo reunido a ella. Por esta razón la amo, con
todas sus faltas. Aquí, como Santa Coloma, me arrodillaré en el suelo y besaré
esta roca como un niño podría besar el pecho que le da de mamar; aquí, sin aversión
al polvo, como Juan Carrickfergus, meteré las manos dentro de la tierra suelta
y morena y le daré un buen apretón de manos, por decirlo así, a nuestra querida
madre, la Naturaleza, después de nuestra larga separación.
¡Adiós! Hermoso país de
sol y de tormentas, de virtudes y de crímenes; que los invasores que pudieren
en el futuro pisar tu suelo, tenga la misma suerte de aquellos del pasado, y te
dejen librado, por último, a tus propios recursos; que el caballeresco instinto
de Santa Coloma, la pasión de Dolores, el cariño desinteresado de Candelaria
siempre vivan en tus hijos para alegrar sus vidas con romance y belleza; que el
tizón de nuestra superior civilización jamás toque tus flores silvestres, ni
caiga el yugo de nuestro progreso sobre tus pastores atolondrados, airosos y
amantes de la música como los pájaros, transformándolos en el abyecto campesino
del Viejo Mundo.
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