GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CIENTODOCEAVA ENTREGA
XXVIII
/ ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (4)
Dos días después de
esta aventura, supe que don Hilario se había marchado de Montevideo. Estaba
convencido de que no había descubierto nada; era posible, sin embargo, que
hubiese dejado a alguna persona para vigilar la casa, y como Paquita estuviera
ahora muy deseosa de volver cuanto antes a su país, resolví no retrasar más
nuestra partida.
Bajando al puerto,
encontré al capitán de una pequeña goleta que traficaba entre Montevideo y
Buenos Aires, y enterado de que pensaba partir para este último puerto en tres
días, arreglé con el él para que nos llevara; también consintió en recibir a
Demetria inmediatamente. En seguida, le mandé un recado al señor Baker,
rogándole que trajera a Demetria a Montevideo y la llevara a bordo de la
goleta, sin pasar por la casa. Dos días después, por la mañana me avisaron que
estaba a bordo; y habiendo así burlado al bribón de Hilario, cuyo cráneo ofidio
mucho me hubiera gustado aplastar con el pie, y teniendo todavía un día
desocupado, fui una vez más a visitar el cerro, para dar desde su cima un
último vistazo a aquella Tierra Purpúrea donde había pasado tantos memorables
días.
Cuando me acerqué a la
cima del gran cerro solitario, no contemplé extasiado el soberbio panorama que
se desplegaba ante mis ojos, ni pareció alborozarme el viento, que soplaba
fresco del amado Atlántico. Miraba al suelo y arrastraba los pies como una
persona cansada. Sin embargo, no estaba cansado, pero ahora empecé a acordarme
que en otra ocasión había dicho, en este mismo cerro, muchas torpezas y cosas
vanas de un pueblo cuyo carácter e historia entonces ignoraba. Recordé, igualmente,
con extremada amargura, que mi visita a este país había traído un gran
sufrimiento, quizás duradero, a un noble corazón.
-Cuántas veces me he
arrepentido -dije para mí- de las crueles y desdeñosas palabras que dirigí a
Dolores aquella última vez que nos vimos, y ahora, una vez más, “vengo a coger
las toscas y ásperas bayas” del arrepentimiento y de la expiación, a mi
humillar mi orgullo insular y a retractarme de todas las injusticias en que
incurrí la vez pasada, precipitadamente y sin pensar.
-No es una peculiaridad
exclusivamente británica el considerar a la gente de otras nacionalidades con
cierto desdén, pero tal vez entre nosotros el sentimiento sea más fuerte, o se
exprese con menos reserva. Permítaseme ahora, por fin, reivindicarme de esta
falta, que es inofensiva y quizás hasta recomendable en los que se quedan en
sus casas, además de ser muy natural, puesto que el desconfiar y no gustar de
las cosas lejanas y desconocidas forma parte de nuestra irracional naturaleza.
Permítaseme, por último, despojarme de estos anticuado anteojos ingleses, con
guarnición de madera y lentes de cuerno, para enterrarlos para siempre en este
cerro, que durante medio siglo y más ha contemplado un pueblo joven y febril,
luchando contra agresiones extranjeras, y también contra el enemigo de su
propia casa, y donde, hace pocos meses, ensalcé la civilización británica,
lamentando que hubiese sido aquí plantada y regada copiosamente con sangre,
para ser desarraigada otra vez y arrojada al mar. Después de mis correrías por
el interior, donde llevaba conmigo sólo una pizca menguante de aquel
sentimiento, para impedir que existiera la más perfecta armonía entre yo y los
paisanos con los cuales me asociaba, confieso no ser ahora de la misma opinión.
No puedo creer que mi trato con la gente
habría tenido aquel delicioso y agreste sabor que he hallado si la Banda
Oriental hubiese sido conquistada, y colonizada por Inglaterra, y todo, lo
avieso en ella, enderezado según nuestras ideas. Y si aquel sabor
característico no puede coexistir con la prosperidad material que produce la
energía anglosajona, deseo fervientemente que este país jamás conozca dicha
prosperidad. No tengo pizca de ganas de ser asesinado; no hay hombre que la
tenga; pero, antes de ver al avestruz y al venado ahuyentados más allá del
horizonte, al flamenco y al cisne de cuello negro muertos sobre las azulinas
lagunas, y al pastor enviado a puntear su romántica guitarra en los infiernos,
como paso imprescindible para la seguridad de mi persona, prefiero mil veces
andar preparado para defender mi vida en cualquier momento contra el repentino
ataque de un asesino.
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