27/6/17

GUILLERMO ENRIQUE HUDSON

LA TIERRA PURPÚREA



CIENTOCATORCEAVA ENTREGA



XXVIII /  ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (6)



Bien puedo imaginar a un beato exclamar: “¡Ay, pobre iluso! ¡Cuán poca importancia podemos atribuir a vuestra plausible defensa en pro del desorden en la administración de un pueblo, cuando vuestra propia narración manifiesta claramente que la atmósfera moral que habéis respirado os ha corrompido! Repasad vuestro propio relato y encontraréis que habéis según nuestros conceptos, ofendido de varios modos y en diversas ocasiones, y que ni aun tenéis la gracia de arrepentiros de todas las maldades que habéis pensado, dicho y cometido”.


No he leído libros sobre filosofía, porque cuando he tratado de ser filosófico, “la felicidad -como ha dicho alguien- siempre ha entrado de por medio”; también, porque he preferido más bien estudiar los hombres que los libros; pero en lo poco que he leído hay un pasaje que recuerdo muy bien, y lo citaré como respuesta a cualquiera que me llame una persona inmoral por no haber siempre permanecido mis pasiones en un estado de reposo, como galgos -según el símil empleado por un poeta sudamericano- durmiendo a los pies del cazador, mientras descansa cerca de una roca a mediodía: “Debiéramos considerar las perturbaciones del espíritu -dice Spinoza-, no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades tan de ella, como lo son el carácter de la atmósfera: el calor, las tempestades, los truenos y otras manifestaciones semejantes, los cuales fenómenos aunque inconvenientes, son, sin embargo, necesarios, y tienen causas fijas por medio de las cuales tratamos de comprender su naturaleza, y el magín tiene tanto placer en verlas claramente, como en saber las cosas que halagan los sentidos”. Permítaseme experimentar los fenómenos que son inconvenientes como así los que halagan los sentidos, y es probable que mi vida sea más sana y más feliz que la de la persona que pasa su tiempo encima de una nube, ruborizándose por las iniquidades de la naturaleza.


Se ha dicho muchas veces que un estado ideal -una Utopía donde no existe ni la insensatez, ni el crimen ni el sufrimiento- infunde en el ánimo una singular fascinación. Pues yo, cuando encuentro una cosa falsa, me es indiferente quiénes sean las notabilidades que la afirmen. No trato de hacer que me agrade, ni creerla, ni remedar lo que chacharea acerca de ella el mundo elegante. Detesto todo ilusorio sueño de una paz perpetua, toda maravillosa ciudad del sol donde la gente pasa su monótona y desabrida existencia en contemplaciones místicas o encuentra su deleite, como monjes budistas, en contemplar las cenizas de generaciones muertas de devotos. El estado es contrario a lo natural, e indeciblemente repugnante; el reposo sin sueños del sepulcro es más tolerable a la mente sana y activa que una existencia semejante. Si el Signor Gaudentio di Lucca se mantuviera todavía vivo por medio de sus maravillosos conocimientos de los secretos de la naturaleza, y se me apareciera aquí, en el presente momento, para decirme que la santa comunidad con la que vivió en el África Central no era un mero sueño y ofreciera conducirme a ella, no aceptaría. Preferiría quedarme en la Banda Oriental, aun cuando haciéndolo llegara por último a ser tan perfecto como el peor bandido en ella, y dispuesto a vadear hasta las rodillas en sangre a la Silla Presidencial. Porque aunque en mi propio país, Inglaterra, el cual no es tan perfecto como el antiguo Perú o en el país del Pofar en el África Central, he sido separado de la naturaleza largo tiempo, y ahora, en este país Oriental, cuyos delitos políticos son un escándalo, tanto a la pura Inglaterra cuanto al impuro Brasil, he sido de nuevo reunido a ella. Por esta razón la amo, con todas sus faltas. Aquí, como Santa Coloma, me arrodillaré en el suelo y besaré esta roca como un niño podría besar el pecho que le da de mamar; aquí, sin aversión al polvo, como Juan Carrickfergus, meteré las manos dentro de la tierra suelta y morena y le daré un buen apretón de manos, por decirlo así, a nuestra querida madre, la Naturaleza, después de nuestra larga separación.



¡Adiós! Hermoso país de sol y de tormentas, de virtudes y de crímenes; que los invasores que pudieren en el futuro pisar tu suelo, tenga la misma suerte de aquellos del pasado, y te dejen librado, por último, a tus propios recursos; que el caballeresco instinto de Santa Coloma, la pasión de Dolores, el cariño desinteresado de Candelaria siempre vivan en tus hijos para alegrar sus vidas con romance y belleza; que el tizón de nuestra superior civilización jamás toque tus flores silvestres, ni caiga el yugo de nuestro progreso sobre tus pastores atolondrados, airosos y amantes de la música como los pájaros, transformándolos en el abyecto campesino del Viejo Mundo.

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